Esta semana empezó a funcionar la subcomisión jurídica, a la que se integraron los constitucionalistas Juan Carlos Henao, Manuel José Cepeda (ambos al fondo en la foto) y Doug Cassel. Se espera que esta subcomisión le imprima velocidad al acuerdo sobre víctimas que lleva más de un año en discusión. | Foto: OMAR NIETO REMOLINA

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Santos va a toda máquina por la paz

Con el cese de bombardeos Santos decidió ignorar a sus críticos y jugarse el todo por el todo por la paz. Es una apuesta arriesgada.

1 de agosto de 2015

Juan Manuel Santos acaba de hacer una apuesta muy audaz y muy arriesgada: meterle todo el vapor a la locomotora de la paz. Eso significa reconocer que los mayores enemigos del proceso en la actualidad no son ni el expresidente Uribe ni el procurador ni los críticos, sino la prolongación indefinida del mismo. Esa apuesta implica asumir las consecuencias de firmar un documento sin contar con la unanimidad de los colombianos, aunque confiando en que cuando se revele su contenido, se logre por lo menos un consenso mayoritario a su alrededor.

A este nuevo escenario se llegó no solo porque se les estaba rebosando la copa de la paciencia a los colombianos sino porque el proceso estuvo a punto de romperse. Después del desafortunado ataque de las FARC en Timbío, Cauca, donde murieron 11 soldados, muchos perdieron la confianza en la negociación. Ese ataque demostró que las dos partes estaban en condiciones de dar tanto zanahoria como garrote. El gobierno lo hizo reanudando los bombardeos. Las FARC con atentados contra el medioambiente y contra la población civil. Los colombianos, que consideraban que la guerra sin cuartel era un asunto del pasado, volvieron a vivir esa pesadilla.

Ante ese escenario solo había dos alternativas: romper o desescalar. Y las partes optaron por lo segundo. Para Santos el costo político de esta decisión es considerable. Según la encuesta Colombia Opina (ver artículo) el 72 por ciento desaprueba las medidas para bajarle intensidad al conflicto. Por lo tanto la decisión presidencial va en contravía de la mayoría del país. Esa misma encuesta señala que el 81 por ciento de la gente no cree en la voluntad de paz de las FARC.

Con resultados de esa naturaleza en los sondeos, no pocos van a pescar en río revuelto. Para la derecha sin duda es muy rentable hacer política contra la movida conciliatoria de Santos. Y si a esto se suma que las reservas sobre el proceso han sido la bandera del Centro Democrático y del procurador, el “desescalamiento” les da munición fresca a esos críticos.

Crece la confianza en la Mesa

¿Por qué Santos, el jugador, puso todas sus fichas de una en la Mesa? Probablemente porque considera que si bien en la opinión pública hay falta de claridad sobre el proceso, en La Habana eso no sucede. Las dos partes coinciden en que el juego está abierto y no hay cartas marcadas. Después de convivir tres difíciles años en La Habana, cada uno tiene calibrada a su contraparte. Humberto de la Calle, Sergio Jaramillo y su equipo, aunque están en desacuerdo con muchos planteamientos de la guerrilla, la reconocen como interlocutora legítima y de buena fe. Saben que la meta de esa organización no es fortalecerse para volver a la guerra. Tampoco creen que estén jugando a conseguir una amnistía y seguir en el narcotráfico. Tienen claro que lo que quieren las FARC es no ir a la cárcel y hacer política. Y es en los detalles de estos dos puntos en lo que hasta el momento ha estado estancado el proceso.

Las FARC, por su parte, hoy no solo respetan a los civiles que tienen de contraparte, sino a los militares que combatieron en el pasado, que hoy son sus interlocutores como plenipotenciarios o como integrantes de la subcomisión en la que se discuten los detalles técnicos. Mucho más importante aún, creen que el gobierno es sincero cuando les garantiza que mientras se cumplan los acuerdos, no habrá extradición; y que se compromete a hacer todo lo que esté a su alcance para proteger sus vidas.

Haber llegado a este punto representa un progreso enorme que ninguna de las partes quiere echar por la borda. Eso implica, de lado y lado, tener que caminar como un gato entre cristales para evitar que algún malentendido rompa ese frágil equilibrio.

En este momento las FARC han decretado una nueva tregua unilateral de un mes, y el presidente ha dado cuatro meses de plazo para una evaluación del proceso. Se anticipa que ante la suspensión de los bombardeos esa tregua será extendida. Tampoco se descarta que en noviembre, cuando se vence el plazo fijado por Santos, ya se haya cerrado el punto de justicia y se tengan fórmulas para solucionar los escollos de la participación en política.

De cumplirse esas expectativas, en la práctica, la guerra podría estar acabándose antes de la firma. Esto tendría lugar por la sencilla razón de que la suma de la tregua unilateral y la suspensión de bombardeos pueden representar el 90 por ciento del desescalamiento del conflicto. Los críticos del gobierno aseguran que la tregua unilateral de las FARC en el fondo desemboca en un cese bilateral disfrazado que inmoviliza al Ejército y pone en peligro la seguridad nacional. En esto hay algo de verdad y algo de mentira. Aunque el gobierno lo niega, la intensidad del conflicto con las FARC ha bajado tanto que se acerca a un cese bilateral del fuego. Lo que no es cierto es que esto signifique descuidar la seguridad en otros frentes como el narcotráfico, las bacrim y el ELN.

El argumento de que va a ser imposible diferenciar a las FARC de los otros grupos ilegales es simplista. Decir por ejemplo que las FARC se pueden poner uniformes del ELN para delinquir es ridículo. Asegurar que es imposible diferenciar a los guerrilleros de los integrantes de una bacrim, también es discutible. Estos grupos son redes de delincuentes comunes que andan sin uniforme, en moto, extorsionando con un revólver al cinto. También se ha dicho que el desescalamiento es inconstitucional, lo cual sencillamente no es verdad. El presidente tiene facultades para manejar el orden público y la paz y meterles el freno o el acelerador a estos cuando así lo requiera. Es poco probable que estos gestos de distensión afecten la seguridad de la población porque las actividades ilegales sean de las FARC o de cualquier grupo, podrán seguir siendo combatidas por el Estado.

El pulso por la justicia

Lo paradójico es que mientras no es imposible que baje la confrontación en el campo de batalla es seguro que va a aumentar en la Mesa de La Habana. Porque en lo que se refiere a la justicia transicional cada una de las partes ha endurecido su posición. El presidente y el fiscal, que en un momento dado hablaban en términos algo abstractos de “no impunidad” y del tamaño del sapo que los colombianos tenían que tragarse, ahora utilizan términos concretos como “privación de la libertad” o “reclusión”. Y las FARC, que habían dado algunos indicios de flexibilidad frente a este tipo de sanciones, dejaron claro a través de su principal asesor jurídico, el español Enrique Santiago, que no han cedido un milímetro.

En entrevistas que este experto dio la semana pasada, quedó establecido que las FARC exigen simetría en el tratamiento de la justicia frente al Estado. Eso significa, por ejemplo, que si Timochenko y el Secretariado de las FARC son los máximos responsables de secuestros, el consejo de ministros y el presidente son los máximos responsables de los falsos positivos. Para el español, el que los primeros hayan promovido esas conductas delictivas y los segundos no, no cambia la responsabilidad jurídica de la cadena de mando. En derecho todo tiene varias interpretaciones, pero esa teoría de “todos en la cama o todos en el suelo” llevada al extremo, podría significar que si Timochenko tiene que ir a la cárcel, Santos también. El abogado de las FARC aclara que no se pretende llegar a eso, pero agrega que no van a permitir que los líderes de esa organización insurgente sean los únicos sentados en el banquillo de los acusados en un conflicto en el que ha habido más actores. En otras palabras, las FARC son categóricas: no habrá cárcel.

Entonces ¿qué acepta la guerrilla? Invoca el artículo transitorio 66 de la Constitución que habla explícitamente de que puede haber mecanismos extrajudiciales para sancionar los delitos de lesa humanidad. Tocaría crear estos mecanismos y estarían basados en la búsqueda de la verdad exhaustiva y las penas serían reparadoras, restaurativas, y requerirían el compromiso de no repetición. El abogado puntualiza que el que no llene estos requisitos en forma satisfactoria simplemente será objeto de la justicia ordinaria, con las penas de cárcel que le correspondan. También explica que esa fórmula sería aceptada por la Corte Penal Internacional.

Aunque la lógica jurídica de esa argumentación es impecable, en términos políticos y de opinión pública equivale a patear el tablero. Sobre todo en momentos, como se dijo anteriormente, en que el presidente y el fiscal han endurecido su discurso en relación con este tema. Probablemente han tenido en cuenta las cifras de la más reciente encuesta que revela que el 90 por ciento de la gente quiere ver a los jefes de las FARC en la cárcel y el 74 por ciento no los quiere en la política.

¿Entrega o dejación?

Otro pulso que habrá en la Mesa será el de la entrega de armas. Humberto de la Calle utilizó este término durante el debate de control político que hizo en el Congreso la semana pasada. Fue tan bien recibido que el expresidente Uribe declaró “un asomo de tranquilidad”. Ese asomo duró poco pues al otro día la delegación de las FARC calificó como una falacia esa parte de la intervención dado que ellos siempre se han referido a la “dejación” y no a la “entrega” y así está consignado en el Acuerdo General de La Habana que es el marco de las conversaciones. El problema es que todo el mundo sabe qué significa “entrega”, pero nadie sabe qué quiere decir “dejación”. Muchos creen que es guardar las armas sin utilizarlas y eso no es aceptable para el gobierno, como lo dijo el presidente luego del baldado de agua que le echaron las FARC a las palabras de De la Calle.

Esas diferencias demuestran que lo que falta no será nada fácil, pero las dos partes coinciden en que hay que llegar a una fórmula pronto. Si cuando se terminen los cuatro meses que dio el presidente para la evaluación del proceso no se avizoran puntos de encuentro en estas materias, las voces de protesta aumentarán. Pero si hay algún tipo de acuerdo en ese momento se anunciará un cese al fuego bilateral definitivo. Eso no significa, sin embargo, que la paz se firmaría en ese momento. Hay etapas en el proceso que hacen prácticamente imposible que la rúbrica sea este año.

Ese es el escenario que tienen en mente el gobierno y las FARC en la actualidad. Los dos son conscientes de que la mayoría del país no comparte la confianza mutua que se tienen. Pero esperan que los hechos les den la razón. En cuanto a las críticas por el desescalamiento, ambas partes coinciden en que si de verdad se cree que faltan pocos meses para el fin del conflicto, es apenas lógico ahorrar sangre al minimizar los muertos de la víspera.

En cuanto a las críticas de que se está cediendo demasiado con tal de firmar algún documento, la respuesta es que solo cuando se conozca el contenido integral del acuerdo se sabrá si esos temores tienen fundamento o no.

Después del acuerdo

Aun si se superan todos los anteriores obstáculos, queda uno grande: darle legitimidad jurídica a lo pactado, lo cual requiere el visto bueno del Congreso y de la Corte Constitucional. La experiencia demuestra que navegar en esas dos aguas es aventurarse en mares turbulentos. La puesta en marcha de los acuerdos exige una serie de leyes que dependen del Congreso. Por lo general nada de lo que entra allí sale igual. Y en un tema tan espinoso como este, con la bancada del Centro Democrático haciendo oposición, existe el riesgo de que la filigrana que se requirió para llegar a un consenso en La Habana se pierda en el Capitolio.

Y la corte tampoco es de bolsillo. Por la naturaleza del contenido de los acuerdos, muchos puntos tienen implicaciones constitucionales. El gobierno, consciente de esto, ha tenido acompañamiento jurídico del más alto nivel en todas las etapas del proceso. No obstante, la corte, cumpliendo con sus funciones, le pondrá la lupa a cada línea del texto que le presenten.

Aun con estos puntos superados quedaría pendiente el tema de la refrendación política. El presidente ha dicho desde el principio que los colombianos tomarán la decisión final en las urnas. Con las encuestas, tal como se ven hoy, no habría una aprobación general. Se espera que los desarrollos del proceso que tendrán lugar de ahora a final de año vayan moderando gradualmente el escepticismo existente. Neutralizar ese negativismo es el gran reto de Santos. Por eso ha puesto la locomotora de la paz a toda máquina, sin pretender quedar bien con todo el mundo, como se le ha criticado hasta ahora. Puede que lo logre, pero todavía le queda un largo trecho por recorrer.