Llegué a La Habana con el pesimismo que se refleja en las encuestas de opinión en torno al proceso de paz y me devolví cargada de un inusitado optimismo producto de lo que vi y escuché. Pero no solo me volví optimista. Llegué con la convicción de que en La Habana, al contrario del escepticismo que se respira en esos sondeos, va a haber paz.
Probablemente no habría llegado a esta conclusión si no hubiera logrado entrevistarme con las dos partes de la mesa, —es decir, con los delegados del gobierno y con los delegados de las Farc—, oportunidad que han tenido muy pocos periodistas. Esa posibilidad me permitió palpar una realidad muy diferente a la que se percibe en el país y echar abajo varias de las aseveraciones que se tienen por ciertas en Colombia en torno a lo que verdaderamente está sucediendo en La Habana.
Cuando llegué me asaltaban muchas dudas. La más grande era la de que me fuera a encontrar con unas Farc aferradas a sus inamovibles de antaño y a ese autismo que les impedía sintonizarse con el momento histórico que se les abría. Ese era el sabor que me había dejado un intercambio epistolar duro, pero directo que habíamos mantenido el año pasado Iván Márquez y yo. En ese cruce de cartas le pregunté si iban a reconocer a sus víctimas y no tuve respuesta. Di por sentado que las Farc seguían aferradas a la tesis cada vez más insostenible de que ellos no podían ser victimarios, porque se veían a sí mismos como víctimas de un terrorismo de Estado que los había impulsado a abrazar las armas.
Por eso me sorprendió que Timochenko en la carta que le envió al presidente Santos la semana pasada, hubiera dado ese primer paso al anunciar que las Farc estaban dispuestas a “darle la cara a las víctimas”. Que yo recuerde, nunca antes las Farc habían reconocido que esta guerra infernal los había convertido de víctimas a victimarios y que sus atropellos habían causado un inmenso dolor en muchos colombianos que hasta hoy las repudian.
La carta desafortunadamente no tuvo el impacto que se merecía porque fue registrada como un acto de pugnacidad hacia Santos luego de que el presidente señaló a las Farc de despojadoras en una visita que hizo a San Vicente del Caguán. Eso dio pie para que en ciertos medios se dijera que el ambiente en La Habana estaba enrarecido y que el proceso pasaba por su peor momento, cosa que nunca sucedió. Si se lee cuidadosamente la carta, Timochenko hace dos anuncios muy importantes. El primero es que acepta por primera vez, desde que se iniciaron las negociaciones, que ha habido importantes avances en La Habana. El segundo, sin duda mucho más relevante, es que anuncia su disposición a “darle la cara las víctimas”.
Iván Márquez me confirmó esa misma aseveración en la entrevista que me concedió para SEMANA, en donde el jefe de la delegación de las Farc se atreve incluso a ir más lejos en los dos temas y revela que por un lado se han “construido dos o más cuartillas de acuerdos” con el gobierno y por el otro reconoce que en la guerra se cometen atropellos y propone una comisión para buscar a los soldados y policías que podrían haber muerto en cautiverio.
El paso que han dado las Farc en materia del reconocimiento a sus víctimas es un avance mucho más importante que todas las cuartillas que se hayan podido escribir conjuntamente en el tema agrario entre el gobierno y las Farc. Con este anuncio me di cuenta, así para muchos sectores en el país nada de esto sea relevante, que esta guerrilla no es la misma del Caguán, ni de Tlaxcala; ni siquiera la misma que vimos en Oslo. El Iván Márquez que yo me encontré en La Habana no me habló como el guerrero que vimos en Noruega sino como un político. Y hay que reconocer, así nos cueste, que las Farc que están negociando en La Habana han empezado a entender que a la luz del derecho internacional ningún proceso de paz puede salir airoso si no se hace pensando en las víctimas.
Es cierto que todavía hay muchas respuestas que nos deben las Farc: no nos han dicho la verdad sobre su responsabilidad en el atentado al Nogal, ni sobre su vinculación al narcotráfico, que todavía insisten en negar. Pero más allá de todas las verdades que nos deben, me vine con la impresión de que su decisión de abandonar las armas es irreversible y que han emprendido un viaje que no tiene vuelta atrás. “Ustedes creen que nosotros somos como las piedras, que no cambiamos, que no escuchamos y eso no es cierto”, me dijo Iván Márquez.
Me sorprendió también ver que en la delegación del gobierno no hay mayor signo de agotamiento a pesar de que muchos de ellos ya llevan un año en La Habana y de que a varios la tensión les ha ocasionado ciertos desarreglos en la salud, que intentan curar con jornadas de ejercicio vespertino luego de que se terminan las sesiones que van siempre de ocho de la mañana a dos de la tarde. Todos con los que hablé coincidieron en afirmar que las cosas iban mejor de lo que pensaban, así en público no lo digan y mantengan ese exagerado hermetismo que ha rodeado al proceso desde que comenzó.
Pude darme cuenta también de algo que ha sido un elemento fundamental en todos los procesos de paz que han sido exitosos como el de Irlanda: las dos delegaciones han ido construyendo un respeto mutuo que no recuerdo haber visto ni en El Caguán ni en Tlaxcala. Eso de tener que verse cada semana las caras les ha permitido a las dos delegaciones ir creando un clima de confianza importante para disipar los más de 50 años de desconfianza que hay entre las Farc y el gobierno.
Pequeños detalles pueden convertirse en importantes en un proceso de paz si logran romper desconfianza. Por eso me pareció curioso que al jefe de la delegación del gobierno Humberto de la Calle, Iván Márquez le llame “doctor De la Calle” y que se refiera a él con una deferencia inusitada. “Es un hombre muy culto y respetable que conocí en Tlaxcala” me dijo Iván Márquez. Al alto comisionado para la paz Sergio Jaramillo, sin duda el hombre más duro y enigmático del gobierno en la mesa, encargado de ponerle presión a las Farc para que cumplan las fases que se acordaron, lo consideran un martirio puntilloso que han terminado por respetar. Luis Carlos Villegas ha empezado a cumplir un papel de pedagogo porque trae a la mesa toda suerte de cifras y de estudios sobre los indicativos del país, los cuales son confrontados con documentos presentados por las Farc, mientras que el general Mora, que habla poco, se ha ido convirtiendo en el personaje más respetado entre los delegados de las Farc.
Sin embargo, esta frase que le logré sacar al alto comisionado para la paz, Sergio Jaramillo, me permitió medir realmente el ambiente que reina en la delegación de gobierno. “Estamos en esto para cerrar un acuerdo que conduzca a la terminación del conflicto. Y mientras ese acuerdo se construya a un ritmo razonable, que es lo que está pasando ahora, podrán hacer todo el ruido que quieran, aquí nos mantendremos optimistas. Los ingenuos son los que no ven las oportunidades en sus narices”.
Otro hecho que me da muy buen pálpito es que el apoyo dado por los gobiernos de izquierda más importantes de la región al proceso de paz en La Habana se ha traducido en una invitación a que las Farc abandonen la lucha armada y entren a la política. Rafael Correa, presidente del Ecuador, ha dicho que este es el momento oportuno para que las Farc depongan las armas y que si “alguna vez las Farc quisieron lograr justicia social por medio de la lucha armada en Colombia, pues ese objetivo se perdió”. El propio Chávez en una de sus últimas declaraciones, el 5 de octubre de 2012, afirmó que su aspiración era “ver a las Farc sumándose a un proceso político sin armas” y el presidente de Bolivia, Evo Morales, dijo algo similar en diciembre del año pasado al indicar que las Farc “tienen que cambiar las balas por votos”.
Una cosa es que los que no creemos en la lucha armada le digamos a las Farc que es hora de abandonar las armas y otra muy distinta es que se lo digan los presidentes de izquierda que ellos admiran y que sin embargo han llegado al poder por las urnas.
Solo dos cosas pueden frenar la paz en La Habana. Y las dos no tienen que ver con lo que pase en la isla sino con lo que ocurre en Colombia. Una es el proceso electoral, como bien lo advirtió Enrique Santos Calderón cuando afirmó que el presidente tendría que reelegirse porque de lo contrario no habría garantías para que el proceso pudiera concluir felizmente. La otra, es que se firme la paz pero que el acuerdo no termine contando con el apoyo de los colombianos, como sucedió en Guatemala. Ese país se demoró tres años entre la firma del acuerdo y el referendo constitucional que se hizo con el propósito de que el pueblo ratificara el acuerdo de paz firmado. ¿Y saben qué pasó? Que solamente votó el 17 por ciento de la población y el referendo no pasó el umbral.
Para conjurar esos peligros al presidente Santos le va a tocar decidirse si se echa al hombro el proceso y lo defiende de cara a las elecciones o si lo mantiene escondido dándole el trato de proceso vergonzante como hasta ahora lo ha hecho. En La Habana, más que los actos de la guerra que se asumen como parte del marco de la negociación que se pactó, lo que más afecta son los bandazos sin explicación del presidente cada vez que se publica una encuesta adversa. Un día sale y dice que si el proceso de paz no avanza se levanta de la mesa y al otro le dice al periódico francés Le Figaro lo contrario. Por un lado le exige a las Farc que le den la cara a las víctimas, pero por el otro permite que el Estado desconozca a los desaparecidos del Palacio de Justicia.
En este ir y venir se le ha olvidado recordarle a los colombianos las inmensas ventajas que se derivan de si se firma la paz en La Habana. Una Colombia con las Farc haciendo política le conviene a todos los colombianos, incluidos sus enemigos políticos. Y los más contentos si se firma la paz van a ser los grandes empresarios. Eso me lo recordó el propio Iván Márquez cuando me dijo que el país “había podido llegar al millón de barriles en diciembre, cifra que nunca había alcanzado, porque impusimos la tregua unilateral”. Cierto o mentira, la realidad es que un país sin las Farc poniendo bombas y asesinando a concejales es mejor que uno en constante guerra.
Si alguna certidumbre me dejó esa semana que estuve en La Habana es que lo que allí se está definiendo no es si las Farc van o no a dejar las armas, sino cómo y cuándo. Y en eso todavía no hay ningún acuerdo. Pero hasta en eso soy optimista porque si eso es lo que le falta al proceso, mi percepción es que los gestos que hasta ahora han dado las Farc al admitir que van a darle la cara a la víctimas y que no se levantarán hasta que no haya un acuerdo final de la mesa en La Habana son un muy buen augurio para cualquier posibilidad de acuerdos futuros. Pero además, una guerrilla que fue capaz de seguir adelante con las negociaciones de paz, luego de que Alfonso Cano su jefe máximo fue abatido por el Ejército, no creo que ya se vaya a parar de la mesa ni mucho menos que no esté en La Habana dispuesta a jugársela toda.
Si Santos logra sacar adelante este proceso, le da la dignidad que amerita y consigue que se firme el acuerdo a mediados de este año, hasta yo, que no voté por él, pondría mi voto para que fuera reelecto.