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¡Ni un niño muerto más!
La masacre del Caquetá tiene indignado al país. ¿Por qué ha crecido la violencia extrema contra los niños en Colombia?
Un par de sicarios asesinan a tiros a cuatro niños en Caquetá. Un niño es descuartizado en Cundinamarca. Otro aparece degollado y partido en pedazos en un cañaduzal en Tuluá. Una madre le inyecta veneno de ratas a su hijo, y otra tira al suyo por el balcón. Todo en cuestión de pocas semanas.
La leyenda bíblica del rey Herodes, y su masacre de los inocentes, palidece ante un país donde los titulares de prensa hablan de menores de edad que pican a otros con machetes por líos de droga, o de que un psicópata que viola niños anda suelto por las calles. En medio de un panorama tan desolador, la tardía decisión de las FARC de no reclutar menores se queda corta.
Mientras el mundo se estremece cuando Boko Haram, el delirante grupo terrorista de Nigeria, secuestra a centenares de niñas, Colombia a duras penas se conduele de su propia pesadilla. Esta semana, dado lo aberrante de la masacre del Caquetá, la gente por fin se lanzó a las calles.
En Florencia, una masiva marcha de blanco reclamó a gritos justicia por el asesinato de los hermanitos Vanegas. En La Vega, Cundinamarca, ocurrió algo similar, por el crimen de Róbinson Correa, de 7 años. Expertos alertan que estos sucesos expresan un problema muy profundo, que tiene conexiones estrechas con el conflicto armado.
Según Fabrizio Hochschild, coordinador residente de la ONU en Colombia, en un conflicto tan largo y degradado, en el que se han combinado todas las formas de agresión y maltrato posibles la violencia infantil echa raíces. Peor aún: se convierte en algo normal y la gente pierde la capacidad de reacción frente a ella. Las cifras le dan la razón a Horschild. En el último año las muertes de niños aumentaron 50 por ciento, y las denuncias por maltrato 140 por ciento. El abuso sexual es espeluznante: 7.624 casos de niños y niñas en 2014. Y eso que el subregistro en estos crímenes es gigante porque hoy todavía hay quienes creen que esto corresponde al ámbito privado.
“Que un conflicto de tierras termine en una masacre de niños, muestra que no hay un norte moral en la sociedad”, dice Hochschild, aludiendo a la hipótesis que se ha tejido sobre la masacre de cuatro de los niños en Caquetá. A su juicio lo que está faltando es cohesión social y un sentido común de rechazo a la violencia.
Diego Molano, exdirector del ICBF y de Acción Social, y actual director de la Fundación Bavaria, también cree que el incremento de la violencia contra los niños tiene su génesis en el conflicto armado, en particular, en el desplazamiento forzado. Colombia tiene 6 millones de desplazados, de los cuales por lo menos la mitad, son niños. Solo el año pasado la Unidad de Víctimas registró como desplazados a 53.000 menores. “Hay un traslado de la violencia del conflicto a los hogares porque se fracturaron las familias, hay desarraigo y una gran desprotección social entre los desplazados. Eso es lo que vemos hoy en las ciudades”. En otras palabras, la violencia que se ha encarnizado contra los niños no es aislada ni fortuita.
Ambos llaman la atención sobre un hecho contundente: no todos los niños de Colombia están sufriendo la violencia, sino aquellos que viven en medio de la pobreza extrema, de la marginalidad y una vulnerabilidad atroz. “Hay dos Colombias, una donde existe la ley, hay policías y protección; y otra donde todo se vale”, dice el representante de la ONU, quien llama a que se reflexione sobre la imagen de la casa en la que vivían los niños masacrados en Caquetá. “Un rancho de madera y lata”. En el mismo sentido, la congresista del Partido Verde Ángela María Robledo, experta en temas de niñez, se plantea preguntas ya no sobre la muerte sino sobre la manera como vivían esto niños: ¿Iban a la escuela? ¿Qué comían? ¿Quién los protegía?
“Estos hechos son producto de una sociedad que está tocando fondo. Prestarse para ultimar a seres indefensos no tiene justificación de ninguna naturaleza. Es una enfermedad de la sociedad, sobre la que necesitamos explicaciones de fondo”, dice con el defensor del Pueblo, Jorge Armando Otálora.
Para ninguno ha pasado inadvertido que las instituciones no respondieron a las alarmas que la familia Vanegas, del Caquetá, estaba dando sobre un eventual hecho de violencia, donde los niños necesariamente podían salir lesionados. Que el Sistema Nacional de Bienestar Familiar no funciona como debe ser lo dice el propio Ban Ki Moon, secretario general de la ONU, en un informe reciente en el que le advierte al gobierno colombiano que a pesar de haber aprobado una Ley de Infancia, y un Código del Menor, estos no se han reglamentado, que no se invierte suficiente dinero en la protección de los menores, y que se ha concentrado todo el esfuerzo en los menores de 5 años, descuidando al resto. Vale la pena anotar que tanto el maltrato, como el abuso sexual y el homicidio, se ensañan en los niños y niñas de entre 10 a 17 años, con cifras que triplican a los de los menores.
La senadora Robledo es todavía más crítica: “El ICBF, que debe ser el garante de los derechos de los niños, se ha politizado en los últimos años”. Señala que esta institución se politizó en los últimos años. No obstante, otros expertos creen que la protección no puede estar circunscrita a una sola entidad sino que debe involucrar a toda la sociedad.
Cultura de la violencia
De boca de Roberto de Bernardi, representante de la Unicef en Colombia, surge una frase contundente para hablar de lo que pasa con los niños en este país: cultura de la violencia. Una violencia cimentada en 50 años de conflicto armado; en el auge criminal, y en un contexto de profunda desigualdad y pobreza. Bernardi llama la atención sobre el hecho de que las tasas de mortalidad de niños se han disparado, pero no tanto por los asesinatos como por el hambre, y que este cuadro es crítico entre los indígenas. Solo en la comunidad emberá katío del alto Andágueda, Chocó, murieron siete niños en los últimos meses por enfermedades asociadas de una u otra manera a la pobreza.
Gloria Bonilla, profesora de la Universidad de Cartagena, y PhD en estudios de género, refuerza, como investigadora social, esta preocupación. “En una sociedad tan inequitativa como la colombiana, con extrema pobreza, sin oportunidades económicas, las madres cabeza de hogar tienen que dejar sus hijos e hijas a temprana edad encerrados para salir a trabajar a sabiendas de los mil peligros que los acechan”.
Si a esto se suma la impunidad, el panorama se hace más desolador. Aunque los delitos contra los menores son sancionados con penas muy altas, pocos son los casos que realmente llegan hasta la Justicia. Mario Gómez, director de la Fundación Restrepo Barco cuenta, escandalizado, cómo hasta el año pasado la Fiscalía no había investigado de oficio los casos de reclutamiento de menores del país.
Este es otro delito crítico, sobre el que no se tienen cifras definitivas. Apenas se cuenta con datos sobre los 6.000 menores que han dejado las armas. Todos los estudios sobre desmovilizados demuestran que los niños ingresan a los grupos armadospara huir del maltrato que viven en sus casas. Y aunque la guerra ha disminuido su intensidad en los últimos dos años, el reclutamiento hasta el reciente anuncio no había cesado.
El defensor Otálora encendió las alarmas esta semana cuando dijo que, por segundo año consecutivo, las bandas criminales superaron a la guerrilla en reclutamiento de menores. Estos grupos delincuenciales los usan como sicarios para transportar drogas o para cometer crímenes atroces, aprovechando las ventajas que les da la ley. Que las FARC saquen a los niños del conflicto no resuelve el problema de regiones donde el Estado ha demostrado que no es capaz de controlar a las mafias.
La guerra que vendrá
El caso de Buenaventura es emblemático. “Existen escuelas donde los niños son literalmente sacados de las aulas por bandas criminales que los entrenan descuartizando perros y gatos, para que aprendan las técnicas de la barbarie”, cuenta Hochschild. Los maestros están bajo amenaza y no pueden hacer nada. Los niños, está probado en todas las guerras, son usados para matar porque en esa etapa de la vida no se distingue entre el bien y el mal. Según el defensor del pueblo, estos grupos han llegado al extremo de convertirlos en farmacodependientes para mantenerlos dentro de sus estructuras.
Las consecuencias de vivir en una sociedad que trata a las patadas a los menores son tenebrosas. Según el psiquiatra Ember Estefenn, director de niñez y adolescencia del ICBF, los niños maltratados pueden ser potenciales maltratadores. “Piensan que el mundo es hostil porque los golpea y maltrata. La respuesta que ellos dan es simple: no dejarse. Sobrevivir, defenderse. La violencia se vuelve una transacción”.
Es así como el coctel molotov de la violencia que vendrá se está cocinando hoy en muchas regiones, con ingredientes como unos niños maltratados que creen que todo vale para sobrevivir; en un contexto de proliferación del crimen y las armas, en medio de una estremecedora desigualdad, en regiones donde las instituciones son débiles. Esa es la semilla de una violencia futura, y se está regando con la sangre de los más indefensos: niños pobres, atrapados en círculos de exclusión, que han convertido la criminalidad en su único referente.
¿Qué se puede hacer?
“Por favor, no vamos a sacar un proyecto de ley”, implora el defensor del Pueblo. Al igual que todos los expertos él cree que hay normas suficientes para proteger a los niños, pero hay que hacerlas efectivas. Especialmente en las zonas donde el Estado es muy deficiente y los riesgos mayores. Lo que se requiere es que las instituciones manden un mensaje de emergencia, y más allá de horrorizarse, resuelvan los vacíos del sistema de protección a la niñez.
Otálora también reclama que no se repitan los errores del pasado, cuando en la desmovilización de los paramilitares, los niños fueron ocultados y despojados de toda protección. Por eso lamenta que la Mesa de Conversaciones de La Habana no haya considerado escuchar a los niños, que son víctimas centrales del conflicto.
El desafío institucional pasa también por tener una Policía que realmente esté cerca de la comunidad, cumpliendo labores de prevención y convivencia, y no solo de combate. Hochschild considera que la Policía rural que se ha propuesto para el posconflicto puede ayudar a llenar ese vacío. La protección a los niños debe incluir también al sistema educativo, y redes de apoyo para los menores para que restauren la confianza en los demás.
También hay consenso en que se deben fortalecer los valores, y la capacidad de reacción de las comunidades. “Que la enfermera, la maestra, el vecino, reaccionen ante las señales de maltrato”, propone Molano. Y que la Justicia actúe incluso después de que se ha silenciado el estupor colectivo, y ha disminuido la presión de la opinión pública ante los hechos brutales.
Finalmente, construir –así se tome años–, una cultura de paz y convivencia, que le haga contrapeso a una herencia atávica de desprecio por la vida. Y que permita conjurar los riesgos de tener un país con miles de niños marginados, rodeados de armas, llevando en el corazón el dolor de haber sufrido la violencia, incluso desde la cuna.
Sevicia increíble
Los recientes crímenes contra niños son escabrosos y han generado repudio e indignación.
El 11 de febrero a las cuatro de la mañana una mujer llegó a la terminal de transportes de Barranquilla, Atlántico, con su hijo en brazos, y le confesó a la Policía que acababa de inyectarle veneno con una jeringa. El niño permanece en el Hospital Cari y los médicos confirmaron que la sustancia inyectada es un raticida de nombre comercial ‘El sicario’.
El 9 de febrero fue encontrado en la quebrada Las Brujas, vereda Patio Bonito, de La Vega, Cundinamarca, el cuerpo desmembrado de Róbinson Correa Hernández, de 7 años. Medicina Legal dice que murió tras múltiples lesiones con arma cortopunzante. Se presume que un joven de 15 años, con problemas de drogadicción, y que ya está en manos del ICBF, fue quien lo mató.
El mismo 9 de febrero en Dagua, Valle del Cauca, Juan David Velandia, de 6 años, fue degollado por su padre en el corregimiento El Carmen. El hombre mató a su hijo con un machete y luego se suicidó. Dejó una carta en la que confiesa que lo hizo por venganza contra su esposa, de quien se estaba separando. La hermana del niño alcanzó a huir y fue quien dio aviso del crimen a las autoridades.
El miércoles 4 de febrero, los hermanos Vanegas Grimaldo fueron asesinados con tiros de gracia en la vereda El Cóndor, de Florencia, Caquetá. Dos sicarios los obligaron a acostarse en fila en el piso para luego, sin asomo de piedad, dispararles. Uno a uno fueron muriendo, Deinner Alfredo de 4 años, Laura Jimena de 10, Juliana de 14 y Samuel de 17 años. La hipótesis sobre el motivo del crimen es un conflicto de tierras que tenía la familia con algunos vecinos.
El martes 3 de febrero, fue encontrado el cuerpo de Leonardo Borrero Ramos, de 13 años, en Tuluá, Valle. El niño fue decapitado y desmembrado en un cañaduzal en el barrio Villa Liliana. En el lugar de los hechos se encontró un machete oxidado y una pica con los que los homicidas cavaron un hueco donde pretendían enterrarlo.