ANÁLISIS
Proceso de paz: el momento de las decisiones
¿Qué significa la afirmación de que “el proceso está llegando a su fin”, de Humberto de la Calle?
La lista de noticias, más o menos inéditas, es larga. El presidente Santos, por Twitter, responde preguntas de los ciudadanos. El jefe del equipo negociador del gobierno, Humberto de la Calle, concede su primera entrevista desde cuando empezó el proceso de paz con un mensaje mixto: garrote (ultimátum) y zanahoria (que siga el proceso y se adelanten concesiones en materia de cese al fuego bilateral y participación en política de las FARC). La guerrilla también se va por la línea del discurso en dos carriles: garrote (rechazamos ultimátum) y zanahoria (queremos la paz en este gobierno). Hay más: los países garantes, normalmente muy discretos y callados, piden desescalamiento y cese al fuego. El expresidente Uribe insiste en la concentración de las FARC, con armas, con verificación y sin que sean atacados por el Ejército.
Algunos de estos hechos tienen antecedentes y no son totalmente nuevos, pero su coincidencia en el mismo momento compone un panorama distinto. Una coyuntura por la que, hasta ahora, no habían pasado los diálogos de La Habana. Un cuadro que tiene que ver con la afirmación más comentada de la entrevista de De la Calle con Juan Gossaín: “El proceso se puede acabar, por bien o por mal”.
¿Llegó la hora de las definiciones? Hay elementos para afirmar que sí. El tiempo se está agotando, aunque no necesariamente por el incomprobable argumento de que “se agota la paciencia” de alguien (“¿acaso no se acabó hace años la paciencia con una guerra que aún continúa?, se preguntaba el senador Iván Cepeda en el programa 'Semana en Vivo'). Pero la prolongación de las conversaciones produce efectos que las debilitan con el paso de las semanas y de los meses, y que les quitan eficacia.
Entre otros: los equipos negociadores en ambos lados se desgastan, se agotan, hasta se pelean; los riesgos de una proliferación de hechos de guerra se aumentan; las reglas de juego pactadas se empiezan a flexibilizar y se vuelven inútiles; los discursos en ambos lados se vuelven repetitivos y no emocionan; las elecciones de octubre en Colombia y las presidenciales de Estados Unidos en el 2016 amenazan con politizar el proceso, de mala manera.
Todo esto está ocurriendo, en alguna forma u otra. Cómo será el desgaste, que ahora De la Calle le habla a Iván Márquez a través de entrevistas con Gossaín, y no en la mesa.
Hay otra razón por la que la instancia de La Habana está llegando a su punto crucial. Los puntos pendientes son los que verdaderamente tienen que ver con la finalización del conflicto. Los más difíciles. Vale decir, con las condiciones que acepten el Gobierno y las FARC para los guerrilleros que dejen la lucha armada. Definiciones en materia de justicia transicional (verdad, justicia, reparación y no repetición), de participación en política, y del tipo de dejación de las armas. Son los puntos fundamentales: los acuerdos sobre desarrollo agrario y narcotráfico, ya acordados, también lo son, pero no dicen mayor cosa sobre cómo vivirán los miembros de las FARC el día en que dejen de ser guerrilleros. No son la negociación sobre el poder, que es la que al final del día importa más.
Y hay un tercer motivo que alimenta la hipótesis de que llegó el momento de las definiciones: la crisis desatada por el asesinato de 11 soldados en Cauca por parte de las FARC y el retorno a la estrategia de bombardeos que, en respuesta, adoptó el Gobierno. Estos hechos dramáticos cambiaron el panorama: del desescalamiento al incremento de acciones armadas; de gestos de buena voluntad a la exacerbación de la desconfianza; de la esperanza a la frustración.
En cuestión de horas se bloquearon dos caminos: el de regresar, digamos, a la situación incierta de finales del año pasado -avances en la mesa, actos incipientes de paz, opinión pública dividida pero expentante- o a la más positiva, que existía antes de la muerte de los soldados en Cauca -cese unilateral de las FARC, disminución significativa de la violencia, mejoría en el ambiente político-. Cerradas esas dos vías, el proceso quedó abocado a reinventarse y, sobre todo, a decidirse.
Puede ser cierto el lugar común según el cual las crisis generan oportunidades y que más pronto que tarde sabremos si se acabó el proceso o si tuvo éxito. Si eso es verdad, que el escenario de ruptura parezca más real que antes podría llevar a los dos equipos negociadores a tomar decisiones que hasta ahora no habían podido asumir. El cese al fuego bilateral, después de agotarse el unilateral de las FARC, quedó de primero en la agenda. ¿Es más viable ahora que antes? ¿Logró el consenso que no había tenido, en la mesa e incluso fuera de ella?
No sobra recordar algunos de los elementos que hicieron posible el esperanzador inicio del proceso, hace tres años. Como por ejemplo la idea -en ambos lados de la mesa- de que la guerra se estaba agotando y de que los espacios que se han abierto para el pluralismo en América demuestran que no se “necesita” la lucha armada para luchar por el cambio. Tampoco es malo recordar que las FARC habían sufrido sus peores golpes militares (Reyes, y Cano después, y muchos otros más). Es decir, que esa guerrilla tiene más que ganar en la política que en la confrontación bélica. Dicen que Hugo Chávez les habló de esto.
La declaración de Humberto de la Calle –“el proceso está llegando a su fin, por bien o por mal”- deja la sensación de que el futuro, casi en igualdad de posibilidades, puede ser de paz o de guerra. Ojalá los negociadores tengan muy en cuenta que una y otra son realidades totalmente diferentes. Opuestas. Que las próximas décadas irán en una dirección, o en otra opuesta, según la definición de este momento. Y que si la paz es posible no se debería dejar ir. Porque la realidad no solamente la conforma la coyuntura difícil, incierta y ambivalente. También forman parte de ella los elementos estructurales, favorables para la negociación, que llevaron a las dos partes a comenzar los diálogos.