“Gano el 70 por ciento de lo que ganan los hombres haciendo el doble de trabajo”, dice Patricia Dávila*. Ella sabe de lo que habla, pues investiga temas de género y está segura de que ha sido víctima de un típico caso de discriminación. Dávila enseña en una prestigiosa universidad de Bogotá. En su hoja de vida sobresalen una maestría y un doctorado, y a sus 33 años está próxima a comenzar un posdoctorado en Europa. Cualquiera creería que su éxito está garantizado.
Pero la discriminación le ha truncado el camino. Ella cuenta que en la universidad las mujeres tienen más tareas que los hombres, pues a ellos no les agradan las “labores femeninas” como recibir a los estudiantes o solucionar asuntos administrativos. Dávila se siente maltratada. No solo por estas diferencias, sino también porque aunque acaba de ganarse un concurso para ser profesora asociada no podrá serlo. Su jefe dice que no cumple cierto requisito, pero a ella le cuesta creerle pues un colega con sus mismas credenciales recibió el trabajo. Cuando se quejó, le dijeron: “Es que él sí negoció bien”.
Injusticia. Esa es la palabra para describir la bochornosa situación laboral de muchas colombianas. El caso de Patricia es solo uno de cientos de miles y es, tristemente, uno de los más inofensivos. En el trabajo a las mujeres las subestiman, las acosan, las abusan y las excluyen por ser madres hasta que tiran la toalla. Así, y a pesar de los avances que el país ha vivido, la vida laboral sigue siendo hoy una enorme piedra en el zapato en el camino hacia una nación más equitativa.
SEMANA habló con víctimas y consultó a expertos para entender esta particular y paradójica situación. Colombia es una de las naciones en vías de desarrollo donde las mujeres tienen un amplio acceso a la educación. Según el Observatorio Laboral para la Educación, las jóvenes asisten más que los hombres a los centros educativos, acumulan más años de formación y desertan menos. Según la Universidad de los Andes, el acceso a la educación superior les ha permitido participar masivamente en el mercado laboral. Al cabo de las últimas décadas han superado el nivel educativo de los hombres.
Y sin embargo, en Colombia los prejuicios les hacen difícil salir adelante. Según la Encuesta Longitudinal Colombiana, los hombres ganan un 25 por ciento más que ellas. Entre 1984 y 2010, el desempleo femenino superó en 5 puntos porcentuales al masculino. Principalmente las mujeres trabajan en la informalidad: sin alguien que las reconozca, sin cotizaciones en salud y pensiones, sin una ley que las proteja y con obstáculos que un hombre nunca imaginaría. Son las condiciones perfectas para injusticias y agresiones: desde la mera discriminación hasta el abuso sexual.
“Solo insinuaciones, pero devastadoras”
Sara Torres* fue asistente del director de una empresa medioambiental, y no olvida la noche de 2012 en que su jefe dio por sentado que ella debía servir de objeto sexual de unos colaboradores extranjeros. “Aunque solo hizo insinuaciones, para mí fue devastador”, dice.
Ese día, su jefe le dijo que fuera a un restaurante en el norte de Bogotá. “Era un lugar exclusivo, tuve que ir bien vestida”, cuenta. “Durante la comida, me decían: ‘Eres muy bonita, estamos buscando esposa colombiana’”.
Las cosas empeoraron cuando su jefe le dijo que se montara en un taxi con los extranjeros y los acompañara hasta el hotel. Lo hizo a regañadientes, pero cuando llegaron a la entrada rehusó bajarse del vehículo. Al día siguiente, su jefe le dijo que debió haberlos seguido y, días después, le pidió insistentemente que recogiera un computador en su casa con la excusa de que solo podía trabajar en ese equipo. Temiendo otro intento de abuso, ella no fue y perdió su trabajo.
Estos casos son pan de cada día en Colombia. Y pocas mujeres se arman de valentía para negarse ante sus jefes o colegas y para denunciarlos cuando han sido discriminadas o acosadas. Los abusos abundan no solo en sectores donde trabajan mujeres con una baja educación y con necesidades materiales, sino también en lugares donde pululan los títulos universitarios. El caso de Sara demuestra que un alto grado académico no es sinónimo de mejores condiciones laborales.
Según la Universidad de los Andes, el mercado laboral es uno de los principales obstáculos para la movilidad social de las mujeres. Ahí se abre una brecha por la que se desploman los sueños individuales y las promesas del Estado, el sector privado y la familia. Y lo peor: nadie sabe cómo cerrarla. El Estado tiene la voluntad de construir una sociedad igualitaria, y la legislación no es del todo ciega ante la situación. Pero la práctica es desconcertante.
Según Javier Pineda, de la Universidad de los Andes, las “barreras culturales” son definitivas en la relación de las mujeres con el mundo laboral. “La división sexual del trabajo supone que hay labores específicas para hombres y mujeres”, dice. Y esto afecta especialmente a las casadas y a las madres, porque les dificulta tener los afectos de los gerentes ya que no pueden trabajar horas extras y deben pedir permisos para atender a los hijos. Mientras la maternidad debería ser un sinónimo de felicidad, hoy significa incertidumbre en el trabajo.
Acuerdos tácitos
Ana María Manzanares asesoró a una alcaldía local de Bogotá. Llevaba meses trabajando sin contrato. Le habían prometido que formalizarían su situación. Pero quedó embarazada. Y cuando se lo contó a su jefe, este le dijo que debía “revisar las normas”. Al poco tiempo la despidieron. Una tutela que interpuso fue fallada dos veces en su contra, y un juez le dijo que estaba aprovechándose de su embarazo. Su caso llegó hasta la Corte Constitucional, que falló a su favor. Hasta hoy, Ana María no ha recibido una indemnización.
Una parte de la desigualdad se da en el sector informal y el autoempleo. Según Isabel Londoño, de la Fundación Mujeres por Colombia, las barreras del mercado son tres: el acceso, la permanencia y el ascenso. “En las organizaciones hay estereotipos sobre las mujeres, y hasta las convocatorias tienen un lenguaje masculino”, dice.
Y añade: “No las tienen en cuenta pues en el 90 por ciento de los casos buscan ingenieros, biólogos, etcétera. Incluso hay acuerdos tácitos de no contratar mujeres en la industria siderúrgica y minera y en la construcción porque se cree que una mujer es frágil y no puede trabajar en esos rubros”.
Los obstáculos también surgen en la casa y la adolescencia. Según el Dane, siete de cada diez niñas trabajan en el hogar, lo cual cultiva una mentalidad machista. Desde pequeños los hombres entran al mercado laboral, mientas que las mujeres se dedican al hogar o al aseo. Para Profamilia, una de cada cinco mujeres entre los 15 y 19 años ha estado embarazada. Esto significa una desventaja respecto a los hombres, pues les impide a ellas ingresar a una universidad o conseguir un trabajo.
Pero muchas logran acceder. Al fin y al cabo, la tasa de participación femenina en el mercado laboral colombiano ha aumentado en los últimos 30 años y es una de las más altas de América Latina. El acceso, no obstante, no garantiza que vayan a respetar más a las mujeres.
Isabel Londoño está convencida de que la mayor dificultad para permanecer en un trabajo radica en que las mujeres se cansan de que las maltraten. “De entrada les pagan el 30 por ciento menos que a los hombres… Hay un imaginario según el cual la mujer es menos capaz”, dice. La lógica es perversa: aunque hagan un buen trabajo, los jefes se esfuerzan por no visibilizar su labor, y así explican por qué no las promueven.
* Nombres cambiados por petición de las entrevistadas.