REPORTAJE

Chengue, un pueblo sin justicia ni perdón

Después de siete años de la matanza de 27 campesinos y de la que se sindica a varios militares por su participación, altos oficiales de la Armada se pararon frente a las madres, esposas y hermanas de las víctimas. Semana.com estuvo en el encuentro, donde, sin embargo, faltó pedir disculpas, algo que todos querían que ocurriera.

Juan Esteban Mejía Upegui
22 de enero de 2008
El coronel Rafael Colón (comandante de la primera brigada de Infantería de Marina), el vicealmirante Edgar Cely (jefe de Operaciones Navales) y el contralmirante Roberto García (comandante Fuerza Naval del Caribe), fueron a Chengue, donde ocurrió una masacre, presuntamente, con participación de militares. Foto: Daniel Reina.

María Cequea siempre escuchó que la masacre del corregimiento de Chengue, en el municipio de Ovejas (Sucre) se hizo ante los ojos de la Policía y la Armada. En aquella mortandad, que ocurrió en la madrugada del 17 de enero de 2001, ella perdió a su esposo, su hermano, dos cuñados, dos tíos y cuatro primos.

Durante mucho tiempo, le tuvo miedo a los uniformes camuflados y verde oliva. En cada aniversario de la tragedia, maldecía llorando a los verdugos y a quienes no los contuvieron. Pero el jueves pasado, cuando se cumplían siete años de la tragedia, lloró frente al vicealmirante Edgar Cely (jefe de Operaciones Navales), el contralmirante Roberto García (comandante Fuerza Naval del Caribe) y el coronel Rafael Colón (comandante de la primera brigada de Infantería de Marina).

Por primera vez desde que ocurrió la masacre, altos oficiales de la Armada se pararon frente a 27 esposas, madres, hermanas y parientes de igual número de hombres que murieron en aquel trágico amanecer.

Fue un acto donde estuvieron cientos de personas, incluso de poblados vecinos. En dos carpas se ubicaron las mujeres mirando de frente a los oficiales. Estaban justo en el mismo lugar donde 80 paramilitares mataron a los hombres del pueblo con golpes en la cabeza. Ellas lloraron. Sembraron 27 árboles para honrar a los muertos. Y el almirante Cely dijo un discurso en el que se refirió a la población de Chengue como gente “fuerte, valiente y trabajadora”.

Después, María protagonizó un acto de hidalguía. En un rincón de la plaza y en privado, abrazó al coronel Colón. “Yo no tengo ningún rencor. Yo sé perdonar y si me piden perdón, los disculparía sin pensarlo”, le dijo. Él y los demás oficiales sabían de qué hablaba. Pero nunca se escuchó la palabra que ella y las demás mujeres querían oír.

¿Por qué no les piden perdón a estas mujeres? “Porque siempre hemos reconocido que hay territorio al que no hemos llegado. Ahora estamos trabajando para tener presencia en todas partes”, respondió el almirante García.

Pero lo grave en la masacre de Chengue no era la falta de presencia de la fuerza pública, sino que sí la había y no actuaron, según lo han establecido diversas versiones a lo largo de estos años.

Nadie detuvo a los ‘paras’

La investigación de la Procuraduría sobre la masacre da cuenta de que en la mañana del 16 de enero de 2001, un suboficial de la Armada se reunió con el paramilitar Rodrigo Pelufo, alias ‘Cadena’, jefe del bloque Montes de María. El encuentro ocurrió en la finca El Palmar, en el municipio de San Onofre, donde el militar le entregó armas, camuflados y municiones a cambio de “un fajo de billetes”.

A las 11 de la noche del mismo día, dos policías reportaron haber visto tres camiones llenos de hombres vestidos de camuflado y armamento de largo alcance en la vía que de San Onofre conduce a Toluviejo.

En los libros de comando de la Policía de Sucre consta que antes de las 12, el coronel Rodrigo Quiñónez, entonces comandante de la primera brigada de Infantería de Marina, fue informado del tránsito de los vehículos con paramilitares.

Después, él les ordenó a sus subalternos verificar la información, a pesar de que “desde ese momento podía ser calificada como clara, actual y seria”, según lo considera la Procuraduría. “Se tornaba irrelevante e inocua una labor de análisis y verificación de los datos”, señala ese ente de control.

Por eso, a la compañía Dragón, que se encontraba cerca de Chengue, a unos ocho kilómetros, nunca le dijeron nada sobre los tres camiones que viajaban por la vía hacia ese corregimiento.

La Procuraduría consideró en su momento, que desde cuando le avisaron al coronel Quiñónez de la presencia de los paramilitares, hasta la hora de la masacre (4:45 de la mañana, aproximadamente), tuvo suficiente tiempo para que sus tropas reaccionaran. Además, “tenía a su disposición los recursos logísticos idóneos para impedir el hecho, y concretamente camiones y helicópteros para transportar la tropa”.

Para el ente de control, los militares sólo reaccionaron después de haberse cometido la masacre. Por eso, ordenó sanciones disciplinarias contra cinco oficiales y suboficiales de la Armada Nacional.

En 2005, el entonces representante Gustavo Petro hizo un debate sobre el paramilitarismo en Sucre. En su intervención, dijo que no entendía por qué la Procuraduría había sido tan drástica con los militares y no con los policías. Para él, éstos fueron quienes realmente permitieron el tránsito de los hombres que masacraron a los campesinos de Chengue.

Según dice, hay evidencias de que en los libros de la Policía de Sucre fueron borradas las horas en que vieron los camiones con hombres armados y vestidos de camuflado. “Eso ocurrió a las 7 y media de la noche, y no a las 11, como dicen”, manifestó Petro.

Con base en testimonios, el entonces representantes denunció que “hasta hubo intercambio de gritos entre los uniformados y los hombres de los camiones”. Pero “sólo vinieron a comunicarle la presencia de los paramilitares a los oficiales de la Armada a las 11, cuando ya ellos estaban en Chengue. Allí esperaron para atacar al amanecer”. Luego, aseveró que “no hay sanciones contra los policías y sí contra los militares, que fueron los únicos que se movieron esa noche”.

Horrible amanecer

Lo cierto de todo es que, sin mayores tropiezos, los paramilitares llegaron a Chengue en la madrugada del 17 de enero. Allí “se vivía bueno”, según sus habitantes. La población se sostenía, principalmente, del cultivo y la venta de aguacates y maíz, cuya calidad era reconocida en la región. Las casas tenían servicios de energía y agua, y estaba en proceso la construcción de un alcantarillado.

Sí los visitaban guerrilleros del frente 37 de las Farc, al mando de ‘Martín Caballero’, que era el grupo que tuvo presencia durante mucho tiempo en la zona. Sin embargo, nunca vivieron una escena tan violenta en el corregimiento.

María vivía feliz. De hecho, a sus 42 años jamás había probado habitar en ningún otro sitio. Su matrimonio con Jaime Meriño duró 27 años, hasta el día de la masacre. Siempre estuvo tan enamorada como el día en que lo aceptó por esposo ante el cura. A punta de amor, lograron conseguir un patrimonio, lo que les ayudaba a ser más felices aún. “Teníamos una casa propia con los muebles en la sala, el comedor, la nevera, la licuadora, el abanico... lo teníamos todo”.

Pero en aquel inolvidable amanecer, despertó de un brinco cuando sintió que golpearon violentamente la puerta de su casa. Eran hombres armados que les ordenaron salir a la plaza a ella, su esposo y sus dos hijos. Estaba oscuro. Los ‘paras’ habían cortado la energía antes de pasar por cada vivienda. En el parque estaban otras familias del corregimiento. A los hombres los hicieron tenderse en el suelo, bocabajo.

Uno por uno, los ‘paras’ hicieron pasar a los señores a otro lugar de la plaza, dizque donde estaba el computador. Pero María ya sabía que iban hacia la muerte. Ninguno regresaba. Se desesperó viendo que en el suelo estaban 10 varones de su familia, incluido Jaime, su esposo. Suplicando, les dijo a los ‘paras’ que la mataran a ella, que no iba a ser capaz de seguir viviendo sola, sin apoyo, sin sus parientes y con dos hijos por sacar adelante.

Pero la ignoraron y, pronto, empezaron a decirles a sus familiares que fueran a donde estaba el computador. Cuando ellos llegaron allí, encontraron que en realidad se trataba de un ‘matadero’, donde ya habían muerto sus vecinos, después de haber sido sindicados de auxiliadores de la guerrilla. Todos recibieron golpes en la cabeza con mazos de moler piedra. Así murieron 24 campesinos. Pocos alcanzaron a escapar. A otros tres se los llevaron y aparecieron muertos al rato.

Condenados al destierro

Después de provocar un verdadero ‘océano’ de sangre, los paramilitares pintaron en las paredes de algunas casas letreros que decían “fuera, guerrilla comunista”. Luego saquearon y quemaron algunas viviendas. Antes de partir, les dijeron a las mujeres y a los niños que se hicieran a la idea “de que ya perdieron este pueblo. Si a la próxima regresamos y los encontramos, terminamos con todos ustedes”.

Al escuchar eso, María salió corriendo con su hijo, de 15 años, y su niña, de 8. Todo lo que representaba su alegría, quedó atrás. Eso les pasó a las otras 300 personas que tuvieron que salir esa noche. Cuando se inició el éxodo, aparecieron en el aire helicópteros, disparando.

María corrió mucho; se fue por matorrales; pasó el día caminando, huyendo. De repente, se sintió sola. No veía ni a sus hijos, ni a sus vecinos, ni a su familia. Entonces volvió a correr desesperada por matorrales que no conocía, tratando de hallar alguna pista de los suyos. Hasta que llegó a Ovejas a las 9 de la noche. Allí supo que los vecinos le habían llevado por buen camino a sus hijos.

Era apenas el comienzo del sufrimiento. María, acostumbrada a tener su casa, sus enseres, empezó a pagar arriendo, a dormir en colchonetas. Aún está sin cultivos ni de aguacate, ni de maíz.

Lo único que le queda es su fuerza de trabajo, que vende en el servicio doméstico “por muy poquita plata, porque eso lo pagan muy mal”. Para cubrir los gastos de alimentación, estudio de los muchachos y servicios, hace pasteles y los vende en la calle. A pesar de tantos esfuerzos, sus hijos han tenido que dejar de estudiar por largas temporadas, debido a la falta de dinero. Así han sido los últimos siete años para ella.

Sin justicia

Mientras tanto, el caso de la masacre se rodeaba de misterio, de injusticia. La fiscal Yolanda Paternina quedó encargada de la investigación. Cinco días después de la matanza, supo que los 80 hombres que asesinaron a los campesinos de Chengue estaban acampando en el predio Chile, en San Onofre.

La funcionaria les manifestó a los militares “su voluntad de intentar la captura de los responsables de la masacre. Sin embargo, no encontró respaldo”, según la investigación de la Procuraduría. Pese a todo, los hallazgos de la funcionaria fueron revelando cada vez más verdades sobre el caso.

En agosto de ese mismo año, Luis Camilo Osorio asumió como Fiscal General de la Nación. Según le dijo un fiscal a la ONG Human Right Watch, una de las primeras consignas del nuevo funcionario a sus subalternos fue que “redujeran la atención que se les da a los casos de actividad paramilitar”.

Según esa organización, Osorio despidió o hizo renunciar a varios fiscales que llevaban casos de graves violaciones a los derechos humanos. A otros les quitó los expedientes cuando ya tenían bien avanzadas sus investigaciones.

Por esos días, también apareció Jairo Castillo, conocido con el alias de ‘Pitirri’, que hoy es el testigo estrella del caso de la para-política. Él señaló al coronel Quiñónez y a ‘Cadena’ como los responsables de la masacre.

Su testimonio era de vital aporte para las averiguaciones que ya había hecho la fiscal Paternina. Confirmaba lo que años más tarde reveló Petro en el Congreso: la relación entre políticos de la región con los grupos paramilitares que perpetraron la masacre. La verdad a la que estaba llegando la funcionaria era producto de un trabajo coordinado con otros investigadores. Dos de ellos desaparecieron en junio. Su paradero es incierto.

En realidad, la fiscal estaba adentrándose en terrenos oscuros, tenebrosos. Y eso le costó la vida. El 29 de agosto, hombres armados la mataron en Sincelejo, cuando llegaba a su apartamento en compañía de su esposo y sus hijos. Más tarde, ‘Pitirri’ declaró que el gobernador de Sucre, Salvador Arana, fue quien ordenó el homicidio y que lo ejecutó ‘Cadena’.

Tras la muerte de la fiscal, la investigación quedó en manos de Oswaldo Enrique Borja, del CTI. Un año más tarde, el primero de julio de 2002, fue muerto a tiros cuando salía de su casa en Sincelejo. Todo esto, daba cuenta de que quien tocara los folios, derramaría sangre.

En últimas, el expediente pasó de mano en mano y se perdió tiempo valioso para adelantar la investigación, según deduce la Human Right Watch. Osorio terminó absolviendo al coronel Quiñónez de cualquier responsabilidad penal sobre la masacre.

Mientras tanto, toda la región de los Montes de María seguía impregnándose de terror. Al miedo por las masacres, las desapariciones y los uniformes camuflados y verde oliva, se sumó la desconfianza en la justicia. Las víctimas siempre estuvieron al tanto de lo que ocurría con los procesos, bien fuera porque sus abogados llegaban con las malas nuevas, o por los medios de comunicación.

Colón trajo confianza

Por esos días, ya era famoso el nombre del coronel Rafael Colón, de la primera brigada de Infantería de Marina, que se había convertido en una amenaza para los narcotraficantes, paramilitares y guerrilleros de los Montes de María.

Al poco tiempo, llegó el proceso de desmovilización de los ‘paras’. ‘Cadena’ fue a dar a Santa Fe Ralito, después de ser acorralado por los hombres de Colón.

Con él, la Armada inició una campaña para que la gente perdiera sus miedos hacia los militares. Fue una ardua labor. Lo primero que hizo fue reportar logros en las operaciones contra los grupos armados. Los persiguieron por tierra, mar y aire. Hicieron capturas. Allanaron sus propiedades y, con minuciosa inteligencia, lograron incautar en menos de un año 3,5 toneladas de cocaína en el golfo de Morrosquillo.

El coronel Colón tenía en una mano los recursos y los hombres para dar golpes militares a los grupos ilegales. En la otra, debía tener algo que parecía un imposible: la confianza de la gente. Quiso agarrarla. Para lograrlo, visitó casa por casa de cada poblado por donde pasaba. Dedicó largas horas al diálogo con la gente. Escuchó sus temores. Planteó soluciones.

Se fue ganando a la gente y, al mismo tiempo, se volvió una incomodidad para algunos políticos cercanos a ‘Cadena’. Algunos, incluso, movieron influencias para sacarlo de la zona, argumentando que sólo perseguía a los paramilitares, pero que estaba olvidándose de los guerrilleros. A lo que el oficial respondió que “el 95 por ciento de la tropa está destinado a las zonas donde operan las Farc y apenas 5 por ciento en la lucha contra las AUC”.

Quienes quisieron tumbarlo, no lo lograron. Al contrario, en 2005 el coronel Colón quedó a cargo del comando de la primera brigada de Infantería de Marina, el mismo puesto que hacía pocos años había ocupado el coronel Quiñónez.

Cuando Colón acababa de asumir su nuevo cargo, ‘Cadena’ estaba ausente, concentrado en el proceso de desmovilización en Ralito. Pero en noviembre de ese año, se desapareció. No se sabe si está muerto o vivo. Lo cierto es que la gente de la región tiene confianza en que, si vuelve, no habrá motivo para pensar que está aliado con Colón.

Él les ha sabido inspirar tranquilidad. Líderes y habitantes hablan de una percepción muy diferente sobre el camuflado. “Tenemos buena relación con los soldados. Incluso, uno los ve por ahí a cada rato y nos tratamos bien”, comenta Dulis Acevedo, una líder de Chengue que está coordinando el retorno de sus vecinos desplazados.

Difícil regreso

Por eso han vuelto 22 de las 60 familias que huyeron de Chengue tras la masacre. Junto con Acción Social de la Presidencia, se están haciendo labores para acondicionar el pueblo para quienes decidan volver.

María aun no se le mide al retorno porque ya compró una casa de 12 millones de pesos en Ovejas con un subsidio que le dio el Gobierno. No tiene muebles ni una cocina dotada, pero la siente como su nuevo hogar.

Volver a Chengue, para ella, es empezar de nuevo. El corregimiento está sin energía, sin agua y el proyecto de alcantarillado está quieto. Las casas, por mucho, tienen puertas y ventanas. Ya no es lo que fue. Y menos con la imagen latente de los 24 cuerpos tendidos en el suelo, muertos y bañados en sangre.

María tardó dos años en visitar a Chengue. Cuando volvió, fue duro. Revivió la escena que no quería repetir. Pero debía volver porque allí sigue teniendo su finca, donde los árboles de aguacate siguen dando frutos. De vez en cuando va, echa un vistazo, recoge lo que pueda llevarse y sale de nuevo hacia Ovejas.

Ni justicia, ni perdón

El deterioro del pueblo va más rápido que la justicia. Tanto, que ya no hay esperanza de que ésta llegue. En febrero de 2007 se abrió una esperanza. La Fiscalía encontró que había suficientes motivos para vincular al coronel Norman Arango, que para la fecha de la masacre era comandante de la Policía de Sucre, a un oficial y un suboficial.

Los cargos son por omisión, al no entregarle la información oportuna a la Armada sobre el tránsito de los tres camiones cargados con paramilitares que iban hacia Chengue, tal y como lo denunció Petro en 2005.

Son muchos los vinculados en la masacre. Muchos los investigados. Pero sólo hay dos condenados y hacen parte del grupo de 80 ‘paras’ que perpetraron la matanza. Por eso, ya nadie sueña con justicia. Con reparación, menos porque apenas hace unos meses el paramilitar ‘Juancho Dique’ reconoció en versión libre su participación en la mortandad. Y lo que sigue es largo.

Lo único que está al alcance es que alguien siquiera se digne a pedir perdón. Eso esperaban en Chengue en el séptimo aniversario de la matanza. Y no llegó. Quién sabe si será posible que escuchen algo que tantas personas deben pedirles y que están dispuestos a conceder sin siquiera pensarlo, porque unos cuantos, quizá menos que los implicados en el crimen, han sabido inspirarles confianza.