INVESTIGACIÓN SOCIAL

El despojo de la tierra en Colombia

“Guerreros y campesinos, el despojo de la tierra en Colombia”, es el nuevo libro del reconocido investigador, Alejandro Reyes Posada, editado por Norma, en el que analiza la violencia e ilegalidad que han afectado al país en las últimas décadas y los errores y aciertos de los gobiernos en sus intentos de solución. Semana.com publica el capítulo de Introducción a esta valiosa obra.

Alejandro Reyes Posada
9 de abril de 2009
Alejandro Reyes lleva casi cuatro décadas investigando la relación entre el conflicto armado y la ilegalidad y los conflictos agrarios en Colombia.

Introducción al libro "Guerreros y campesinos, el despojo en la tierra en Colombia" , Editoria norma, 2009.

Este libro estudia los conflictos agrarios, la expansión de las guerrillas, del narcotráfico y de los grupos paramilitares, y analiza críticamente las políticas estatales que se han adoptado para enfrentarlos. Es muy difícil generalizar sobre Colombia, por la diversidad regional del país y la debilidad del poder central de Bogotá, que ha sido retado sucesivamente por las élites terratenientes, las guerrillas, los narcotraficantes y los paramilitares. Por eso este trabajo hace énfasis en el análisis histórico y geográfico de cada tema, para presentar el conjunto nacional como resultado de diversas condiciones regionales.

La violencia ha sido usada en Colombia como recurso para presionar reformas sociales, para impedirlas, para imponer o rechazar dominios territoriales y para impugnar o recuperar la soberanía del Estado. En todos los casos, la violencia se asocia a conductas criminales, que a veces intentan encubrirse bajo justificaciones políticas. La violencia es capaz de destruir el poder de la sociedad para plantear y resolver sus conflictos, pero es incapaz de generar nuevo poder, como enseñó Hanna Arendt.

Esta paradoja permite entender el fracaso del país para resolver el problema de la injusta distribución de la tierra y su consecuencia principal, el desarraigo violento del campesinado y la concentración de la tenencia en manos de narcotraficantes y señores de la guerra. El primer capítulo del libro describe los principales conflictos agrarios que sobrevivieron durante los años ochenta en las regiones colombianas, luego de la intensa movilización campesina de los años setenta, y su creciente transformación en guerras locales de expulsión de campesinos y apropiación violenta de la tierra. Este proceso cambió las bases sociales del poder en las regiones, al desplazar también una parte de las anteriores dirigencias regionales y sustituirlas por representantes de los empresarios del narcotráfico y la violencia, en busca de reconocimiento y legitimación. Sin haber participado en ella como adversarios armados, los campesinos perdieron la guerra y pagaron las consecuencias con las vidas de muchos y con la pérdida de sus tierras.

Colombia perdió la oportunidad histórica de realizar la reforma de la estructura agraria, aprobada como la ley 135 de 1961, y los conflictos entre campesinos y grandes propietarios, al no encontrar cauces institucionales de solución, alimentaron las estrategias de grupos armados para impugnar o defender el régimen de la gran propiedad latifundista. La violencia, a su vez, hizo imposible continuar el incipiente proceso de la reforma agraria y facilitó la persecución contra los líderes sociales del campesinado, que fueron tratados como subversivos del orden establecido. De esta forma, la dirigencia colombiana cometió el primer error estratégico, que fue aplastar con represión militar las movilizaciones pacíficas de las organizaciones campesinas y por tanto cerrar la vía reformista, para enfrentar, a cambio, la lucha insurgente de las guerrillas.

Las guerrillas, que surgieron a mediados de los años sesenta del siglo 20 como expresión de resistencia campesina y adoptaron un programa revolucionario de lucha por el poder estatal con la ideología marxista de la lucha de clases, llegaron a convertirse desde los años ochenta en verdaderas máquinas de guerra, con autonomía de las causas sociales que las originaron y con capacidad para asegurar su propia reproducción. A largo plazo, las guerrillas han demostrado agenciar procesos de re-esclavización de la población, pero no un proceso de cambio social ni de emancipación popular.

La expansión geográfica de las guerrillas, igual que más tarde la de los paramilitares, se explica por su habilidad para usar la violencia y la intimidación para garantizar la obtención de rentas por extorsión de la ganadería, la agricultura empresarial, el petróleo, el narcotráfico, el comercio, el transporte y las finanzas públicas locales. Aunque cinco agrupaciones guerrilleras negociaron su desmovilización a fines de los ochenta y comienzos de los noventa (el M-19 [1989], el Ejército Popular de Liberación –EPL- [1991], el Movimiento Quintín Lame [1991], el Partido Revolucionario de los Trabajadores –PRT- [1991], y la Corriente de Renovación Socialista –CRS-, disidencia del ELN [1993]), las dos organizaciones más grandes, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército Popular –FARC-EP- y el Ejército de Liberación Nacional –ELN, continúan operando en 2007. La expansión de las guerrillas no obedece, a largo plazo, a su arraigo en los sectores pobres del país, como lo predican los textos clásicos de la lucha de clases. Las guerrillas incursionaron en las áreas de mayor riqueza y no en las regiones deprimidas donde se concentra la pobreza.

La expansión y crecimiento de la máquina de guerra de las Farc estuvo acompañada de una creciente distancia respecto de los conflictos agrarios y de los intereses de los sectores populares, en una relación inversa entre la fuerza militar y el poder de representación popular. Esta distancia se hizo más evidente cuando algunos frentes de las Farc, presionados por los mandos centrales para conseguir más recursos, aumentaron sus exigencias económicas hasta obligar a tributar a los pequeños productores y comerciantes, con lo que generaron mayor resentimiento popular contra las guerrillas.

Ese resentimiento explica la facilidad y rapidez con las cuales creció el apoyo a organizaciones de autodefensa, que recibieron colaboración no sólo de los grandes propietarios y empresarios en las regiones, sino también la adhesión de campesinos medianos y pobres, trabajadores y productores informales. La organización de autodefensas civiles que apoyarían a las fuerzas armadas en su lucha antisubversiva fue ideada por la cúpula militar a finales del gobierno de Julio Cesar Turbay Ayala (1978-82) para contrarrestar la amenaza de parálisis militar que veían venir con la política de paz del presidente Belisario Betancur (1982-86).

En estricto sentido, las autodefensas continuaron librando la guerra que el presidente Betancur impidió afrontar a las fuerzas armadas, al acuartelarlas para honrar la tregua firmada en 1983 con las Farc, el EPL y el M-19. Las fuerzas armadas no abandonaron la iniciativa del todo, puesto que el ELN, que actuaba en el nororiente, no firmó la tregua y por tanto no cesó sus hostilidades. Además, las fuerzas armadas continuaron la guerra por interpuesta persona en tres grandes regiones dominadas por las Farc, al entrenar, apoyar y ayudar a armar a las autodefensas de Puerto Boyacá, el nororiente antioqueño y la región del Ariari en el Meta. Ese fue el segundo error estratégico de la dirigencia colombiana, porque auspició la creación de ejércitos privados para defender la propiedad cuando la tierra estaba cambiando de manos por la acumulación de divisas del narcotráfico.

El apoyo militar a las incipientes autodefensas fue una ocasión excepcional para que algunos poderosos narcotraficantes participaran con recursos y hombres en una alianza de seguridad privada, que les permitió asociarse con grandes terratenientes y empresarios al lado de las fuerzas armadas y presentarse como los defensores más importantes del establecimiento contra las guerrillas. El caso de Gonzalo Rodríguez Gacha es ilustrativo de esta relación, pues llegó a controlar tres pequeños ejércitos privados en Puerto Boyacá, San Martín y el municipio de La Hormiga, en el Putumayo, a mediados de los años ochenta del siglo 20, con los cuales combatió a las Farc y aseguró territorios para sus negocios de narcotráfico. Su alianza con las fuerzas armadas terminó cuando se asoció con Pablo Escobar en la guerra contra la extradición y participó en asesinatos de varios notables del establecimiento.

La emergencia de los grandes carteles del narcotráfico reveló la precariedad de las instituciones colombianas y la aceptación social a una amplia gama de comportamientos deshonestos, que facilitó el crecimiento de los negocios ilegales. El alcance de la ilegalidad en los negocios normales de las élites económicas es de tal magnitud, y es tan alta la corrupción de muchos políticos y funcionarios públicos, que los primeros narcotraficantes encontraron aliados naturales en todas las capas sociales, desde asesores financieros y jurídicos hasta sicarios y policías, pasando por todas las profesiones de la clase media.

La tolerancia inicial de los gobiernos de Alfonso López Michelsen (1974-78) y de Julio Cesar Turbay Ayala (1978-82) y en general de la sociedad colombiana a quienes se apodaba “los mágicos” fue premiada y estimulada por su generosa irrigación de beneficios a quienes negociaban con ellos desde la legalidad, como los propietarios de mansiones y fincas que las vendieron a alto precio, corredores de bolsa que amasaron fortunas con el lavado de dólares en la economía, empresarios que recibieron inversiones con bajos costos de capital para esconder ganancias ilegales. El presidente López abrió la puerta de entrada de los capitales del narcotráfico al crear, en medio de un rígido control a la entrada de divisas establecido por el Estatuto Cambiario de 1968, la que se conoció como la “ventanilla siniestra” del Banco de la República, para comprar dólares sin preguntar por el origen de los fondos. Al ser interrogado por el ingreso de lo que se llamó “los dineros calientes” a su campaña de reelección de 1982, López respondió con cinismo que el no usaba termómetro para tomarle la temperatura al dinero de los aportes electorales. Esta mentalidad deshonesta facilitó el ascenso de las clases emergentes y su asociación con amplios sectores de las clases pudientes.

Sólo la violencia de los ajustes de cuentas entre mafiosos y su disposición de asesinar a quienes se atravesaran en su camino, desde el Ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla en 1983, el director del diario El Espectador Guillermo Cano Isaza en 1987 y el candidato presidencial Luis Carlos Galán Sarmiento en 1989, así como el uso de explosivos para aterrorizar a la sociedad, hicieron reaccionar al gobierno de Virgilio Barco (1986-90) para emprender acciones policivas, aprobar la extradición a los Estados Unidos e iniciar la persecución contra el enriquecimiento ilícito.

La ofensiva de los narcotraficantes tuvo otra respuesta, menos exitosa, por parte del gobierno de César Gaviria Trujillo (1990-94) cuando lanzó la política de sometimiento a la justicia, que ofreció rebajas de penas y trato preferencial a quienes abandonaran el narcotráfico y se entregaran a las autoridades judiciales, a cambio de no extraditarlos a los Estados Unidos. Como esa política era de difícil aceptación por parte de Estados Unidos, Gaviria aprovechó la presencia de Colombia en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y negoció el voto favorable del país a la primera guerra contra Saddam Hussein en 1992, ordenada por el presidente George Bush, a cambio de la aceptación de Estados Unidos a la política de sometimiento a la justicia y la no extradición.

La Constitución de 1991 prohibió la extradición y al día siguiente se entregó a la justicia Pablo Escobar Gaviria, cabeza del Cartel de Medellín y autor de innumerables asesinatos y varios atentados terroristas en lugares públicos. Su fuga de la cárcel de lujo, que había acondicionado con sus propios recursos, seguida por su persecución y muerte a manos de la policía en 1993, hicieron fracasar la política de sometimiento a la justicia, que se limitó a algunos capos como los hermanos Ochoa Vásquez, mientras los demás narcotraficantes, especialmente los del cartel de Cali, gozaron de amplia impunidad para expandir negocios e inversiones, hasta el punto que les permitieron patrocinar a muchos políticos para asegurar sus intereses frente al Estado.

Al entregar su cargo el presidente César Gaviria en 1994, los jefes del Cartel de Cali financiaron las campañas de tantos parlamentarios como los patrocinados por los grandes grupos económicos privados y aspiraron a contar también con presidente propio, al aportar seis millones de dólares al candidato ganador Ernesto Samper Pizano (1994-98). Con esos fondos su campaña repartió dinero para comprar el margen de votos que le permitió asegurar su triunfo. Unas grabaciones telefónicas que probaban la financiación ilegal, reveladas por el candidato perdedor Andrés Pastrana, convirtieron al presidente Samper en rehén de todos los grupos de poder. Los Estados Unidos, en primer lugar, que exigieron pruebas repetidas de compromiso en la lucha contra el narcotráfico, como la aprobación de la ley de extinción del dominio en 1996 y la captura de la cúpula del cartel de Cali. Los militares, en cabeza del general Harold Bedoya Pizarro, comandante del ejército y luego de las Fuerzas Armadas, se sintieron deshonrados con su presidente y le negaron autoridad moral para ordenar sus políticas de seguridad, mientras seguían su propia agenda de colaborar en la expansión paramilitar. Los políticos, que recibieron todas las prebendas presupuestales necesarias para declarar inocente al presidente en el juicio político que la Fiscalía inició ante el Congreso. Finalmente, los grandes empresarios, que negociaron su apoyo institucional a cambio de políticas favorables a sus negocios.

Frente al narcotráfico, las políticas de los gobiernos de Gaviria y Samper tuvieron como resultado la destrucción de los grandes carteles de Medellín y Cali durante los años noventa y el cambio de la estructura del negocio. Al desaparecer la integración vertical de la industria de las drogas a cargo de los carteles, su vacío fue llenado por varios centenares de pequeñas empresas especializadas y por una nueva relación con carteles internacionales, especialmente mexicanos, que ocuparon el espacio perdido por los colombianos. En las regiones productoras de coca y amapola también cambió la relación de fuerzas del negocio a favor de las organizaciones armadas de las guerrillas y los grupos paramilitares, que ejercieron el control territorial de los campos de cultivo, los laboratorios y las rutas de acopio y exportación. La nueva forma de integración de los grupos armados al narcotráfico aumentó sus ingresos y también los incentivos para expandir el control territorial de las fronteras y de las regiones periféricas, a las que se desplazaron los cultivos al impulso de la fumigación y erradicación forzosas del gobierno, con financiación y supervisión de los Estados Unidos.

En este contexto del conflicto armado, que puede llamarse la guerra por la coca entre guerrillas y paramilitares, el presidente Andrés Pastrana Arango (1998-2002) intentó una negociación de paz con las Farc y como garantía para los negociadores de las guerrillas despejó de fuerza pública tres municipios del Caquetá y uno del Meta, en la región del río Caguán, desde el 7 de noviembre de 1998. Los diálogos de paz, con participación de organizaciones de la sociedad civil en mesas de discusión temática, fracasaron por exceso de temas de negociación y falta de estrategia negociadora del gobierno, pues se acordó una amplia agenda de temas de 110 puntos, que comprendían todas las instituciones y problemas políticos, sociales y económicos del país.

La publicidad de las discusiones dejó en claro dos lecciones para el país. La primera es que el establecimiento político no sabía cuáles eran las reformas sociales necesarias para superar la violencia, ni había comprendido los conflictos políticos implicados en la existencia y crecimiento de las guerrillas y los grupos paramilitares, y por tanto no había definido una oferta creíble de negociación de paz con los adversarios armados. La segunda lección es que las guerrillas tampoco tenían un programa político de reformas que pudiera constituir el contenido de una negociación de paz realista y verosímil. Sus propuestas parecieron más una plataforma electoral para atraer sectores de población marginados, pero no revelaron una representación coherente y orgánica de intereses sociales.

Una democracia no puede negociar su contenido fundamental, que es la representación de la población en el sistema político mediante elecciones y votaciones, y sustituirlo por una mesa de negociación como mecanismo de toma de decisiones. Frente a la práctica imposibilidad de una revolución, una insurgencia armada no tiene otra agenda de negociación que las condiciones de su propia desmovilización y reincorporación a la democracia, para luchar con medios legales por sus objetivos. La democracia excluye, por definición, que los fines puedan ser perseguidos con medios violentos, mientras la insurgencia justifica los medios violentos de lucha con la nobleza de los fines invocados.

Paralelamente a la negociación con las Farc, el presidente Pastrana selló una renovada alianza militar con el gobierno Clinton de los Estados Unidos en 1999, conocido como el “Plan Colombia”, que comprometió recursos de los dos gobiernos para fortalecer las Fuerzas Armadas y la justicia en su lucha contra las guerrillas y el narcotráfico. Esta alianza militar implicó también la subordinación de la estrategia de seguridad interna a los intereses de política externa de Washington y especialmente, al cabildeo de los grandes contratistas privados de servicios de seguridad de Estados Unidos, como Dynamics Corporation, beneficiaria de los contratos de fumigación aérea de cultivos ilícitos, auspiciada por el representante Benjamin Gilman, quien fue presidente del Comité de Relaciones Exteriores de la Cámara por muchos años. En virtud del Plan Colombia, por ejemplo, se vinculó al ejército en la lucha contra las drogas, al considerarla una amenaza a la seguridad nacional.

Como había ocurrido con el anterior proceso de negociaciones de Belisario Betancur en 1983, la oposición militar a la negociación de Andrés Pastrana se hizo explícita en diversas oportunidades, hasta llegar a la renuncia del Ministro de Defensa Rodrigo Lloreda Caicedo, cuando planteó su desacuerdo con el Comisionado de Paz Víctor G. Ricardo frente a la falta de reglas y condiciones para la guerrilla en la zona de despeje del Caguán. Igualmente, esta oposición de las fuerzas armadas se expresó en la condescendencia con los grupos paramilitares, que bajo el mando de Carlos Castaño asumieron el liderazgo de la oposición de las sociedades regionales a la negociación con las Farc.

Durante el mandato de Andrés Pastrana se expandió extraordinariamente rápido el dominio de los grupos paramilitares, mediante un proceso de contratación de dirigentes regionales con la cúpula de las AUC para que los primeros pagaran los costos de instalación y mantenimiento de nuevos frentes, mientras los segundos enviaban instructores y entrenaban combatientes locales, reclutados en cada región. Este fue el período en el que más claramente se demostró que un proceso de paz con las guerrillas no es posible si no existe unidad de mando entre la dirigencia política y la militar. Las Farc exigieron al gobierno el desmonte de los grupos paramilitares como condición para avanzar en las negociaciones de paz. Esa exigencia llevaba implícita la idea de que los grupos paramilitares existían como expresión de una política oficial de guerra sucia y les desconocía los márgenes de autonomía y autosuficiencia que efectivamente tenían a esas alturas. El 20 de febrero de 2002, al final de su mandato, Andrés Pastrana rompió el diálogo con las Farc y el ejército recuperó el control de la zona de despeje del Caguán.

Como candidato presidencial, Álvaro Uribe Vélez (2002-10) expresó el rechazo de una buena parte de la opinión a las negociaciones de paz con las Farc y al incremento del secuestro y la extorsión practicados por ellas. Como presidente, aumentó el gasto en defensa, recuperó la presencia policial en todos los municipios del país y ordenó una campaña militar contra las Farc, que obligó a las guerrillas a replegarse a sus áreas de retaguardia. En su relación con el estamento militar, Uribe se identificó plenamente con los objetivos de victoria militar siempre ambicionados por los generales colombianos y creó líneas directas de comunicación y mando con comandantes regionales, por fuera de los canales jerárquicos formales del ejército y la policía. Su estilo personal de asumir la gerencia directa de los asuntos de gobierno se extendió al campo de la seguridad, para el desconcierto e incomodidad de la alta oficialidad. El presidente Uribe redefinió entonces el pacto de separación de poderes entre élites civiles y militares, que había regido sin interrupciones notables desde el final de la violencia de los años cincuenta, y asumió personalmente la iniciativa en materia de seguridad. Su concepto de la seguridad se resumió en sus propias palabras: “No podemos tener más un país amenazado por guerrillas o defendido por grupos paramilitares. Necesitamos control central.”

Los rápidos éxitos logrados en la seguridad ciudadana, que fueron evidentes en el mayor control en las carreteras, la disminución del secuestro, la casi desaparición de los ataques a poblaciones y la contracción de las áreas de operaciones guerrilleras, devolvieron parte de la confianza en las instituciones armadas y abrieron la puerta a la iniciativa de negociar la desmovilización de los grupos paramilitares. Desde el gobierno de Andrés Pastrana el entonces líder visible de las Autodefensas Unidas de Colombia -AUC-, Carlos Castaño Gil, había logrado presentar su movimiento armado como una lucha política y militar contra las guerrillas y reclamaba una negociación para desmovilizar a los grupos de autodefensa con ayuda del gobierno. Castaño perdió su poder en las AUC a manos de los narcotraficantes que asumieron la conducción de bloques paramilitares y a su muerte, en marzo de 2004, había iniciado conversaciones con la DEA para definir las condiciones de su posible entrega a los Estados Unidos a cambio de información sobre el negocio del narcotráfico, en el que participaban casi todos los jefes paramilitares.. A fines de 2003 se iniciaron las conversaciones entre el Alto Comisionado de Paz Luis Carlos Restrepo y los negociadores de las AUC en Santa Fe de Ralito (Valencia, Córdoba).

Para ese momento, los que comenzaron como ejércitos privados para luchar contra las guerrillas habían evolucionado hasta convertirse en mafias armadas con alianzas con empresarios, políticos, alcaldes, gobernadores, congresistas y contratistas, de manera que articularon en una sola organización regional los negocios de narcotráfico, venta de protección, extorsión, asalto al tesoro público y robo de tierras de desplazados. Quienes negociaban su desmovilización habían llegado a la cima de sus ambiciones de acumulación de capital y movilizaban amplias redes de influencia sobre el estado en las regiones, pero estaban doblemente amenazados por su condición de narcotraficantes y de señores de la guerra.

Como narcotraficantes, su principal amenaza era y sigue siendo la extradición a los Estados Unidos para ser juzgados por sus cortes. Desde la Administración Clinton la Secretaria de Justicia Janet Reno había diseñado un programa de negociación con narcotraficantes colombianos, para lograr su entrega voluntaria a la justicia, cediendo el 80% de sus bienes al Tesoro del gobierno federal, a cambio de su libertad y su residencia en los Estados Unidos, con cambio de identidad y protección de la familia. La contraprestación era su disposición de colaborar con la justicia con información que fuera requerida por las cortes contra otros narcotraficantes. Según el estudio de los periodistas Edgar Téllez y Jorge Lesmes , cerca de 500 narcotraficantes habían negociado con el Departamento de Justicia y varios de los dirigentes de las AUC, entre ellos Carlos Castaño Gil, estaban interesados en explorar esa salida a su condición de ilegalidad. Castaño se mostró

Como señores de la guerra, a medida que aumentaba el ámbito de su poder regional y sus fortunas crecía también su distancia de la legalidad e igualmente aumentaba la ilegitimidad de la representación política y la administración de las regiones bajo su influencia. Por crímenes contra la humanidad, su principal amenaza es la Corte Penal Internacional, que se creó para juzgar este tipo de delitos cuando el Estado responsable no aplique justicia internamente.

La propuesta de negociación de paz del presidente Uribe consistió en reconocer a los miembros de las autodefensas el carácter de combatientes por razones políticas, asimilando sus conductas al delito de rebelión, y en contemplar penas reducidas a cambio de la desmovilización y el sometimiento a la justicia, que incluye la confesión de todos los delitos, la reparación a las víctimas y la no comisión de nuevos crímenes. Con ello el presidente subordinó la condición de narcotraficantes a la de rebeldes políticos y suspendió las órdenes de extradición de algunos jefes a los Estados Unidos. Al ser juzgados internamente se excluye la jurisdicción de la Corte Penal Internacional, que entrará a regir para los colombianos en 2009. De esa manera, la negociación con el gobierno fue la mejor opción de los comandantes paramilitares, casi sin excepción vinculados al narcotráfico y autores de crímenes atroces.

La desmovilización de la mayoría de los grupos paramilitares y la entrega de sus jefes a las autoridades iniciaron una serie de procesos de ajuste en el escenario político, en la industria del narcotráfico y en el conflicto armado colombiano. En política, se inició la investigación sobre la asociación de muchos políticos con los paramilitares, en un arreglo que incluía la coacción armada a los electores para que votaran por candidatos escogidos por los señores de la guerra, por un lado, y el compromiso de los elegidos para desviar recursos públicos hacia las finanzas de los paramilitares, por otro. Este proceso debería conducir al desmonte de los para-estados regionales y locales que destruyen la democracia y corrompen las funciones estatales.

En el narcotráfico se está dando un ajuste a gran escala, al desaparecer del escenario algunos grandes narcotraficantes que asumieron el control de grupos paramilitares y se desmovilizaron de la guerra y del negocio. Por una parte, anteriores lugartenientes de los capos y mandos medios de los paramilitares han mantenido o reconstruido organizaciones armadas para capturar rentas del narcotráfico mediante el control territorial. Por la otra, las FARC han expandido su control del negocio de las drogas en territorios abandonados por paramilitares, aunque reducidos a sus zonas de refugio.

El impacto de la desmovilización de paramilitares en el conflicto armado ha sido el debilitamiento de los dominios territoriales que ejercían sobre amplias regiones del país, pero no ha generado un cambio estratégico en el conflicto con las guerrillas, pues la confrontación entre éstas y los paramilitares había terminado antes de la desmovilización, gracias a acuerdos para distribuir territorios del negocio. La desmovilización ha fortalecido las organizaciones de las víctimas, que se aprestan a participar en los procesos de reparación. También ha crecido una demanda social para revelar la verdad de los crímenes de lesa humanidad que han caracterizado la acción paramilitar.

Los primeros cinco capítulos estudian las principales dimensiones territoriales del conflicto colombiano. El sexto analiza la evolución reciente del narcotráfico en las fronteras terrestres del oriente y sur del país y destaca el papel que cumplen las organizaciones armadas, guerrillas y paramilitares, en el control de los cultivos, el procesamiento y las rutas de exportación de las drogas. El acercamiento progresivo a las fronteras con Venezuela, Brasil, Perú y Ecuador anuncia el desplazamiento de los cultivos, el procesamiento y las rutas del negocio de las drogas a esos países, donde quedarán en manos de mafias locales.

El séptimo analiza la política de extinción del dominio de tierras en manos del narcotráfico, desde el proceso legislativo hasta la experiencia de la justicia en la aplicación de la ley y la administración y destino de los bienes extinguidos. En esta política el Estado avanzó más rápidamente desde finales de 2002, cuando fue aprobada una nueva ley de extinción del dominio que independizó la acción del proceso penal por enriquecimiento ilícito y trasladó la carga de la prueba sobre el origen lícito del patrimonio al presunto dueño de los bienes. Luego de una década de aplicación de la ley la justicia ha extinguido el dominio de cerca de un millón de hectáreas de buenas tierras, pero lamentablemente el Estado no ha definido una política coherente para disponer de ellas para solucionar los problemas del desplazamiento y la expulsión del campesinado, como hubiera podido hacerlo. En su gran mayoría, las fincas se encuentran en manos de depositarios provisionales, que pagan sumas nominales y capitalizan rentas a manera de privilegios gratuitos, y el gobierno ha empezado a vender en remate público las que tienen sentencia definitiva de extinción.

El propósito del libro es ofrecer un análisis amplio, con muchas dimensiones, de los principales problemas de violencia e ilegalidad que han afectado a Colombia en las últimas décadas y de los errores y aciertos de los distintos gobiernos en sus intentos de solución. El autor ha recorrido 30 de los 33 departamentos del país en los últimos 39 años en trabajos de investigación social y tiene, por tanto, conocimiento directo para tener un punto de vista personal sobre muchos de los temas tratados. El libro no contiene recetas ni ofrece soluciones mágicas, pero puede ayudar a mejorar la comprensión de los problemas del país, para que las mentes brillantes de las nuevas generaciones tengan a la mano los datos básicos del problema colombiano.