El fútbol despierta toda suerte de pasiones. Pero últimamente en Colombia y, en especial, en Bogotá, parece estar sacando de lo profundo de la sociedad lo más oscuro de sus pasiones.
¿En qué lugar del mundo el cumpleaños de un equipo de fútbol emblemático lleva a que los hinchas secuestren a punta de cuchillo un autobús de transporte público y emprendan un paseo delirante por media ciudad hasta que los interrumpe la Policía?
Si la descripción parece fantástica, Bogotá la hizo realidad el pasado miércoles 18 de junio, durante la celebración del cumpleaños número 68 de Millonarios.
Parte de los hinchas azules que desfilaron por el centro y otras zonas de la capital celebrando el aniversario de su equipo acabó protagonizando escenas de vandalismo y de violencia que tomaron –una vez más– a TransMilenio como blanco. Numerosas vías fueron bloqueadas. Once buses fueron averiados. Hubo desmanes en el portal de Usme y la estación Madelena. La Policía dijo haber recuperado 30 extintores de incendio robados de los terminales.
Y un grupo de fanáticos subió a la fuerza a un bus articulado, amenazó al chofer con cuchillo y emprendió un viaje desde Patio Bonito que solo fue interrumpido en la Estación de La Sabana por una tanqueta policial que puso fin a la ‘fiesta’. La fotografía del articulado rojo, símbolo de modernidad y cultura ciudadana, tomado por los hinchas, que circuló en redes sociales, parecía sacada de una de esas películas del futuro en el que reina el caos y el Estado no existe.
El saldo del día fueron 42 heridos y 250 detenidos. Por fortuna, no hubo muertos. Apresuradamente, con los disturbios ya en pleno curso, las autoridades del Distrito decretaron la ley seca, que cubrió, además, el partido mundialista del día siguiente, entre Colombia y Costa de Marfil.
¿Quizás ese día fue una triste excepción? No parece.
Una semana antes, el sábado 10 de junio, Colombia entera saltó de júbilo cuando la selección le ganó a Grecia 3 – 0 en el primer partido en un Mundial en 16 años. Grupos de amigos y desconocidos se abrazaban y se besaban en la calle. Había harina y espuma como en un día de carnaval. Sombreros, banderas, pitos vuvuzelas y miles de camisetas amarillas, uniformaban a todos por igual. En zonas de Bogotá donde están instaladas las pantallas gigantes para ver los partidos, como el Parque 93, el paisaje era de delirio y felicidad colectivos.
Al otro día, el balance era dramático. Las autoridades de la capital contabilizaron nueve muertos (en un día promedio hay cuatro homicidios en Bogotá) y 110 heridos, 42 de ellos a cuchillo y 15 con arma de fuego. “Celebración del Mundial dejó 3.000 riñas, 9 muertos. Así no es”, tuitió el alcalde Gustavo Petro. “No podemos seguir celebrando goles y enterrando muertos”, declaró Aurelio Iragorri, ministro de Interior.
Un saldo que devuelve a Colombia, brutalmente, al triunfo 5 – 0 de 1993, frente a Argentina. El partido más célebre de la historia del fútbol nacional. Y la celebración más letal: 76 muertos –la mitad de ellos en Bogotá– y 912 heridos. Una página tan memorable para el deporte como negra en la historia de la violencia nacional.
Veinte años después, en materia de celebraciones futboleras, poco parece haber cambiado. Sobre todo cuando juega la selección nacional y sobre todo en Bogotá. Al punto que BBC Mundo, el servicio web en español de la BBC, tituló así un artículo el día del partido Colombia – Costa de Marfil: ‘Por qué las celebraciones en Colombia terminan con muertos’.
Lo que ocurre tiene varias peculiaridades tan preocupantes como importantes a la hora de diseñar políticas públicas para enfrentar estos ramalazos de violencia.
La primera es que lo mismo sucede no solo con celebraciones del fútbol: Navidad, Año Nuevo, día de la madre y otras fechas de fiesta asisten a una disparada de los homicidios.
La segunda es que los estallidos de violencia homicida están ligados al fútbol, no a otros deportes. El triunfo de Nairo Quintana en el Giro de Italia, más ‘hazaña’ que ganar un partido en primera vuelta en el Mundial, no despierta ni de lejos la misma emoción.
Esto está ligado al nivel de involucramiento emocional de los colombianos con el fútbol. Aunque este deporte en todo el mundo despierta un entusiasmo sin igual, Colombia bate récords. Un reciente artículo de The New York Times puso al país en primer lugar en el mundo en afición, por encima de Argentina, España o Italia: apenas a 6 por ciento de la población el fútbol no le interesa. Una encuesta encargada hace poco al Centro Nacional de Consultoría por el Plan Decenal de Fútbol a 2024, con el que el Ministerio de Interior aspira a promover el deporte pacífico, mostró que para 94 por ciento de los colombianos el fútbol es “importante o muy importante”. Un 61 por ciento cree que aleja a los jóvenes “del vicio y la violencia”. Y 96 por ciento ve en la selección un símbolo de integración.
“No hay otro deporte que nos identifique más como Nación y que nos una sin distingos políticos, de raza condición sexual o religión”, concluyen los encuestadores.
Una tercera característica, que tiene pocos paralelos, es que el blanco de la celebración (o la indignación) popular son bienes públicos, como TransMilenio.
Hugo Acero, experto en seguridad ciudadana, cree que Bogotá tiene peculiaridades culturales que en parte explican estas explosiones de violencia. “En Bogotá casi no viven bogotanos; vive la Nación. Hay culturas completamente distintas para celebrar”, dice, explicando que, a diferencia de Barranquilla, donde todo el mundo comparte la tradición de la harina y la espuma, por los carnavales, en Bogotá hay mucha gente que se siente agredida con esas demostraciones. “No es que la ciudad sea violenta, sino que es una amalgama de culturas y de grupos. Y esas manifestaciones de alegría gustan a unos pero no a otros y eso genera conflictos”.
Si a estos ‘choques de culturas’ se añade el ingrediente del alcohol, el resultado puede ser explosivo. Por eso, a primera vista, medidas como la ley seca impuesta por el alcalde Petro a raíz de los desórdenes en el día de Millonarios, pueden parecer la solución. Sin embargo, y aunque puede surtir efecto como se demostró en el partido contra Costa de Marfil, no es una solución duradera.
Después de ese encuentro el furor fue aún mayor, pues la clasificación a la siguiente ronda estaba prácticamente asegurada. Hubo celebración, y harina y espuma. Pero las víctimas y la violencia descendieron dramáticamente. En Bogotá hubo solo una decena de lesionados leves y no se presentaron desórdenes, aunque las autoridades hablan de 300 riñas registradas. Un balance sin duda mejor que los anteriores, aunque en Cali una niña murió por una bala perdida disparada en medio de los festejos.
¿La razón? Probablemente porque de la mezcla de felicidad, celebración y alcohol se retiró este último ingrediente. Aunque la Asociación de Bares de Bogotá calificó la decisión de introducir la ley seca para el día del partido como una “caguanización” de la capital, la medida funcionó. Al menos un primer elemento, así no guste a los dueños de los bares, para contener la violencia en momentos de júbilo futbolero en Bogotá, es quitarle a la felicidad el trago.
Si se hubiera tomado la misma precaución con el partido frente a Grecia y con el cumpleaños de Millonarios, quizá la capital estaría celebrando varios muertos y docenas de heridos menos.
Sin embargo, la ley seca es apenas una medida de choque. Acero cree que, con la diversidad cultural de la capital, se combinan dos problemas: a su juicio, por una parte, desde hace una década, en la ciudad se ha bajado la guardia en la defensa de lo público y, por otra, las violaciones a la norma, desde un homicidio hasta saltar en el techo de un bus de TransMilenio, no se sancionan de manera ejemplar y por tanto la gente percibe que se pueden cometer impunemente.
El padre Alirio López, hablando el año pasado sobre la violencia entre barras, señaló el abandono de programas como Goles en Paz que promueven un fútbol pacífico. “Retomar programas de cultura ciudadana; reconocer la amalgama cultural de Bogotá; promover el respeto a los otros grupos y retomar la autoridad para que haya controles y sanciones que se apliquen” son, a juicio de Hugo Acero, las medidas a mediano y largo plazo para enfrentar las raíces del problema.
Menos reacción de emergencia, más política pública para educación y prevención y respeto a la norma es lo que hace falta. Si no cambia la cultura mediante un esfuerzo sostenido, muchos bogotanos van a seguir muriendo, literalmente, de felicidad por el fútbol.