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El escritor Antonio Ungar es el nuevo ‘blogger’ de Semana.com

El colombiano, escogido recientemente como uno de los 39 mejores escritores menores de 39 años, reseñará su vida en Israel como musulmán converso y contará otras historias desde el otro lado del mundo. No se lo puede perder.

27 de abril de 2007

Ungar es uno de los escritores más influyentes y reconocidos de la nueva generación por sus libros de cuentos ‘Trece Circos Comunes’, ‘De ciertos animales tristes’; sus novelas ‘Zanahorias Voladoras’ y ‘Las orejas del Lobo’ (traducida al francés y al alemán). También, por las crónicas que escribe para medios en Colombia, España y México.

Pero su blog no será sobre disertaciones literarias, ni opiniones con sesgo intelectual. Será sobre su vida como musulmán converso en territorio judío. Sí, Ungar se convirtió al Islam y se fue a vivir a Israel, donde todos los días sufre por la discriminación y los prejuicios cotidianos en un país en guerra. Él compartirá todas sus vivencias, y las de sus vecinos en la bitácora que ya está al aire y se actualizará varias veces a la semana. 

A continuación su primer blog:
 
"Diario de Oriente Medio
 
 Volver a Israel


Los preparativos para el vuelo que me trajo a Israel fueron meticulosos. No quería repetir la experiencia del año pasado, cuando entré al aeropuerto de Tel Aviv con un documental sobre Arafat de regalo y el Corán para leer en el avión. Suficiente material subversivo como para no dejarme pasar y ponerme en un cuarto aparte. En el cuarto aparte un guardia de seguridad me preguntó para donde iba y yo le respondí con sonrisa de oreja a oreja que para la casa de mi novia, Zahie Kundos, en Jaffa, el barrio árabe. El policía, desconcertado por la forma en que insistía en echarme la soga al cuello, se limitó a mirarme de arriba abajo y a repetir I understand, I understand, I understand.

Acto seguido, como esos presentadores de concurso que quieren salvar al peor participante de una derrota segura, me preguntó en dónde había sido expedido mi pasaporte austriaco y yo cometí el error de seguirle diciendo la verdad: que no me acordaba (viví siete años en España y no sabía si había hecho los trámites en ese país o en Colombia). Esa duda más todo lo anterior hizo que el tipo no tuviera más remedio que aplicar conmigo el código de búsqueda de terroristas y entregarme a la policía.

Dos miembros de la policía con traje y corbata llegaron a los pocos minutos, me llevaron a un segundo cuartico y allí me interrogaron durante cuarenta minutos. Preguntas acerca de mi infancia, de mis amigos, de mi familia, de mi ocupación, de la ocupación de mi novia, de mis lecturas, de mi posición frente a la guerra en Irak. Me repitieron dos y tres veces las mismas preguntas buscando contradicciones. Del segundo cuartico salí al tercero, en otra zona del aeropuerto, en donde otro encorbatado me hizo desnudar completamente y pasó mi ropa por un aparato como salido de Matrix que detecta los niveles de explosivos.

Acabada la sesión en pelota, otro policía se llevó mi computador y mis pasaportes. Del tercer cuartico pasé al cuarto, en donde dos tipos de uniforme azul me interrogaron otra vez. Durante el segundo interrogatorio perdí la paciencia y empecé a responder con gritos a todas las preguntas. Un israelí ruso que conducía la sesión quiso saber porqué estaba tan nervioso. Le grité que en cualquier país del mundo lo que estaban haciendo era ilegal. Me miró de arriba abajo con media sonrisa y me respondió que no estábamos en otro país del mundo, que estábamos en Israel.

Le grité que mis abuelos paternos habían sido sacados de Austria por los nazis, que mucha gente de mi familia había muerto por tener sangre judía. El ruso volvió a sonreír y me peguntó si yo era judío. Le dije que mis dos abuelos paternos eran judíos. Me dijo que si mi papá no se había casado con una mujer judía y yo no había hecho los ritos del judaísmo (para entonces conocía toda mi vida) no entendía qué interés podía tener un tipo como yo en venir a Israel. Ante semejante imbecilidad entendí a qué me enfrentaba y me di por vencido.

Me acomodé en mi rincón cual personaje de Kafka y me resigné a responder por enésima vez a las mismas preguntas. Cuando estuvieron completamente seguros de que yo no era un terrorista a punto de explotar sino un escritor despistado, me dejaron pasar al cuartico número cinco. Ahí le estaban sacando toda la información a mi portátil con un cable que iba a otro computador. Cuando me devolvieron el portátil ya empacado en su maletín, apareció una mujer policía muy guapa que llevando mis dos pasaportes en la mano me acompañó hasta la banda recolectora de maletas. Allí me devolvió mi identidad con una sonrisa, hizo una llamada por radio teléfono y sin ningún cinismo me dijo Welcome to Israel.

No queriendo repetir la experiencia, esta vez entré con un mail de invitación escrito por un amigo judío, no traje nada escrito en árabe, dije que era un escritor que venía a buscar opciones para traducir mis libros, me aprendí de memoria la fecha y lugar de expedición y expiración de mis dos pasaportes. La estrategia funcionó. Le mostré el mail al policía de inmigración. Me miró de arriba abajo. Me preguntó a qué había venido. Le eché la historia del escritor. Me dijo que esperara a un lado.

Después de veinte minutos, traumatizado por mi llegada anterior, le dije que si no me creía llamara al teléfono que figuraba en el mail y preguntara. Me dijo que ese era el problema: estaban llamando y nadie contestaba. Me comí las uñas hasta que media hora después mi amigo judío por fin se despertó y contestó. Confirmó que yo no era un terrorista peligroso. Cuando salí a la calle paré un taxi. Le pregunté al tipo cuánto me cobraba hasta el barrio de Jaffa. Me dijo el doble del precio real. Pudo haber sido el triple como la primera vez, así es que decidí aceptar. Eché mi equipaje en el maletero, me acomodé en el asiento delantero y me dispuse a ver la luz del amanecer sobre el Mediterráneo".
Por Antonio Ungar