reconciliacion

Vidas cruzadas

SEMANA entrevistó a tres jóvenes del ELN, las AUC y las Farc que dejaron las armas la semana pasada. A pesar de su diversidad todos comparten su hastío con la guerra. Crónica de Juanita León.

24 de marzo de 2003

Mireya, Pablo y Oscar tienen mucho en común. Todos son antioqueños, tienen casi la misma edad y ninguno de los tres puede recordar haber vivido un solo día feliz en el último año. Sin embargo, si se hubieran encontrado antes del lunes, cuando abordaron el avión que los trajo a Bogotá, se habrían enfrentado a tiros.

Mireya se fugó de las Farc. Pablo, del ELN. Y Oscar de las AUC. La semana pasada los tres llegaron a Bogotá, junto con otros 16 jóvenes, para iniciar una vida sin armas; una nueva vida -si es que eso se puede después de ver tanta muerte-.

Mireya, una rubia, flaca y alta, nació en Argelia en 1980. Para saber qué día tiene que mirar su nueva cédula pues nunca ha celebrado un cumpleaños. Quedó huérfana a los 16 años, cuando un derrumbe sepultó a sus papás y a ocho de sus 14 hermanos. De ahí en adelante vivió sola durante cinco años en la finca desyerbando y recogiendo café.

Un día, a principios del año pasado, unos milicianos de las Farc llegaron a visitarla. Ella los conocía porque imponían la ley en su vereda, y les temía. Sobre todo desde que asesinaron a uno de sus vecinos simplemente porque había llamado por teléfono a Doradal. Las Farc querían impedir que los habitantes de Argelia pasaran información a los paramilitares que controlaban ese pueblo y no permitían que nadie llamara. El vecino de Mireya, como muchos otros, tenía parientes allí y desobedeció la orden. La guerrilla detectó la llamada y lo mató. Ese fue el primer muerto a manos de las Farc que recuerda Mireya. Pero hubo varios más.

Por eso cuando el comandante 'Camilo' le propuso que se fuera con ellos para el monte le dijo que no, que no le gustaba la guerrilla. No sabía que la pregunta del miliciano era mera cortesía. "Si no se va, la matamos", le dijo. "Sentí miedo, recuerda Mireya. Entonces le dije, 'ah, bueno, entonces vámonos". En segundos, y casi sin darse cuenta, se había convertido en una guerrillera de las Farc.

Pablo, en cambio, comenzó a colaborar como miliciano del ELN a los 13 años en la zona rural de Cocorná. Nació en Granada en una familia campesina pobre. Estudió hasta cuarto de primaria y cuando se aburrió se dedicó a recoger café, caña, plátano y yuca. Entre cosechas, a escondidas de su familia, Pablo les ayudaba a los elenos que patrullaban su vereda. Les hacía mandados, llevaba y traía razones entre 'compañeros' y hasta les compraba víveres en el pueblo. También escuchaba sus charlas políticas.

El niño Pablo, con los ojos vivaces que aún hoy tiene, imaginaba la lucha por los pobres, las protestas de los obreros, los sueños de los estudiantes. Y al mismo tiempo veía su casita de piso de barro, sus tres hermanos en la misma cama y sus papás partiéndose el espinazo para ahorrar apenas para la comida. El puente entre la utopía que le dibujaban y su pobreza absoluta era la revolución. Con la idea de alcanzarla se volvió guerrillero a los 20 años.

Durante tres años patrulló con la columna móvil Carlos Alirio Buitrago del ELN entre Cocorná y Granada. Pero fue poco el tiempo que tuvo para avanzar en sus sueños revolucionarios. La mayor parte del tiempo se la pasó vigilando para que un grupo de paramilitares, entre los que estaba Oscar, no lo fueran a matar.

Oscar, el desertor paramilitar, que hoy tiene 20 años, nació en Andes, Antioquia, pero desde que se separaron sus papás, cuando tenía 7 años, este joven bajito y con el corte 'chuler' de los paracos, se crió en el noreste con un padrino que lo acogió a cambio de que le ordeñara las vacas. Desde pequeño tenía un problema serio de miopía y por eso no estudió y se dedicó hasta los 17 años a ordeñar.

No tenía muchas ambiciones -de hecho, dice que no tenía ninguna- pero se aburría. Lo único que alteraba su vida eran las visitas ocasionales que hacían las autodefensas a la finca de su patrón para que les herraran las bestias. Habían llegado en 1997, en camionetas lujosas y armados hasta los dientes.

"Les tenía miedo porque eran los matones del pueblo", dice Oscar. Aunque eso fue al principio. "Luego explicaron que sólo mataban al que la debía". Es cierto, dice Oscar, que muchos la debían: los ladronzuelos, los sapos, las prostitutas enfermas, los desobedientes, los que simpatizaban con el ELN.

Con el tiempo su patrón estableció una relación cotidiana con el Bloque Metro de las AUC. Acampaban en una finca vecina y lo visitaban todos los días. A Oscar le encantaba hablar con ellos y los 300.000 pesos que le ofrecían para que ingresara a las autodefensas le tentaban cada vez más.

Su reflexión para volverse paramilitar fue mucho más sencilla que la de Pablo: le pagaban tres veces más que lo que él se ganaba ordeñando; su vida estaría siempre circunscrita a las vacas y, en todo caso, el ELN ya lo tenía entre ojos por su camaradería con los paras. "No lo pensé más. Y de una me fui", dice ahora, tres años después de haber jurado no descansar hasta matar a todos los guerrilleros del oriente antioqueño, como Mireya y Pablo.

En el monte

Así, los tres jóvenes, se internaron en el monte. Unos días caminaban dos o tres horas. Pero otros, marchaban hasta tres días de un cerro a otro, entre pantanos, bajo la lluvia.

Mireya, la desertora de las Farc, cargaba la pesada batería del radio de su comandante. Su jefe era la temida 'Karina', el terror del Eje Cafetero y a quien la Fiscalía responsabiliza por los secuestros de Caldas y el oriente antioqueño.

La mujer más buscada, por quien el gobierno ofrece 1.000 millones de pesos de recompensa, es una chocoana alta y fornida que, según Mireya, está tuerta, carece de un seno porque se lo voló una granada, tiene el cuerpo lleno de cicatrices, una bala en el pie izquierdo y otra herida más reciente, de hace 20 días, en el derecho, cuando el Ejército casi la mata.

"Para un combate Karina es legítima, dice Mireya, quien, a diferencia de su jefe, era incapaz de disparar. No me llevaban a combates porque me daba demasiado miedo", explica. A ella le tocaba cocinar para los 40 guerrilleros de su frente, hacer guardia y arriar las bestias para entrar la comida al campamento. También era ella quien compraba los víveres en Argelia, salvo cuando el Ejército estaba en el pueblo, y le tocaba obligar a los campesinos a llevarles el mercado.

Durante los ocho meses que estuvo en las Farc, Mireya recorrió Argelia, Cristales, Sonsón, La Unión e incluso dice que atravesó tres departamentos y llegó hasta Florencia. Las caminatas le resultaban cada vez más penosas porque la picó un pito y el pie se le hinchaba y no podía ni cocinar. "A los guerrilleros les daba rabia y me regañaban que dizque por perezosa", dice, y cree que fue en ese momento en que comenzó a planear su fuga.

Oscar, el paramilitar, posiblemente se cruzó varias veces con Mireya. De hecho, una vez se encontró con su frente y le tocó librar el peor combate de su vida. Estaban en Alejandría, Antioquia. Eran las 5:30 de la mañana y Oscar y sus 150 compañeros de las AUC alistaban sus morrales y recogían sus cambuches cuando se dieron cuenta de que las Farc los tenían rodeados.

"Eran 400 guerrilleros y ni modo de echar pa'trás porque lo mataban a uno los propios compañeros si salía corriendo. Tocó enfrentarlos", cuenta Oscar. Pelearon durante más de 10 horas hasta que las Farc se replegaron. "Mataron 22 pelaos de nosotros y 70 guerrillos murieron", dice.

Tal vez exagere la cifra de sus enemigos muertos, pero no la de la cantidad de personas que vio morir en esos tres años. Calcula que fueron mínimo unas 150, entre guerrilleros y autodefensas. Pero cree que pudieron haber sido más.

Después de ese combate pidió la baja. Había sentido la muerte demasiado cerca y además, como Mireya, estaba enfermo. "Me dolían las vistas y patrullar así era muy doloroso", dice. Sus comandantes se la negaron porque no había cumplido todavía los 18 meses obligatorios. Le dijeron que tenía que esperar otro año y medio. Pero Oscar dudaba de que realmente lo dejaran ir algún día. Por eso desde el mismo instante en que le negaron el permiso para volver a donde su mamá decidió volarse.

Pablo dejó el ELN por hambre y desilusión. De los 120 hombres que conformaban el Carlos Alirio Buitrago hace dos años, Pablo calcula que ya solo quedan unos 80. Los otros se fueron para los paras o se desmovilizaron. El asedio permanente del Ejército, que ha reforzado las operaciones en la zona, y el creciente control paramilitar minaron la moral de los elenos en Antioquia.

"Los paramilitares comenzaron a matar mucha gente y los que se salvaban se desplazaron", cuenta Pablo. Eso significaba que podían pasar varios meses sin hacer un verdadero mercado, comiendo de lo que cultivaban, que no daba a veces sino para una ración diaria.

Por física hambre muchos de los compañeros de Pablo se pasaron al bando de Oscar, a quien le consta la mala comida que tenían los elenos: "Los guerrilleros que se entregaban no podían creer que nosotros comiéramos enlatados. Ellos eran yuca y plátano ventiao. Cuando nos topábamos con ellos y salían corriendo encontrábamos olladas de arroz sin sal y sin manteca. Y decíamos, ¡esto no es vida!".

Mientras escaseaba la comida Pablo veía que los comandantes se quedaban con el dinero. Además se daba cuenta por las noticias de que su revolución no iba en nada. "Los comandantes dizque luchando por el pueblo y poniendo carro bombas que matan gente inocente", dice. Resolvió entonces irse. Los testimonios de los ex guerrilleros por radio y televisión lo convencieron de que de pronto su vida fuera del monte podría ser mejor. El viernes pasado hace ocho días se entregó con su fusil.

Oscar se presentó a la Policía el sábado. La noche anterior soñó que estaba en un combate y que una bala le atravesaba el estómago. "Me habían dejado tirado y en esas me desperté y decidí que eso no era para mí, que yo no quería morir", dice. Pidió permiso para visitar a su mamá y recuperarse del dolor de ojos. Y se fue directo a Medellín y se entregó.

Algo similar había hecho Mireya tres meses atrás. Como no se recuperaba de su picadura de pito le permitieron irse a su finca con el compromiso de hacer inteligencia para las Farc, como los demás milicianos. En esas estaba cuando el pasado 23 de diciembre salió a recoger café y encontró a su padrino amarrado a un árbol. Sus compañeros milicianos lo habían castigado. Mireya sabía que con seguridad este hombre sería fusilado luego de un brevísimo 'juicio revolucionario'. Porque era de las pocas personas que habían velado por ella cuando quedó huérfana no se pudo contener e intervino a su favor. Los milicianos se enfurecieron con ella pero finalmente cedieron a las súplicas de la madrina.

Al otro día, sin embargo, llegó el jefe guerrillero de la vereda a tomarle cuentas. Ella fingió que iba a recoger café y se escapó. Eran las 9 de la mañana. Caminó entre el monte cuatro horas. Cuando llegó a Argelia la gente la reconoció y le informó al Ejército, que salió a su encuentro. "Alcé las manos y me entregué", dice.

De allí la trasladaron al Batallón del Ejército en Rionegro, donde estuvo tres meses, hasta que se reunió con Oscar, Pablo y los otros 16 jóvenes que desertaron el pasado fin de semana. Los tres coinciden en que el Ejército los trató bien, como no esperaban. A Mireya le habían advertido en las Farc que las mujeres que se entregaban eran violadas sucesivamente por los soldados. Y a Pablo, que les sacarían información arrancándoles uña por uña. Oscar no temía que lo maltrataran pero tampoco sabía qué esperar pues el Programa de Reinserción cobija a paramilitares sólo desde finales de enero, cuando la reforma a la ley 418 se lo permitió.

Ninguno de los tres sueña con volver a sus casas. En realidad ninguno sueña nada. Salvo permanecer vivos. Y eso, después de lo que han pasado, es un buen comienzo.