El informe general sobre el conflicto armado que presentó la semana pasada el Centro de Memoria Histórica es un llamado lúcido y desgarrador a la Nación para pasar la página de medio siglo de enfrentamiento fratricida. Y solo tiene, quizá, un precedente comparable, paradójicamente, tan viejo como el actual conflicto armado: los dos tomos de La violencia en Colombia, de 1962, que explicaron otro conflicto: la Violencia.
Solo una vez en estos 50 años se había hecho un llamado tan agudo como el que lanzó el miércoles el informe ¡Basta ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad: en 1962, cuando un párroco del Líbano, Tolima, y dos académicos publicaron una descarnada radiografía de la Violencia bipardista que puso por primera vez al país ante una explicación social y política –no partidista, ni pasional– de los 300.000 muertos entre 1948 y 1953.
El libro se convirtió en un hito académico y generó escándalo, pero no marcó el fin de la violencia. Pese a los relativamente tranquilos años sesenta, el Frente Nacional, el final pactado de la Violencia, ya llevaba consigo la génesis del conflicto actual. Por eso, el informe del Centro de Memoria Histórica pone en 1958 el comienzo para entender lo que ha pasado en este nuevo medio siglo de barbarie colombiana.
Este medio siglo de conflicto ha causado –contra lo que hasta ahora se creía– la muerte de 180.000 civiles y 40.000 combatientes, uno de cada tres muertos entre 1958 y 2012. Casi tantos como la Violencia. Y ha desembocado en un catálogo de crímenes atroces y sistemáticos que añadieron la motosierra al ‘corte de corbata’.
Esos crímenes, en 14 categorías, están registrados en el informe del Centro de Memoria Histórica con las cifras más completas, apoyadas en testimonios espeluznantes recolectados por su predecesor, el Grupo de Memoria Histórica (GMH), creado en 2005, en seis años de trabajo directo con las víctimas, en regiones devastadas por la guerra a cuya suerte el país urbano ha sido, en general, indiferente.
Las víctimas son el centro de este trabajo, que dedica dos capítulos a sus testimonios para mostrar, no solo los daños masivos e irreparables que han sufrido, sino las formas como defendieron su dignidad y resistieron. De esta galería de dolor surge un patrón perturbador: la violencia contra los civiles se usó de manera premeditada y con los rasgos más brutales para lograr el control local, pero los perpetradores dosificaron concientemente la sevicia para reducir su visibilidad a nivel nacional.
“Los asesinatos selectivos, las desapariciones forzadas, los secuestros y las masacres pequeñas son los hechos que han prevalecido en la violencia del conflicto armado”, señala el informe, revelando esta estrategia. “La nuestra es una violencia con mucho impacto en lo local y lo regional, pero con muy poca resonancia en lo nacional. A eso quizás se deban la sensación generalizada de habituación al conflicto y la limitada movilización ciudadana por el fin de la guerra”, dictamina.
Estos son apenas algunos de los provocadores argumentos que presenta ¡Basta ya!. Algunos se han formulado en la literatura sobre el conflicto armado. Pero no son los únicos que ponen a este informe en una categoría aparte.
El libro de Guzmán, Umaña y Fals Borda fue un subproducto de la comisión que nombró la Junta Militar en 1958 para estudiar la Violencia. Desde entonces (con la excepción de Colombia: violencia y democracia de Gonzalo Sánchez, director del actual informe, producto de una comisión promovida por el gobierno en 1987), es la primera vez que un grupo académico produce por mandato legal, como lo ordenó la Ley 1448, y, con autonomía intelectual pero adscrito a un organismo oficial como la Unidad de Víctimas, un informe sobre el conflicto armado.
Este se entregó, en una ceremonia, al presidente. La primera de sus 28 recomendaciones lo llama a que “reconozca la responsabilidad del Estado por las violaciones a los Derechos Humanos vinculadas al conflicto armado interno ante la sociedad” y pida perdón. Santos recibió el informe como “un primer paso —uno muy importante— en la dirección correcta de conocer, entender y reconocer nuestra verdad”. Al día siguiente, reconoció parcialmente la responsabilidad del Estado.
Las primeras 80 páginas trazan un cuadro que debería paralizar el corazón de cualquier colombiano. Uno tras otro, desfilan los crímenes más graves del Derecho Internacional exponiendo cómo Colombia cayó en los peores horrores. Las 25.000 desapariciones forzadas son más del doble que las de las dictaduras del Cono Sur. Los desplazados casi doblan la población de Uruguay. A duras penas Afganistán exhibe tantas víctimas de minas antipersona. Con más de 27.000 secuestros, no hay nación que se compare. Más de 23.000 asesinatos selectivos, casi 2.000 masacres –158 de ellas grandes– al menos 5.000 niños reclutados y casi 900 tomas y destrucciones de pueblos, son otras pinceladas del horror.
Pero las cifras son solo el primer peldaño del infierno. El siguiente es el de las responsabilidades, que se trazan estadísticamente por primera vez, otro de los aportes que van a generar polémica.
Paramilitares y guerrilla reinan en el inventario de la degradación en la que todos los actores armados se ‘especializaron’ en ciertas formas de victimización.
Los primeros, con asesinatos selectivos, masacres, sevicia, desapariciones, violencia sexual y desplazamientos masivos. Las segundas con el secuestro, el reclutamiento de niños, los atentados terroristas, las minas antipersona y los ataques a poblaciones y bienes civiles. Para las Farc en La Habana, el documento es un inventario abrumador de los miles de víctimas que esta guerrilla se resiste a aceptar haber causado.
“Particularmente inquietante”, dice el informe, es la responsabilidad de la fuerza pública. La institución encargada de proteger a los civiles figura con presunta responsabilidad por 158 masacres con 870 víctimas, 2.340 asesinatos selectivos, 57 actos de sevicia y 182 ataques a bienes privados, sin contar la lista colosal de detenciones arbitrarias y torturas en tiempos del Estatuto de Seguridad o la desaparición forzada, que está por investigarse.
El informe increpa al Estado, que volvió la espalda a los dilemas y la violencia del campo, cerró los ojos al paramilitarismo mientras los militares lo promovían y tomó decisiones, o las omitió, que contribuyeron a la confrontación. Dedica a la Justicia un capítulo del cual surge uno de los grandes cómplices de la guerra: la impunidad. Y hasta la sociedad en su conjunto es interpelada: “La sociedad ha sido víctima pero también ha sido partícipe en la confrontación: la anuencia, el silencio, el respaldo y la indiferencia deben ser motivo de reflexión colectiva”.
Colombia es un país que ha estudiado su propia barbarie con pertinaz fruición y los textos sobre el conflicto se cuentan por miles. Por su origen en un mandato legal; por el momento en que se publica, en medio de negociaciones de paz y con las víctimas como protagonistas; y por su combinación testimonial y académica, el informe del Centro de Memoria Histórica pone al país ante la escala sobrecogedora de lo ocurrido y lo convoca a ir más allá de las explicaciones pasionales o justificatorias.
Como su predecesor de 1962, es un llamado elocuente y estremecedor a pasar la página de medio siglo de violencia. En manos del Estado, los actores armados y, sobre todo, de la sociedad que ha producido este desangre tan largo y degradado, está la respuesta.