Cultura
El mester de juglaría colombiano por Juan Gossaín y Daniel Samper
La semana pasada Daniel Samper y Juan Gossaín se convirtieron en miembros de la Academia de la Lengua Colombiana. Su ingreso estuvo acompañado por un escrito donde se hace una comparación entre los juglares de la edad media y los cantores vallenatos de la costa norte colombiana.
Comenzamos por advertir que, a pesar de las pesquisas adelantadas, no hemos podido encontrar un antecedente colombiano que avale nuestra decisión de ingresar a la Academia Colombiana de la Lengua en una ceremonia unitaria, lo que en el lenguaje de la tauromaquia se conoce como una faena al alimón.
Pero, en cambio, en nuestro propósito de justificar esta conducta heterodoxa, no podemos menos que recordar una jurisprudencia oratoria tan ilustre, mucho más que el caso nuestro, naturalmente, como fue aquella conferencia a cuatro manos que Federico García Lorca y Pablo Neruda ofrecieron en la primavera de 1933 en el Pen Club de Buenos Aires sobre Rubén Darío, "padre y maestro", como bien lo invocó Jorge Guillén, relator del episodio.
Tres afinidades entre nosotros dos, académicos en agraz, explican la singular ceremonia a que ahora asistimos. En primer término, el hecho de haber sido elegidos de manera simultánea para esta distinción que nos enorgullece y que sólo se puede entender gracias a la generosidad de aquellos que a partir de hoy empezaremos a llamar "colegas", con cierta timidez virginal. En segundo lugar, nuestra común condición de contemporáneos, congéneres y periodistas, vale decir, pares en los años, el sexo y el oficio. Pero, además, y por encima de todas esas consideraciones preliminares, la amorosa coincidencia de nuestra pasión por la música costeña de acordeón, parte de la cual se conoce hoy llanamente como vallenato.
Los trovadores y juglares que compusieron o interpretaron los merengues, paseos, puyas y sones a lo largo del Caribe colombiano, de pueblo en pueblo, y a lomo de mula, constituyen nuestro propio mester de juglaría, del mismo modo como sus primeros antepasados castellanos nos legaron el venerable acopio del que nacen la poesía y el romance en nuestra lengua. De ellos dijo bellamente Meira del Mar que eran "rapsodas, aedas, trovadores, andariegos de la tierra, portadores en sus alforjas del mensaje del espíritu".
Lo que nos proponemos demostrar en este acto es que, en el fondo de las tradiciones vallenatas, tan entrañables para el pueblo colombiano, existe una herencia de noble estirpe que viene desde los orígenes de nuestra más auténtica poesía. Siete siglos después de don Gonzalo de Berceo, quien se proclamó "trovador de la Virgen", irrumpen en el norte de Colombia las mismas circunstancias, similar inspiración, el amor invencible por la palabra y hasta idénticas expresiones del pueblo que buscaba su manera de manifestarse. La palabra, otra vez, había roto las barreras de la geografía, de la distancia, del tiempo y del espacio, pero no el cordón umbilical que la une con el idioma.
Son casi tan incontables como admirables los grandes autores españoles que han reconocido la deuda que tiene contraída nuestra literatura con aquellos juglares medievales: Manuel Milá y Fontanals, Marcelino Menéndez y Pelayo, Ramón Menéndez Pidal, Emilio García Gómez, Manuel Alvar y Francisco Rico, entre otros. A su turno, algunos escritores colombianos --García Márquez, el primero de todos-- han intentado hacerle un abono, que después de "Cien años de soledad" ya no se puede llamar precario, a la acreencia que la cultura de este país mantiene con los trovadores populares de nuestro suelo y de nuestro tiempo. No hay duda de que esta reunión que hoy nos congrega es el homenaje que la Academia de la Lengua, con su hospitalidad generosa, rinde a nuestros poetas descalzos.
En rigor histórico habría que decir, a diferencia del texto bíblico, que en el principio de la creación juglaresca no fue el verbo, sino la música. No en vano García Lorca, ese gran músico y poeta, recordó en su ensayo magistral sobre don Luis de Góngora que en aquellas canciones populares los trovadores recogían "desde las serranas de Ávila hasta la voz de los rufianes en las tabernas y las quejas de las plebeyas burladas por sus amantes".
Poesía juglaresca y música nacieron, pues, unidas. Las dificultades existente entonces para fijar la música por escrito o en grabación han hecho que muchos historiadores olviden la noción de que esos poemas llevaban un acompañamiento musical. Se trataba más que todo de una monodia interpretada con laúd, cítara, lira o rabel. Quienes no conocen bien el vallenato dicen, precisamente, lo mismo de su música, y llegan al extremo de llamarla monocorde. Está claro que nunca oyeron un paseo de Julio Erazo.
En cambio, el sencillo registro de las letras en cancioneros -como los provenzales y catalanes del siglo 13 y el castellano de Juan Alfonso de Baena en el 15- permitió que los textos se perpetuaran sin dificultad en nuestra tradición literaria. Lo cual, insistimos, no debe hacernos olvidar que esa tradición, tanto en el medioevo español como en los siglos recientes de Colombia, es eminentemente oral y se expresa en las coplas campesinas santandereanas, los joropos casanareños, los cantos de vaquería de Bolívar, los gritos de monte sinuanos, las décimas de tronco y rama que hoy siguen cantando rústicos juglares como María de los Santos Solipá, Cristóbal José Petro o Juan Doria Durango en los caminos del Sinú.
Ante la miopía de la crítica literaria que desconoce el valor de la música, observa el estudioso francés Henri-Irenée Marrou: "Admiro la tranquilidad de conciencia de esos graves eruditos que han consagrado largos años y gruesos volúmenes a la poesía lírica de los trovadores sin otorgar atención a su música". Así lo afirma también Menéndez Pidal en su excelente historia de la poesía juglaresca, cuando dice: "el canto público fue la única literatura que existió en los idiomas románicos, antes de que la masa cerrada de los escritores latinizantes llegase a percibir que la lengua de los cantores profanos o religiosos podía ser un instrumento digno de asuntos literarios más doctos".
El mester de juglaría, entonces, nace cantando; y orando nace el de clerecía. Solo a mediados del siglo 14, según nos advierten Carlos Alvar, José Carlos Mainer y Rosa Navarro, empiezan a apartarse en el castellano la música y la letra, y surgen "las primeras composiciones poéticas destinadas a la lectura y no al canto". A fin de no incurrir en el mismo pecado, hemos procurado que esta noche versos y notas permanezcan vinculados íntimamente. Ello explica la extraña presencia en este paraninfo de acordeones, guacharacas y cajas vallenatas.
Queremos agradecer de todo corazón la amable comparecencia de los Reyes del Acordeón Gonzalo El Cocha Molina y Alvaro Meza, y de los cantantes Ivo Díaz y Penchi Castro. A Molina lo acompañan en la caja el legendario Pablito López y en la guacharaca Alberto Castilla. A Meza, respectivamente, José Miguel Herrero y Edgar Romero. Si nos permiten la licencia, y dicho con el mayor respeto, ellos son los equivalentes, en su exigente mester, a don Miguel Antonio Caro y don Rufino José Cuervo.
Para que este solemne recinto los conozca, les hemos solicitado que interpreten uno de los más antiguos cantos vallenatos. Se trata de "El amor amor", obra popular y más que centenaria, de autor anónimo y múltiple. Estamos seguros de que el querido maestro José Antonio Rey León habría podido explicar el vetusto origen español de algunas de estas coplas.
AQUÍ LAS COPLAS DEL AMOR AMOR INTERPRETADAS POR LOS DOS CONJUNTOS
Muy distinta a la vallenata era la música medieval, por supuesto. De las lenguas de España, la más rica en esta tradición, la que produjo una constelación de trovadores y juglares célebres -entre ellos los famosos Giraut de Bornel y Alfonso el Trovador-- fue la catalana, como lo acreditan un corpus importante de 2.500 poemas y varias decenas de partituras primitivas,. Decía don Ramón Vinyes, aquel famoso sabio que contagió de literatura al Grupo de Barraquilla y pasó a la leyenda como personaje de Cien años de soledad: "Cuando los ingleses comían carne cruda, nosotros, en Cataluña, teníamos más de trescientos trovadores".
Las afirmaciones que hacemos nos imponen la carga de la prueba. Por ello, y apenas como un ejemplo de la melodía que acompañaba a los poemas juglarescos catalanes, hemos traído esta noche una grabación que corresponde a "Can vei la lauzeta mover", compuesta a fines del siglo 12. Es una canción del lemosín Bernart de Ventadorn, que fue maestro de trovadores en España y amante de doña Leonor de Aquitania hasta que se la quitó el rey Enrique II de Inglaterra: eran los tiempos del amor cortés, pero lo cortés no quitaba a nadie lo valiente. Esta canción de Ventadorn inspiró a Dante Aligheri la primera estrofa del Canto Segundo de El Paraíso. Será una audición brevísima para alimentar la curiosidad de la platea. Oigamos, pues, un mínimo fragmento de "Cuando veo la alondra mover las alas de la alegría."
AQUÍ BREVE AUDICION DE "Can veta la lauzeta mover" (Menos de 1 minuto)
Los cantores catalanes fueron la vía a través de la cual llegó a España el más articulado y reconocido mester de juglaría medieval, el provenzal, procedente del sur de Francia . Juglares y juglaresas, trovadores y trovadoras, ministrales y segreres florecieron en Yugoslavia, Alemania (los célebres Minnesängen), Italia ---donde Francisco de Asís se proclamaba "juglar de Dios"-- y aun antes, en el mundo árabe, al cual debe tanto la primera aurora de nuestra poesía. En sus hombros viajaron la crónica de acontecimientos, los mensajes de amor, las historias tiernas y los relatos graciosos.
A propósito de trovadoras, debemos reconocer que en materia de sexo era más abierto a la participación y la competencia de las mujeres la juglaría medieval que sus herederos vallenatos. En aquellos tiempos Leonor de Aquitania, tan célebre y tan bella, no solo era la musa de Bernardt Ventadorn, como queda dicho, sino también compositora, y la condesa de Día, a pesar de estar unida en matrimonio al trovador Guilhem de Peitieu, dedicaba encendidos cantos de amor al juglar Raimbaut d'Aurenga.
La historia reconoce que los provenzales condujeron la juglaría a sus más elevadas cumbres, y desde esas alturas proyectaron su influencia sobre la vecina y a veces inseparable Cataluña, al occidente ibérico -la región galaico portuguesa-y, por último, al centro de la península. Buena parte de la temática de la poesía popular --verbigracia, el amor de Corte y el cantar de gesta--, así como las características de sus expositores, aparecen ya definidas a comienzos del siglo 12.
Mencionemos algunas. El trovador componía, y el juglar interpretaba, y, por su aporte creativo, el primero se hallaba varios peldaños por encima del segundo, no solo en la rígida escala social de la época, sino en la consideración de su arte. Giraldo Riquier de Narbona es uno de los que insiste ante el rey Alfonso X el Sabio, el de las cántigas o cantigas, para que se prohibiese en la corte denominar juglares a los trovadores. Una característica adicional: algunos trovadores escribían para que sus cantos fuesen interpretados solo por determinados juglares.
Con el transcurso del tiempo y el suceso de sus composiciones, los trovadores, no esquivos a la gloria, optaron por incorporar ocasionalmente su nombre a los versos de la obra. Igual han hecho los vallenatos, cuando nos cuentan que "yo soy José Antonio Serna", que "Adolfo Pacheco Anillo aquí viene a saludarte", que "Gustavo Gutiérrez canta" o que "este paseo es de Leandro Díaz, pero parece de Emilianito". Con ello buscaban antiguamente sobreaguar en el mar anónimo que consumió a muchos de estos cantos, y en los tiempos actuales la inclusión del autor persigue, además, evitar la burla a sus derechos intelectuales.
Una característica más es que los juglares solían meter mano en los poemas del trovador, hasta el punto de que, al cabo, algunos cantos se hacían casi irreconocibles y corresponde hablar de una autoría final colectiva. Por añadidura, el trovador podía permanecer en su castillo o en su corte, pero era esencial a la naturaleza del juglar el movimiento, la traslación de aldea en aldea, donde cantaba y aprendía. Todo lo anterior se repite en la juglaría vallenata.
Hemos mencionado el verbo aprender, y resulta interesante decir algo más respecto a la manera como poco a poco empiezan a sugir cánones formales en lo que era una manera libérrima y espontánea de cantar. No hay arte que no demande unas leyes, que no desarrolle unas pautas para hacer las cosas más bellas o más difíciles, y al cabo del tiempo también la materia prima de la juglaría desarrolló sus propias normas. Ramón Vidal de Besaduc publicó sus Reglas del trovar, por lo que el Marqués de Santillana tuvo a bien calificarlo de "omne assaz entendido en las artes liberales e grande trobador". Luego las completó el monje negro Jofré de Moxá y en 1423 el castellano Enrique de Villena publicó El arte de trovar, mientras que don Juan de la Enzina nos explicó doctamente "la diferencia que hay entre poeta y trovador".
También el mester de juglaría vallenata tiene sus normas, y nadie las ha expuesto mejor que Leandro Díaz en su merengue "El bozal", donde explica cómo este ritmo y su métrica rigurosa constituyen el cedazo de los malos trovadores. Ivo Díaz, hijo del gran compositor, nos cuenta las reglas del "bel trovar" según su padre.
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