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Qué se sabe del proceso de paz

Juan Manuel Santos le apuesta su presidencia y su legado a la última oportunidad que tiene Colombia de una solución pacífica a medio siglo de conflicto armado.

1 de septiembre de 2012
Al jefe del Estado Mayor de las Farc, Timoleón Jiménez, le tocó en suerte comandar una negociación que puede llevar a la dejación de armas.

El anuncio, oficialmente confirmado por Juan Manuel Santos, de que el gobierno adelanta conversaciones con las Farc para poner fin a medio siglo de conflicto armado es la noticia más importante en Colombia en una década. Más allá del resultado de esas negociaciones, nada en este país y esta presidencia volverá a ser igual. Para Colombia, que por primera vez en diez años vuelve a ilusionarse con la paz, representa la que es, probablemente, la última oportunidad de solución negociada a un desangre fratricida que lleva 50 años. Y para el presidente es, sin exageración, no solo la apuesta de su presidencia sino de su carrera. De ese calibre es lo que está en juego.

Hace mucho tiempo que el país no esperaba con tal ansiedad y expectativa una alocución presidencial. Está prevista para esta semana la confirmación oficial de lo que ya es público: la firma de un acuerdo entre el gobierno y las Farc –divulgado por RCN Radio, que, junto a Telesur, dio la noticia– para sentarse a negociar el fin del conflicto armado en La Habana, con la participación de Cuba y Noruega como garantes y de Venezuela y Chile como acompañantes, que será instalado en Oslo, a comienzos de octubre. Ante la filtración de la noticia, el lunes 27, el presidente confirmó que se adelantan conversaciones con las Farc. Y prometió anunciar “en los próximos días” los resultados. Por lo que SEMANA ha logrado averiguar, solo falta que Timoleón Jiménez, jefe de Estado Mayor de las Farc, estampe su firma en el documento que sus negociadores acordaron con los del gobierno, para que hable el presidente y, enseguida, lo hagan las Farc. A partir de ese momento, Colombia habrá entrado, por cuarta vez –ojalá, la definitiva– en los últimos 30 años, en un proceso de paz con la guerrilla más importante y más longeva del mundo.
 
Un vuelco

Aunque precedido por unos días de insistentes rumores, el anuncio cayó, comprensiblemente, como una bomba. Obviamente da un vuelco a la situación, a la agenda y a las expectativas nacionales y hará que los dos últimos años de este periodo presidencial sean radicalmente distintos de los dos primeros. Una negociación como la que se ve venir es, en todos los sentidos, un game changer, un elemento que da una patada a la mesa y cambia la partida.

Empezando por su efecto inicial: con excepción del expresidente Álvaro Uribe, que tildó la negociación de “albur con el terrorismo” y del procurador y algunos otros que han manifestado “escepticismo”, la inmensa mayoría de un país incrédulo ante toda posibilidad de solución a la guerra que lleva 50 años desangrándolo e incrédulo frente una guerrilla con la que se ha intentado en vano negociar en el pasado, recibió la noticia con optimismo y esperanza. El ambiente, muy adverso durante años a oír siquiera la palabra paz, es otro.

Aún más contundente fue la reacción internacional: de la ONU a la OEA y de Rafael Correa al Departamento de Estado, todos saludaron el anuncio como la noticia más positiva proveniente de Colombia en mucho tiempo. La popularidad del presidente Santos, que venía cayendo, repuntó. Revivieron las comisiones de paz del Congreso y muchos, de los indígenas a la ONU a la Marcha Patriótica, están ‘pidiendo pista’. Hasta el ELN apareció con una entrevista de su comandante Gabino en la que propuso sumarse al proceso, a lo que Santos abrió la puerta en su alocución.

Hay cautela y prevenciones. El fantasma del Caguán aún debe ser exorcizado de la conciencia colectiva. La desconfianza de los sectores urbanos frente a las Farc es inmensa. Pero el hielo se rompió: una amplia mayoría de los colombianos, en la élite, la política, y la calle, mira con buenos ojos esta negociación incipiente (un elemento decisivo, pues adelantarla con una opinión pública adversa sería imposible). Y hay razones, de fondo y de coyuntura para creer que el optimismo, en esta ocasión, tiene fundamento.
 
Optimismo

Para empezar, pese a que llegar a un acuerdo definitivo es un camino plagado de riesgos y a que la historia de las negociaciones con las Farc es una sucesión de intentos fracasados, la necesidad de invertir en la búsqueda de una solución política es casi un lugar común. Por razones militares, pues casi todo el mundo reconoce la inviabilidad de una derrota militar final de la guerrilla. Por puro pragmatismo económico: no solo la violencia le cuesta a Colombia entre uno y dos puntos del PIB, sino que el fin del conflicto con las Farc y el Eln podría ahorrar otro tanto en gasto militar (entre 3.500 y 7.000 millones de dólares al año). Y por motivos obvios: Colombia es el último país de este lado del mundo que aún carga con el lastre de una guerra cuyas principales víctimas han sido cientos de miles de civiles.

Aunque no sea la paz perfecta, y aún haya que lidiar con el narcotráfico, las bandas criminales, niveles de violencia anormales, pobreza y corrupción extremas o justicia disfuncional, una vez libre del conflicto armado las posibilidades del país para enfrentar estos y otros problemas serían cualitativamente distintas.

Lo más importante es que esta negociación tiene lugar en condiciones inéditas, muy distintas a las anteriores, que se reflejan en la agenda acordada (ver artículos).
No deja de ser paradójica la visceral oposición del expresidente Álvaro Uribe. Si el gobierno Santos puede hoy suscribir con las Farc un acuerdo que, por primera vez en la historia de esta guerrilla, habla de “dejación de armas” y “reincorporación a la vida civil” es porque lo precedieron ocho años en los que los herederos de Tirofijo sufrieron una derrota militar estratégica a manos de quien hoy critica que se negocie con ellas (y otros cuatro años en los que, pese a la improvisación del Caguán, Andrés Pastrana abrió la puerta para su derrota política, al socavar el respaldo nacional e internacional que tenían).

Hoy no se negocia con las mismas Farc que en La Uribe (1986-1990) o el Caguán (1998-2002). Sería un grave error tratarlas como un enemigo derrotado al que se exige la rendición. Pero no son ni de lejos el contrincante que llega a la mesa sintiéndose de igual a igual con el Estado, como en otros tiempos. Tan clara parece su decisión de negociar que las conversaciones, que empezaron con Alfonso Cano, no se rompieron definitivamente después de que este murió en una acción del Ejército y, luego de un tiempo, se reanudaron hasta llegar al acuerdo anunciado la semana pasada.

No solo la ecuación militar es otra, favorable al Estado. Tras esta negociación hay una cuidadosa estrategia, liderada por Sergio Jaramillo, el asesor de seguridad del Presidente. Una agenda acordada previamente, acotada a temas limitados y con el fin explícito de poner fin al conflicto armado; conversaciones en el exterior, sin despeje ni concesiones territoriales, que consiguieron mantenerse en secreto por varios meses y negociaciones que tendrán igual carácer; una fase solo de negociación a la que seguirá la implementación de todo lo acordado; un puñado de facilitadores internacionales escogidos por las partes; blindaje frente al ruido mediático son, entre otros elementos, una muestra de que se está ante un proceso cuidadosamente sopesado por sus diseñadores. Quienes hablan de “intromisión” de Venezuela o Cuba deberían considerar también los favores que puede hacer al éxito de la negociación la influencia de esos gobiernos sobre las Farc (y eventualmente el Eln), en particular el de Hugo Chávez.
 
Apuesta colosal

Ahora bien, pese a que, como habría dicho en privado el presidente, todos los planetas parecen alineados, lo que está en juego es muy grande. Lo es para las Farc, que deberán considerar, por primera vez en medio siglo, su desmovilización y negociar, en condiciones de debilidad militar y fracaso de su estrategia, su renuncia a la lucha armada y su ingreso a la vida civil, manteniendo la cohesión en sus filas. Y lo es, ante todo, para el gobierno y para el país. El legado de Juan Manuel Santos y el futuro del país quedan desde ahora ligados a lo que suceda en La Habana.

El gobierno aspira a una negociación en Cuba relativamente rápida, de unos seis u ocho meses (pero, ¿cuánto tomará solamente tramitar en un Congreso en el que bulle la rebeldía la ley estatutaria que debe regular el Marco Jurídico para la Paz?). Los ritmos de las Farc son notoriamente más lentos. No es menor el riesgo de que se ‘electoralice’ el proceso, con la campaña para los comicios presidenciales y legislativos de 2014 a un año en el horizonte. Existe la posibilidad de coletazos de extrema derecha o procesos de reparamilitarización alentados por desmovilizados de las autodefensas, descontentos por la lentitud evidente de la reforma a la Ley de Justicia y Paz, que sigue atascada en el legislativo, frente a la aprobación express del Marco Jurídico para la Paz, claramente diseñado para las guerrillas.

La negociación no será un camino de rosas. Quienes conocen a las Farc están convencidos de que el modelo de ‘casa, carro y beca’ de otros procesos no servirá con un grupo preocupado por no terminar en la cárcel, aquí o en Estados Unidos, y por garantías para entrar en la política. Si las Farc deben dar muestras claras de que no van a convertir a la Marcha Patriótica, su eventual aeropuerto de aterrizaje en la legalidad, en brazo político de un movimiento que siga armado, el Estado tiene el reto de garantizar que sectores radicales opuestos a toda negociación no tomen como blanco a sus integrantes. Una y otra cosa serían la reedición de la trágica experiencia de la Unión Patriótica. Aun con los mecanismos de justicia transicional contemplados en el Marco Jurídico para la Paz, la discusión del tratamiento de guerrilleros incursos en delitos de lesa humanidad (o de narcotráfico, para algunos) está polarizada antes de empezar. Lograr el delicado balance de justicia, verdad y reparación, que respete e incluya a las víctimas y a la vez permita la participación política de los exguerrilleros, será tarea de orfebre.

Las dudas que deben absolver las partes en La Habana son múltiples y preocupan a todas las vertientes del espectro político. ¿Intentarán las Farc usar el proceso para oxigenarse y librarse de la presión militar? ¿Caerá el Estado en la tentación de una “paz barata”, como la llama un experto consultado por SEMANA? ¿Podrá impedirse que movimientos como la Marcha Patriótica sean blanco de la guerra sucia? ¿Cuáles sapos está dispuesta a tragar una sociedad polarizada y herida, y cuáles no, como precio para poner fin a la confrontación armada? Y esta lista no es exhaustiva.

Por último, el papel de los militares y su apoyo al proceso será clave. El presidente anunció que no se aflojará la presión militar y fuentes consultadas por SEMANA insistieron en que la nueva estrategia, de atacar las retaguardias históricas de las Farc, se mantendrá. Los militares, que han sido mantenidos al tanto de lo que se ha venido discutiendo, manifiestan su respaldo al proceso. Un momento muy sensible de la negociación será, con toda probabilidad, el de las condiciones y la oportunidad para acordar un cese de hostilidades, que preocupa tanto a los uniformados, para impedir que la guerrilla lo aproveche para reponerse de la ofensiva oficial, como interesa a las víctimas, para que cesen los atropellos en su contra.

Empieza, pues, un proceso que cambia completamente la agenda de lo que queda del primer periodo de Juan Manuel Santos y los próximos años de la vida nacional. Por primera vez desde la desmovilización de grupos como el M-19 y el Epl, la negociación parece tener posibilidades ciertas de éxito y debe contar con el más amplio apoyo. A la vez, se trata de un camino lleno de riesgos y obstáculos (en el cual, de paso sea dicho, la responsabilidad de los medios de comunicación será muy grande). Como dicen los jugadores, la suerte está echada. El presidente ha decidido sacar la llave de la paz de su bolsillo y la apuesta es colosal.