ANALISIS
Las otras miles de Yulianas
El crimen contra la niña conmocionó al país y dejó ver un problema de fondo que parece no tener solución, ni siquiera si se aprueba la prisión perpetua.
La semana pasada toda Colombia sintió el dolor por la muerte de Yuliana Andrea Samboní. El escabroso crimen del que fue víctima la niña de siete años generó una solidaridad sin antecedentes en un país en el que la violencia contra los niños suele pasar inadvertida. El proceso penal se convirtió rápidamente en una novela con todos los elementos para despertar la indignación. Una niña desplazada, indígena, de bajos recursos, agredida de la peor forma por un hombre del establecimiento bogotano que también habría alterado de forma macabra la escena del crimen.
En medio de la marea de noticias alrededor de su muerte, algunas voces pidieron mirar más alto. Recordaron que en Colombia diariamente 21 niñas son agredidas sexualmente, en episodios igualmente dolorosos que pueden no costarles la vida, pero las marcan para siempre.
El caso de Yuliana es excepcional. La crueldad, la premeditación y el encubrimiento que rodearon el crimen no los habían visto ni siquiera los investigadores de la Fiscalía y la Policía que atendieron el caso. Paradójicamente porque, como recordaba Isabel Cristina Jaramillo, experta en género de la Universidad de los Andes, la mayoría de estos delitos no suceden con extraños, sino con miembros de las propias familias.
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Colombia puede ser uno de los pocos países del mundo en los que el lugar más peligroso para los niños es su propio hogar. Según le dijo a Semana.com el director de Medicina Legal, Carlos Valdés, a octubre 31 de este año la entidad ya tenía más de 18.000 estudios sexológicos forenses realizados sobre menores de edad. “El 95 % de los agresores de estos niños son personas conocidas. Y dentro de ese 95 % los principales agresores son las personas que están en la línea directa del afecto: padres, padrastros, abuelos, hermanos mayores”, aseguró el funcionario.
No sólo los niños viven esa hostilidad, sino también sus madres. Según el estudio Forensis de Medicina Legal, fuera del hogar el 90 % de los asesinatos se cometen contra hombres, pero de puertas para adentro, la realidad es otra. Cada cuatro días, una mujer pierde la vida a manos de su pareja. “En Colombia más o menos el 15 % de las mujeres son abusadas sexualmente, y esto es solamente lo que llega al sistema”, alerta Jaramillo.
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En ese contexto, el caso de Yuliana es trágico y repudiable, pero lastimosamente no es un hecho aislado. De acuerdo con Medicina Legal, según recogió en un informe el diario El Espectador, “en Colombia cada nueve horas asesinan a un niño, niña o adolescente; cada 25 minutos llega uno a Medicina Legal víctima de un delito sexual, y cada 50 minutos llega otro denunciando violencia intrafamiliar”.
El columnista de Semana.com Federido Gómez recogió el malestar de que la tragedia de otras tantas Yulianas no sea igualmente repudiada. Criticó que para que estos casos trasciendan a los medios de comunicación y generen el rechazo masivo de la sociedad tengan que estar involucradas personas adineradas. “¿Por qué no hicimos esto antes con tantos casos de violaciones? ¿Cuántas niñas en Colombia violan a diario y ni nos damos cuenta?”, escribió.
Debido al sentimiento de impunidad que despierta la magnitud de las cifras sobre violencia sexual, las primeras voces de repudio al crimen de Yuliana estuvieron acompañadas por la exigencia de penas más altas. La directora del ICBF, Cristina Plazas Michelsen, pidió al Congreso de la República retomar las discusiones sobre la necesidad de imponer la prisión perpetua.
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El llamado no tuvo oídos sordos. El mismo martes, un día después de que el país conoció la tragedia que hoy enluta a Colombia, fueron anunciados en el Congreso una serie de proyectos de ley orientados a endurecer las sanciones para los violadores de niños. A falta de una ley, cuatro proyectos fueron radicados, dos que pretenden implementar la castración química como tratamiento terapeútico a violadores, y la polémica prisión perpetua.
Paradójicamente, entre los expertos en política criminal e incluso los abogados de las víctimas hay casi un acuerdo de que más leyes no solucionan el problema. Así lo aseguró el jurista Rodrigo Uprimny en su columna del domingo. Explicó que en el país las penas para estos delitos hoy ya son muy altas, pero que son mucho más altas las cifras de impunidad. Es decir, que el cuello de botella no está en que la justicia imponga castigos blandos sino en que no investiga todos los casos que le llegan. Se calcula que de cada 100 denuncias por hechos como estos (y llegan mucho menos de los que suceden), sólo 15 pasan a ser estudiadas por un juez.
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“Esto confirma empíricamente la intuición que formuló en el Siglo XVIII el padre del derecho penal moderno, Cesare Beccaria, cuando escribió que lo que frena el delito no es la “crueldad de las penas”, sino su “infalibilidad”, pues “la certidumbre del castigo, aunque moderado, hará siempre mayor impresión que el temor de otro más terrible, unido con la esperanza de la impunidad”, escribió Uprimny.
La misma tesis sostiene el exministro de Justicia Yesid Reyes. El penalista asegura que en ninguna parte establecer la prisión perpetua o la pena de muerte ha acabado con la delincuencia. “En Colombia, desde 1980 hasta hoy, hemos sextuplicado las penas sin que ello haya sido suficiente para reducir la criminalidad”, escribió en una columna.
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Quienes conocen cómo funciona el sistema judicial aseguran que se requiere más una justicia rápida y efectiva que aplique las penas existentes y ataque la impunidad. Por ejemplo, de acuerdo con el Código Penal colombiano, la pena más alta que se puede imponer al delito de feminicidio, que se imputó en el caso de Yuliana, es de 40 años. Esta puede aumentar a 50 o 60 años por tratarse de una menor de edad. Para una persona de 38 años, como Rafael Uribe Noguera, esto es equivalente a pasar toda la vida en prisión.
El problema de que estos procesos no avancen comienza con la tolerancia social que existe hacia estas conductas. Muchas familias ni siquiera denuncian estos hechos cuando suceden con sus hijos. Otras, que sí lo hacen, no logran que las valoraciones médicas y legales por estos delitos se traduzcan efectivamente en investigaciones formales que den resultados concretos.
Para atacar la impunidad, además, se necesitan investigadores, fiscales y jueces no sólo empeñados en hacer justicia con las uñas, en medio del mar de congestión que aqueja los despachos judiciales. También se requieren funcionarios que superen los estereotipos que llevan a que muchas veces se dude de los relatos de quienes denuncian la violencia sexual o a que se exijan conductas heroicas por parte de las víctimas para probar la existencia de este tipo de violencia.
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Esta situación fue reconocida en el 2013 por la Corte Constitucional, que señaló que dentro de la administración de justicia es común achacarles a las mujeres la culpa en aquellos casos que constituyen violencia de género. De acuerdo con ese Tribunal, “un ejemplo frecuente en el pasado de esta transferencia de responsabilidad ocurría en casos de violencia sexual en los que los jueces asumían como premisa implícita el estereotipo sexual de que las mujeres deben resistirse físicamente a la violencia sexual”.
Por otra parte, en el caso de este tipo de violencia otro factor clave es la corresponsabilidad. Esta obligación está incluso consignada en la Ley 1257 de 2008, que busca proteger a las mujeres del maltrato y la discriminación. Lo que quiere decir es que no sólo el Estado, sino también la sociedad y la familia son responsables de contribuir a eliminar este fenómeno.
Como dijo la reciente directora del Instituto Alexander von Humboldt a propósito de este caso, no existe una explicación biológica para que la mujer sea sometida al maltrato como sucede en el país. “La testosterona no es la responsable de la epidemia machista en las sociedades del mundo, como si lo es la construcción cultural con la que se le ha otorgado el poder. La guerra justificó el consumo sexual que aún depreda, la historia lo consolidó”, dijo en una columna en Semana.com.
Los expertos aseguran que la sociedad debe estar atenta a los hechos y a las señales que permiten evitar o enfrentar, en lugar de ocultar, tragedias que involucran actos de violencia sexual. Una buena analogía para estos casos se puede hacer del video divulgado en las últimas semanas por la organización Sandy Hook Promise, un grupo de prevención de violencia con armas de fuego en las Escuelas de los Estados Unidos.
El video llama la atención de la audiencia porque mientras los espectadores están a la expectativa de cómo resultará un intercambio de notas entre dos estudiantes de secundaria, nadie se preocupa de las señales que mostraban a un adolescente que estaría planeando un ataque con armas de fuego en su escuela. Si bien tragedias como las que se narran en el video y como las que involucran graves hechos de violencia cometidos contra niños y niñas no siempre pueden ser evitadas o dan señales de que serán cometidas, en algunos casos sí podrían ser impedidas.