VALLE
La pesadilla de la violencia en Buenaventura
Ninguna de las atrocidades que tienen lugar en esa ciudad portuaria es nueva; lo insólito es que sigan ocurriendo. ¿Por qué?
Buenaventura es una ciudad llena de absurdos. Está rodeada por agua, pero el servicio de acueducto llega por horas. Su puerto mueve el 55 por ciento de las exportaciones del país, pero los indicadores de pobreza dan vergüenza. Y, aunque es una de las más custodiadas por la fuerza pública, los homicidios, desplazamientos, extorsiones y guerras entre bandas, son el pan de cada día.
Para el resto del país esos problemas son paisaje. Una muestra es que desde hace dos meses sus pobladores vienen denunciando la aparición de cuerpos desmembrados (van cinco) pero ninguna autoridad ha reaccionado con contundencia. No produjo reacciones ni siquiera una de las marchas más grandes que ha visto el puerto, como la que se hizo el 19 de febrero contra esta ola de violencia.
Aunque el gobernador del Valle, Ubeimar Delgado, solo pidió militarizar el puerto el 5 de marzo, cuando el CTI descubrió cuatro viviendas con rastros de sangre que al parecer eran usadas como sitios de tortura y ‘pique’ de personas, el presidente Juan Manuel Santos ordenó de nuevo una intervención integral y el alcalde Bartolo Valencia pidió declarar la Emergencia Social.
Ni las atrocidades ni los anuncios de las autoridades son nuevos. De la violencia en Buenaventura se viene hablando desde los dos gobiernos de Álvaro Uribe y continúa campante en el de Santos.
La mayor fortaleza de ese puerto es a la vez su mayor tragedia. Su ubicación estratégica sobre la costa Pacífica la convirtió en la joya de la corona no solo para las exportaciones tradicionales, sino para los narcotraficantes, que la usan como corredor estratégico para enviar cocaína.
Los grupos armados ilegales se pelean desde hace décadas por dominar el puerto y su zona rural. Primero la guerrilla tenía el control, luego los paramilitares y ahora las bandas criminales. Cada grupo sembró terror al desaparecer o desplazar gente y el trofeo siempre eran los barrios de bajamar con acceso a los esteros. Un coctel criminal al que hay que añadir la miseria y el abandono estatal.
Una nueva ola de violencia arreció en octubre de 2012, luego de que los Urabeños ordenaron asesinar a uno de los jefes sicariales de una temida banda conocida como La Empresa que servía de brazo armado de los Rastrojos en Buenaventura. Ello desen-
cadenó una oleada de terror. En 2013 arreciaron los homicidios, aparecieron ocho cuerpos desmembrados, 45 personas fueron desaparecidas y 4.700 desplazadas.
La comunidad, la Personería, la Defensoría del Pueblo, la iglesia y el representante de la ONU en Colombia, Todd Howland, denunciaron los efectos humanitarios de esa confrontación. El último catalogó de “vergonzoso” el panorama y lo comparó con África. “Creo que el nivel de pobreza de Buenaventura es como el del Congo y creo que no se pueden tener dos países en un mismo país”, dijo en noviembre de 2012.
Dos años después la situación sigue igual y con tendencia a empeorar. En tan solo dos meses de 2014 van 48 homicidios, 20 desaparecidos y 104 familias desplazadas. El 19 de febrero fue asesinado Yonni Steven Caicedo, camarógrafo del canal local, que meses atrás debió escapar por amenazas.
En su más reciente informe mundial sobre Derechos Humanos, la HRW hizo una referencia especial al puerto: “Los niveles de desplazamiento son particularmente elevados en la región de la costa del Pacífico, como la ciudad de Buenaventura, que alberga a una importante población afrocolombiana, y donde los grupos sucesores de paramilitares provocaron el desplazamiento forzado de más de 2.500 personas durante la primera semana de noviembre de 2013”.
A tiempo con esta violencia, los indicadores sociales de Buenaventura siguen estando entre los peores del país. Cifras oficiales registran que el cubrimiento de Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) desde hace varios años se estancó en un 35 por ciento. El 80 por ciento de sus 350.000 habitantes viven en la pobreza y el 43 por ciento en la miseria. Un estudio que en 2012 publicó la Cámara de Comercio de esa ciudad determinó que la tasa de desempleo era de 64 por ciento.
En medio de este deprimente panorama, el gobernador del Valle envió el pasado lunes una carta al ministro de Defensa Juan Carlos Pinzón, en la que le solicita “muy comedidamente darle un manejo especial a este municipio en materia de seguridad y orden público militarizándolo”.
La idea motivó el rechazo generalizado, no solo porque el problema de Buenaventura debe ser atendido desde lo social, sino porque la ciudad lleva años militarizada. Cuenta con dos batallones de la Armada y casi 1.000 policías y una brigada especial dedicada a desarticular a las bandas criminales.
Lo cuestionable es que con semejante pie de fuerza persistan crímenes atroces, balaceras a plena luz del día y que el puerto siga siendo ruta obligada para el tráfico de cocaína. Solo este año la Armada ya incautó dos toneladas del alcaloide y en 2013 fueron 25 toneladas. “El tráfico de insumos es el nuevo negocio”, explicó el contralmirante Pablo Emilio Romero, comandante de la Fuerza Naval Pacífico.
Los porteños aún no olvidan el apagón que sufrieron a finales de 2013, luego de que las Farc derribaron una torre de energía que los dejó sin el servicio durante varias horas. Tampoco olvidan el carro bomba que esa misma guerrilla hizo estallar en marzo de 2010, en una zona céntrica, que mató a nueve personas e hirió a otras 56.
Hace una semana la Fiscalía capturó a cinco miembros de la Armada señalados de permitir el tránsito de contrabando. Días después el propio Álvaro Martán Abonce recordó en un comunicado que le pidió a la Armada relevar a varios uniformados que patrullan uno de los sectores del puerto, “ante las denuncias de los ciudadanos del barrio, sobre presuntos vínculos con bandas criminales”.
“Es una ciudad en cuidados intensivos, como un enfermo terminal”, argumentó a medios locales el obispo Héctor Epalza. Los bonaverenses no se rinden. Luego de la marcha del 19 de febrero, los comerciantes han convocado a una protesta para el 11 de marzo.
Pero va a ser necesario mucho más que la indignación ciudadana o los rutinarios anuncios de intervenciones especiales para poner freno a esta violencia desbordada. La ciudad debería ser objeto de un plan de emergencia en el que el gobierno nacional y las autoridades locales y del departamento vuelquen todos sus recursos a poner fin a una de las crisis humanitarias y las situaciones criminales más graves de Colombia. No puede ser que, recién designada por el presidente capital de la Alianza del Pacífico, Buenaventura viva como bajo una maldición.