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El lamentable espectáculo de los expresidentes
Mientras el país clama por reconciliación, sus dirigentes más destacados permanecen enfrascados en broncas vergonzosas.
La semana pasada, Colombia presenció el espectáculo de tres de sus expresidentes dándose palo entre ellos en un tono del que no se tenía memoria. “Está como loco de atar y se ha convertido en mitómano”, le dijo el expresidente César Gaviria a su par Andrés Pastrana luego de que en el lanzamiento de su libro de memorias Pastrana lo calificara como “eslabón perdido del proceso 8.000”.
En vez de ocupar su merecido lugar de ‘sabios de la tribu’, Pastrana, Gaviria y Samper se dedicaron a sacarse los trapos al sol ante el asombro nacional. La beligerancia y el tono de las peleas de la clase dirigente no se limitan a los expresidentes sino a toda la política: el presidente, los ministros, el Congreso, la oposición, los organismos de control y el Distrito Capital. ¿Son estas peleas un signo de vitalidad de un sistema democrático diverso o una preocupante muestra de intolerancia? ¿Una política del insulto y el ataque personal es compatible con una sociedad que busca la paz y la reconciliación?
No pasa una semana en la que los medios de comunicación no registren un enfrentamiento entre dignatarios en que la palabra esté engatillada. El otro expresidente, Álvaro Uribe, ha alimentado una confrontación sin tregua a su sucesor. Colombia tiene la distinción de ser el único país del mundo donde el jefe del Estado y el jefe de la oposición son del mismo partido.
La lista de agravios entre ambos líderes es larga. “Uribe le ha hecho mucho daño al país”, ha dicho Santos. “Canalla”, “mentiroso”, “rufián de esquina”, “ave de mal agüero”, “traidor” y “mezquino” se cuentan dentro de los múltiples insultos que se han lanzado mutuamente en los últimos tres años. Trinos de la red social Twitter, cual cañonazos, se disparan desde las dos cuentas oficiales, cada una con más de 2 millones de seguidores, y mantienen una ciberdisputa de 24 horas diarias y siete días a la semana.
Pero no se necesita el carné del club de expresidentes para protagonizar enfrentamientos que minen la legitimidad de las instituciones del Estado. Las cabezas de la Fiscalía General de la Nación y la Contraloría General de la República se han enfrascado en un pulso a muerte que ya entró al plano personal.
A las acusaciones de Morelli, Montealegre ha contrapunteado diciendo que sus mentiras son “del tamaño de una catedral”. “La contralora general de la República es una de las guardianas de la ética pública y si la contralora fabrica tamaña mentira(...) con el fiscal general de la Nación, qué podrán pensar los colombianos que no tienen ningún tipo de investidura, el ciudadano común, para defenderse de una mentira de esta magnitud”. La bronca entre esos dos funcionarios ha sido tan aguda y corrosiva que se ha llegado a decir que el que pierda debería renunciar.
Otro alto funcionario, cercano a las fuertes polémicas, es el procurador Alejandro Ordóñez. Aunque está hoy día enfrentado contra varios sectores sociales por sus posturas conservadoras, mantiene una espada de Damocles sobre dos de los funcionarios electos más importantes del país. Se trata del alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, por el tema de las basuras, y del presidente Juan Manuel Santos por la Ley de garantías.
El Ministerio Público investiga actualmente a Petro por tres cargos relacionados con el nuevo esquema del servicio de aseo de la capital. Para el alcalde, Ordóñez es “reconocido por su intolerancia, basada en sus convicciones religiosas extremas”. El mandatario capitalino, quien podría ser destituido por la Procuraduría, ha dicho que el pliego de cargos que enfrenta “solo tiene un objetivo, que no es investigar la verdad sino destituir”. Ordóñez ha desestimado las críticas de Petro con un lenguaje displicente: “Se la fumó verde”.
Tal vez la novedad de la semana es que el presidente dio muestras de que le tiene menos miedo al procurador que los otros funcionarios, pues es de los únicos que no puede destituir. A pesar de las advertencias de la Procuraduría sobre la asistencia del presidente Santos a reuniones políticas, el mandatario fue al lanzamiento de las listas del Partido de la U y ha confirmado su presencia en la convención de los liberales del fin de semana en Cartagena.
Otro cuadrilátero tiene como contendores al ministro de Agricultura, Rubén Darío Lizarralde, y al senador opositor Jorge Robledo. Aunque en el trasfondo está un tema tan vital para el país y la paz como la política agraria, los ataques mutuos también han llegado al plano personal. Lizarralde reveló a los medios unos audios del jefe de la oposición en el Congreso y dijo: “Si bien es válido hacer oposición, lo que no se puede es manipular a la opinión, para hacerse ver como un adalid de la Justicia”. Robledo denunció que las grabaciones eran ilegales: “Esto es un falso positivo de un ministro desesperado. Sería muy grave que me hubieran instalado micrófonos en una oficina del Congreso”.
Estas son solo unas pequeñas muestras de los constantes ‘cueros al sol’ que miembros de la más alta dirigencia nacional se sacan mutuamente por estos días. Habrá algunos que piensan que esos enfrentamientos son una señal de una democracia en movimiento, y que ayudan a la transparencia y a los contrapesos, especialmente cuando los protagonistas son jefes opositores y organismos de control. No obstante, son varias las señales que identificarían estos choques más como símbolos de maniqueísmo y polarización.
En primer lugar, la beligerancia de los ataques, y en muchos casos su grado personal, evita que los debates se centren en las diferencias de fondo. En los más variados temas desde el futuro agroindustrial hasta los diálogos de paz pasando por el papel de los empresarios en la sociedad, un discurso maniqueo y estigmatizante se viene tomando el debate público en Colombia.
Y en segundo lugar, está el tono. Aunque parezca un asunto de forma y cosmética, la agresividad que inunda la esfera pública refuerza la pérdida de legitimidad que las instituciones públicas y privadas están sufriendo en Colombia. En años recientes crece el bloque de colombianos que desconfía del sistema político, de la Justicia, del gobierno, del sector privado y hasta de los medios.
Las diferencias ideológicas son, al fin de cuentas, la base de la democracia y el trámite pacífico de las mismas incluye excesos verbales y rabias contenidas. Pero el problema no está en tener esas diferencias –todo lo contrario–, sino en cómo se logran resolver.
Qué pobre espectáculo le están dando estos líderes, principalmente a todos aquellos que han sufrido la guerra y la violencia a lo largo y ancho del territorio y que hoy buscan una reconciliación. La clase dirigente es la primera que debe dar ejemplo sobre cómo se da el debate en una democracia. Porque lo grave en Colombia no es que llegue el ‘coco’ de la Corte Penal Internacional, o que nos vayamos a la guerra con Nicaragua.