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Diálogos: ¿congelar o no congelar?

La falta de resultados contundentes y la inminencia de la campaña electoral ponen al proceso de paz con las Farc en una encrucijada. Cuál debe ser el camino.

19 de octubre de 2013
Las delegaciones de las Farc (izquierda) y del gobierno (derecha) en una de sus apariciones conjuntas ante la prensa en La Habana este año. | Foto: A.F.P.

Desde que el presidente Santos les preguntó a los parlamentarios de La U en un desayuno en Palacio sobre qué creían que se debía hacer con la negociación con las Farc, el país político y urbano discute con apasionamiento creciente los difíciles caminos que se bifurcan ante el proceso de La Habana: seguir dialogando, pactar una pausa, o, incluso, romper y seguir la guerra, como quieren algunos. 

Para empezar, la verdad es que transcurrido tan solo un año de unas negociaciones tan complejas, tal discusión tiene mucho de prematura. No pocos expertos en estos temas coinciden en que haber puesto ese plazo para llegar a un acuerdo final era más una expresión de deseo que un cálculo realista y que, aun si se prometió que la negociación sería “de meses y no de años” –y pese a que lleve cuatro meses patinando– a un proceso como este hay que ‘tenerle paciencia’.

Pero también son ciertas otras cosas. Una, que los tiempos de la negociación y los de la política casi nunca coinciden. Dos, que no es lo más afortunado para la salud del proceso la superposición de las conversaciones en Cuba con una campaña electoral tremendamente polarizada y con reelección a bordo. Y tres, algo que se olvida con frecuencia: que la paz todavía tiene reversa, a menos que el propio proceso produzca resultados que lo hagan irreversible, lo cual dista de ocurrir.

En estas condiciones, y en medio de la fuerte tensión entre un santismo a favor del proceso y un uribismo que lo quiere acabar, no es de extrañar que del presidente para abajo muchos estén deshojando la margarita de qué hacer con las conversaciones en el semestre electoral que se avecina.

Lo malo: romper
Salvo el expresidente Álvaro Uribe y sus seguidores, que por razones ideológicas atacan al proceso desde todos los flancos, hasta los colombianos más escépticos creen hoy que la salida negociada debe tener una oportunidad y una buena parte considera que romperlo sería, por ahora, prematuro y equivocado. Pero esto no va a durar para siempre.

Sin resultados visibles, el apoyo público al proceso languidecerá cada día un poco más (como de hecho lo viene haciendo) y, si pasa demasiado tiempo así, puede quedarse sin oxígeno. En situaciones normales, el compás de espera de la opinión pública podría ser más amplio; pero en una campaña como la que se avecina y con los enemigos de la negociación atizando los fuegos de la impaciencia y el escepticismo frente a una guerrilla desprestigiada y provocadora, esos plazos se acortan significativamente. 

En parte por eso, la variante de que el gobierno decida poner fin a las conversaciones no es descabellada ni remota. El propio presidente Juan Manuel Santos ha dicho insistentemente que si estas no arrojan resultados no dudará en ‘bajarse del bus’ de La Habana. Y ahí es donde los tiempos de la política pueden jugar en contra de los de la negociación. 

Habría que preguntarse a qué decisión pueden inducir a Santos las necesidades de la reelección si, por ejemplo, a la altura de febrero próximo, el proceso sigue sin arrojar avances contundentes. Aunque esto luce poco probable, pese al escuálido ritmo al que se ha venido avanzando en Cuba, si las partes no logran exhibir acuerdos convincentes, la consecuencia lógica será reforzar las posiciones electorales de los enemigos del proceso y debilitar las de sus defensores. 

Por simples razones de supervivencia política, a medida que el tiempo pasa sin resultados, aumenta la probabilidad de que el presidente decida poner fin a un proceso de paz que, sin resultados, se convertiría en un lastre para su reelección. 

Romper, además, puede generar daños colaterales. Se ha dicho que una vez tomada la decisión de sentarse a la Mesa, es muy difícil pararse. Pero no solo por razones internas. Una parte sustancial de la arquitectura del proceso con las Farc está montada sobre la recomposición de las relaciones de Colombia con la región. 

Una ruptura unilateral de las conversaciones, sin que medie una cuidadosa preparación y sin que el gobierno demuestre convincentemente que ha agotado antes todas las posibilidades con la guerrilla, podría producir un retroceso en las relaciones no solo con Venezuela y otros gobiernos de la izquierda latinoamericana, sino con naciones, en el continente y fuera de él, que ven lo de La Habana como la mejor posibilidad en décadas de que Colombia entre, por fin, a la plena ‘normalidad’.

Hoy por hoy, dar fin al proceso es el camino menos adecuado. Pero con cada día que pase sin resultados, las demandas político-electorales pueden poner esa opción a la orden del día para un presidente eventualmente en aprietos. Sobre todo teniendo en cuenta que pararse de la Mesa no tendría el costo político que vaticinan algunos. El hecho de que el presidente le haya dado la oportunidad a una salida política con las Farc, sentándose en una Mesa fuera del país, sin despejar territorio y con una agenda concreta de ponerle fin al conflicto es un discurso político que le da mucho margen de maniobra para defenderse de sus críticos.

Lo complejo: la pausa
La otra alternativa que se ha considerado –y que tiene muchos adeptos en orillas diversas– es la de desconectar el proceso en Cuba de las pasiones electorales. Algo que suena muy razonable pero es más fácil decirlo que hacerlo.

Hay toda clase de propuestas. El primero en sugerir la posibilidad de una pausa, a secas y sin especificaciones, fue el presidente en el desayuno con sus parlamentarios. Las Farc se apresuraron a acoger la idea (que les quita presión), con la condición de que se pacte en la Mesa. Se ha sugerido una pausa con un cese unilateral de hostilidades de las Farc. 

Otros, con pausa o sin ella, como Colombianos y Colombianas por la Paz, han propuesto “proteger las conversaciones” con un cese de ‘operaciones ofensivas’ de ambas partes (similar al cese bilateral que quieren las Farc), la promoción de un acuerdo político por la paz y compromisos puntuales en materia de desaparecidos, muertos en cautiverio y minas, entre otros, mientras pasa la campaña electoral. Hasta el general Óscar Naranjo, uno de los negociadores del gobierno, escribió una elíptica columna en El Tiempo, hablando del “poder de la pausa” como generadora de “condiciones para que la deliberación no incremente la polarización”. 

Más allá de si las Farc aceptan un cese unilateral de hostilidades por seis meses o el gobierno se embarca en uno bilateral (negociar sin aflojar la presión militar es un pilar básico del proceso), la idea de la pausa enfrenta serias dificultades prácticas.

En primer lugar, si el proceso no llega a un acuerdo en el punto de participación política que se discute hace más de cuatro meses, acordar una pausa no tiene mucho sentido. Aun si al suspender las conversaciones estas se blindaran frente a los avatares electorales, eso no serviría para protegerlas de su propia falta de resultados. En el estado actual de la negociación, una pausa sería fácilmente explotada por el uribismo como una confesión de fracaso de parte del gobierno.

Por otra parte, someter al proceso de paz a un receso lo dejaría de rehén del proceso electoral que se convertiría, de hecho, en un plebiscito sobre si retomar o no las conversaciones. Y no les falta razón a quienes les preocupan, si los diálogos se suspenden transitoriamente, las dificultades futuras para retomarlos en una situación política volátil (una fuerte bancada del uribismo elegida en marzo para el próximo Congreso sería un poderoso disuasivo para revivir La Habana; para no hablar de otro presidente).

Una complicación más: durante la pausa, ¿siguen las Farc en Cuba o vuelven a Colombia? “Nuestra idea, independientemente de que exista o no una pausa es que siempre, siempre esté un equipo de guerrilleros activamente trabajándole a los asuntos propios de la Mesa”, dijeron las Farc a SEMANA. Pero para el gobierno, dejar a los jefes guerrilleros en Cuba, a menos que haya alguna continuidad del trabajo de negociación, en comisiones u otro esquema, daría munición a la oposición.

Por último, para verdaderamente proteger al proceso durante la campaña electoral, habría que avanzar más allá del segundo punto. En los temas de desarrollo rural y participación política la percepción pública (que puede ser simplista pero cuenta) es que el gobierno hace concesiones a las Farc. Buena parte del país espera ver verdaderas concesiones de las Farc, que vendrán en los puntos de víctimas, dejación de armas o narcotráfico, en los cuales la actitud de los negociadores guerrilleros se ha limitado hasta ahora a oscilar de la negación a parciales aceptaciones de responsabilidad.

Además, la pausa ni siquiera se ha mencionado en la Mesa de La Habana.

Seguir: la otra opción
De todos los caminos, el de seguir la negociación podría ser el menos tortuoso. Al menos hasta lograr que este dé resultados que lo hagan irreversible o que se rompa si no avanza. Esto depende, por supuesto, del gobierno y su capacidad de refrenar sus afanes electorales. Pero, también, de las Farc, que insisten en discutir docenas de propuestas que saben perfectamente que la contraparte considera completamente por fuera de la agenda pactada y que demoran cualquier acuerdo.

Otra razón para seguir conversando es que, al menos hasta fin de año, una interrupción sería de todas maneras prematura. Lo que más necesita el proceso de paz son resultados. A diciembre, quedan unas tres rondas de conversaciones de diez días, con sus pausas. ¿Lograrán avanzar lo suficiente? ¿Entenderá la guerrilla que el uribismo no es un coco, como lo llaman ellos mismos, con el que se les ‘asusta’ para apretar el paso, sino una posibilidad política real, adversaria de la solución negociada, a la que beneficia toda demora del proceso en arrojar resultados?

Por el lado del gobierno, si se prolongan las conversaciones durante la campaña electoral, hay quienes temen que, una vez bajo el fuego de la reelección, el presidente o las Farc tratarían de manipular la paz con fines electorales. Los cierto es que a los dos le conviene la reelección. Algunos pensarán que el gobierno podría eventualmente dar a las Farc algunas ventajas en la Mesa con tal de ganar la votación. Aunque en política todo es imaginable, con una opinión pública tan prevenida con las Farc como la que hay en Colombia, tal variante no luce como la más realista. 

Probablemente, la mejor manera de perder una votación sería hacer un acuerdo que, a ojos del electorado, favorezca a la guerrilla.

Una fórmula que contemplan algunos podría ser una combinación: seguir dialogando hasta la fase más álgida de la campaña, en busca de acuerdos que blinden al proceso de paz, y diseñar luego una suerte de pausa técnica, que deje comisiones de las partes trabajando en silencio mientras el país dirime sus convicciones y sus pasiones en las urnas. Pero incluso esta variante suena especulativa a estas alturas del partido. Habrá que esperar qué es capaz de producir el propio proceso de La Habana.

A favor de la posibilidad de continuar con los diálogos hasta bien entrado 2014 pesa otra consideración: con el proceso activo o suspendido (e, incluso, roto), la paz será de todas maneras una de las líneas divisorias de la campaña electoral. Con toda probabilidad, nada podrá impedir que las Farc continúen pronunciándose a diario sobre todos los temas, incluidos los electorales, salvo que los guerrilleros se devuelvan a Colombia y el proceso se acabe. 

En un país en el que hay elecciones cada dos años, es imposible pensar que una negociación para poner fin a una guerra de medio siglo puede separarse completamente de las campañas electorales. Lo mejor, para la salud del proceso y el futuro de la paz, es aceptarlo.