TECNICAS DE DUELO

Por cuenta de un homicidio en el cual alega defensa personal, el representante Rafael Serrano Prada puede terminar cambiando su curul por una celda.

6 de marzo de 1995

"NO HUBIERA QUERIDo matarlo. Fue un episodio que nunca busqué, pero tengo la conciencia tranquila", fueron las palabras del presidente de la Comisión de Paz de la Cámara de Representantes, Rafael Serrano Prada, tras haber disparado contra Humberto Díaz Gómez, ex personero de Zapatoca, el 30 de enero. Minutos después del disparo Díaz llegaba sin vida a la clínica Metropolitana de Bucaramanga y el congresista se presentaba voluntariamente ante la Sijin para ponerse a disposición de la justicia.
La historia de la enemistad entre Díaz y Serrano databa de años atrás, desde cuando en su condición de presidente del Concejo de Zapatoca el congresista había conseguido el dinero para la construcción de la carretera que une a a esa localidad con Bucaramanga. Díaz aspiraba a obtener el contrato para la construcción de la carretera, pero el Concejo decidió contratar a una tercera firma. Según el parlamentario, ese fue el comienzo de una larga enemistad que siempre estuvo marcada por los insultos y las amenazas de muerte.
Aunque toda Bucaramanga sabía de la enemistad entre Serrano y Díaz, nadie sospechó que las cosas llegaran tan lejos. El lunes, en horas de la mañana, cuando el representante salía del banco situado en pleno centro de la ciudad, se encontró con Díaz, quien caminaba por la zona. Los insultos y las agresiones verbales llamaron la atención de los presentes, quienes se arremolinaron en torno de los dos hombres. Luego de una acalorada díscusión, durante la cual Serrano repetía una y otra vez "no me haga hacer algo que no quiero", la multitud vio cómo Díaz caía al suelo, con una herida de bala calibre 32 en la frente.
Tan pronto el congresista llegó a ponerse a órdenes de las autoridades, alegó que había sido atacado por Díaz con un arma cortante y que había disparado en defensa propia. Así lo reiteró en su declaración ante la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia, la cual, por cuenta del fuero especial del cual gozan los congresistas, es la encargada de resolver la situación jurídica de Serrano.
Pero todo parece indicar que el episodio no fue tan claro como lo relató el parlamentario. Las declaraciones de los testigos y Serrano son contradictorias. El arma cortante con la cual supuestamente Díaz habría amenazado al congresista no apareció por parte alguna. Ninguno de los presentes vio la navaja o el cuchillo al cual se refería Serrano, y todo lo que le encontraron al ex personero de Zapatoca fue un inofensivo cortauñas con una navajita. Por esta razón es probable que el argumento de la defensa personal sea descartado por la Sala Penal de la Corte Suprema, o que por lo menos la pena que reciba el congresista sea bastante severa, debido a la desproporción de la respuesta frente a la agresión. Otro elemento que puede complicar el alegato de la legítima defensa es el hecho de que Díaz, lejos de tener una apariencia imponente, tenía 73 años y aun si se tratara del más vigoroso de los septuagenarios, difícilmente habría podido hacerle daño a Serrano, un hombre robusto de 47 años.
Aun en un país acostumbrado a las ironías como lo es Colombia, resulta por lo menos sorprendente que el presidente de la Comisión de Paz de la Cámara de Representantes ande armado. Peor aún, que el salvoconducto del arma que porta no esté al día, y, aún más, que el congresista encargado de liderar la búsqueda de la convivencia y el diálogo en la Cámara baja, y de quien se supone debería ser un abanderado de la paz, dispare contra sus enemigos. Por todas estas razones, incluso si jurídicamente a Rafael Serrano no le fuera tan mal y la Corte Suprema no le diera una condena tan larga, lo cierto es que su carrera política de más de 10 años está acabada, pues aunque Colombia ya se ha curado de espantos y se ha acostumbrado a que sus congresistas pierdan la investidura por corrupción y por estirar al máximo la ley, es muy distinto que un parlamentario se enriquezca por cuenta del Estado a que le cause la muerte a uno de sus semejantes.