¿Cómo es ese otro país donde la guerra, el abandono, la pobreza sin esperanza y un régimen de tiranía son la realidad de cada día? Visto desde Bogotá y las ciudades, el Atrato es un trazo sinuoso en un mapa, en medio de una selva remota, que en la escuela enseñan como el río más caudaloso del país. Pero, ¿cómo viven las 400.000 personas de nueve municipios del Chocó y tres de Antioquia para quienes esa línea es la arteria de sus vidas? Pocos colombianos saben las inmensas dosis de valor, de resistencia y de desesperado optimismo que demanda ser colombiano en el Atrato.
La versión oficial es que el río Atrato, después de muchos años de estar a merced de paramilitares y guerrilleros es, nuevamente, navegable. ‘Pangas’ (lanchas) de transporte público con motores de 200 caballos surten regularmente las 14 o 16 horas que toma viajar de Turbo, en el golfo de Urabá, hasta Quibdó. La Armada tiene varios puestos de control y esculca hasta el último plátano en los botes. Ya no se los roban, como hacían las Farc hasta no hace mucho; ni intimidan a sus pasajeros con requisas tremebundas los paramilitares del bloque Élmer Cárdenas del Alemán, que sembraron literalmente el río de cadáveres entre 1996 y 2005, o sus sucesores hasta hace un par de años. En el Atrato, según las muchas personas con las que habló este corresponsal en un recorrido de una semana a fines de marzo, se respira, por fin, algo de tranquilidad.
Sin embargo, esa no es toda la verdad. El río, uno de los más caudalosos del mundo, puede tener hasta 500 metros de ancho y casi 40 de profundidad en algunos tramos, gracias a que el Chocó es uno de los lugares de mayor pluviosidad en el planeta. Más de 150 afluentes contribuyen a ese éxtasis hídrico. Pero la noticia completa es que buena parte de ellos, con sus habitantes y sus riquezas, que van del oro ancestral a la coca recién llegada, están en manos de las Farc. O de otros grupos, como el Eln, en la parte alta del río, y los Urabeños, que están entrando con todo a lo largo de su cauce.
“No es que la guerrilla tenga control, sino que hace presencia”, dice el coronel Giovanny Buitrago, subcomandante departamental de Policía en Quibdó. Docenas de testimonios recolectados a lo largo del río cuentan una historia muy distinta.
El frente 57 de las Farc, en la margen izquierda, y el 34 en el lado antioqueño son una presencia poderosa e invisible, que controla hasta el más mínimo detalle de la vida de la gente en muchos afluentes. En Puente América, a la entrada del Cacarica; en el caño La Balsa, a poca distancia de La Honda; al ingresar al Truandó y al Quiparadó; en Bojayá, en el Neguá, el Arquía, el Bebará y el Bebaramá y hasta en las cabeceras del Atrato y el Andágueda, donde se disputan el control con otros grupos, las Farc imponen ‘reglamentos’ que van contra los de comunidades negras e indígenas.
Hay un minucioso control sobre todo lo que mueve por caños y afluentes del Atrato. Las Farc deciden quién entra y quién sale de las comunidades indígenas y negras que salpican esos ríos en la selva. Todo se extorsiona, desde la madera que bajan los pobladores en balsas de tablones por los caños, hasta cada retroexcavadora y cada ‘dragón’, como se llama a las dragas, de la minería ilegal. “El día de lavado (de oro) les avisan. Se quedan con el 12 por ciento del producido y a la comunidad le toca el 9”, dicen en una región. “Si cortó 100 bloques de madera, le toca dejar 10 o 20 de ‘impuesto’”, cuentan en otra. En zonas como el Neguá se dice que se pagan “15 millones por retro (excavadora)”. La guerrilla tiene motosierras y retros propias, dijeron gentes de varias cuencas.
Por eso, en parte, la minería, que tradicionalmente ha invadido el norte del Chocó, está bajando por el río y ya domina en zonas como el Arquía, el Bebará o el Bebaramá, entre otros. “La minería está deteriorando las familias y cambiando la vocación económica. El daño ambiental es solo la punta del iceberg”, concluye un sacerdote que conoce de primera mano lo que ocurre en esas zonas. La coca se está extendiendo. Los jóvenes dejan el estudio, tentados por ofertas de entre 3 y 5 millones de pesos para cargar al hombro 40 o 50 kilos de cocaína por la selva hasta la frontera con Panamá. La migración ilegal, en particular en la región del Salaquí, es un pingüe negocio y hay testimonios de caravanas de extranjeros que pagan en dólares a guías, comunidades y guerrilleros para poder pasar hacia el norte.
Pero el control no es solo sobre las economías ilegales. En muchos lugares, los celulares solo se pueden cargar en un punto vigilado y la gente solo puede hablar por altavoz y con un testigo. En otros, bingo y dominó solo se pueden jugar a ciertas horas y por tiempo limitado. Los guerrilleros promueven nuevas organizaciones que compiten con consejos comunitarios y organizaciones tradicionales. Obligan a la gente a hacer ciertos oficios o a sembrar productos específicos. Líderes rebeldes son amenazados, expulsados y asesinados. Se hacen torneos de fútbol y fiestas con arengas políticas de asistencia obligatoria para reclutar jóvenes y mantener ‘alineada’ a la población.
En los cascos urbanos hay presencia de miembros de las llamadas ‘bacrim’, los grupos sucesores de los paramilitares y múltiples denuncias de complicidad de las autoridades con ellos. Indígenas y afros de varias comunidades se quejan también de las limitaciones que les impone el Ejército para cazar, pescar o movilizarse, cuando entra a perseguir a la guerrilla. Bombardeos y fumigaciones aéreas mantienen a las población en esas zonas lejanas, que nunca salen en los noticias, en constante zozobra. “Cuando el gobierno ataca la minería ilegal, mandan a las comunidades a protestar. Ponen los consejos comunitarios al frente y les dictan con fusil. Lo más grave es que el Estado no ha entendido y los ve como cómplices de la guerrilla”, dice un líder.
Este es el país donde la guerra no es por televisión sino en vivo y en directo. “Hoy no ejercemos la autonomía que consagra la ley porque la ejerce otro”, sentencia con amargura un líder comunitario que, por obvias razones, pide omitir su nombre.
Y a los avatares del conflicto se suman los de la vida cotidiana.
En la parte alta del Atrato, por Lloró y el Andágueda y río Quito, el fenómeno es la minería, mucha ilegal. Frente al pueblo de Lloró, brasileños en alianza con mineros locales han instalado un ‘dragón’, una draga que día y noche escarba el fondo del río y convierte las orillas en unas montañas de pedregales yermos y charcos pútridos, ávida de castellanos de oro. La comunidad ha protestado. Uno de los dos consejos comunitarios dio su aval para que funcione la draga, cuyos administradores reconocen no contar aún con los permisos necesarios y cuentan que montar un ‘entable’ como ese puede valer 800 o 1.000 millones de pesos y consume, entre otros, 10.000 galones de combustible al mes, y prometen reparar las afectaciones. El otro consejo está en desacuerdo pero no puede hacer nada. Por toda esta vasta región, el negocio atrae a todos los grupos y todos los malandros. “Todos pagan, aunque digan que no”, dice un administrador de un ‘dragón’. Ríos cristalinos son ahora turbios, al punto que la gente recuerda con agrado el paro minero, porque pudieron volver a bañarse en sus charcos preferidos los domingos.
En el bajo Atrato, en el Cacarica, el Salaquí y el Truandó, cuencas de rígido control guerrillero, las comunidades indígenas embera y wounan están viendo impotentes a sus niños morir de diarrea. En Quiparadó y Juinduur, por ejemplo, hasta donde llegó este corresponsal, han muerto algunos niños desde el año pasado. Sacarlos a un médico varias horas por río, es costoso. “La bomba de gasolina vale 67.000 pesos y para venir del Salaquí se gastan cinco”, dice Jorge Luis Papelito, del cabildo embera. Oxfam, una ONG que facilitó el viaje hasta allá, tiene un programa de instalación de tanques y filtros para agua potable para contrarrrestar el fenómeno. Esta es la misma comunidad en la que hace unos años se presentó una inexplicable ola de suicidios. Al otro extremo del río, en el alto Andágueda, a donde los emberas que estaban desplazados en Bogotá protagonizaron un retorno algo surrealista con 17 mesas de billar y varios hornos de panadería, se han reportado 34 muertes de niños por la misma razón.
Para las comunidades negras, la tierra es la gran preocupación. En Riosucio, miembros de la Asociación de Consejos Comunitarios de Bajo Atrato (Ascoba), explican que en Jiguamiandó hay 54.000 hectáreas, muchas en manos de empresarios que las adquirieron de mala fe y pobladas por gente que no pertenece a los consejos. De Curvaradó deben salir 23 empresarios y cerca de 4.000 personas que trabajan con ellos, que no son oriundos de la región y por eso no calificaron en el censo que se hizo hace tres años. Esta es una de las pruebas de fuego de la restitucion de tierras, pendiente de resolución desde hace varios años.
La urbe del Atrato es Quibdó. Como lo planteó un alto responsable eclesiástico, “una pequeña Buenaventura. Esa, con 460.000 habitantes ha tenido 48 homicidios este año, y nosotros, con 120.000, 24”, dijo, explicando que la zona Norte, que concentra toda la miseria de la ciudad, bulle de jóvenes que han crecido en medio del desplazamiento forzoso y que no tienen otra salida que volverse carne de cañón de la ilegalidad.
Dura suerte la del Atrato. “La guerra nos ha truncado el desarrollo”, dice Antonio Ospina, alcalde de Curvaradó (Carmen del Darién), bajo un inmenso anuncio de fervor religioso que preside su despacho. En efecto, mientras en Bogotá y las grandes ciudades raramente alguien voltea a mirar a estas latitudes, este es el país que más directa y contundentemente se beneficiaría con el fin del conflicto armado. Como otras regionales marginales que son los teatros de guerra, el Atrato encarna de manera dramática las contradicciones que definen esta nación. Buena falta le hace a Colombia mirarse de frente en el espejo acusador de ese río sin país.