ANÁLISIS
La cara oculta de la abstención
¿Qué anda mal con una democracia donde una clara mayoría se queda en sus casas el día del voto más importante en una generación?
Que el 63% de los votantes no haya dicho ni Sí ni No al acuerdo de paz el 2 de octubre ha disparado una discusión necesaria. ¿Qué anda mal con una democracia donde una clara mayoría se queda en sus casas el día del voto más importante en una generación? ¿Cómo interpretar ese silencio cuando los que fueron a las urnas están divididos en mitades y se disputan el futuro de la paz? ¿Los abstencionistas lo fueron porque daban por descontado el triunfo de una de las partes, les daba lo mismo, o piensan que su opinión no importa?
El estudio de Dejusticia sobre las dificultades para votar en Bojayá, abre una serie de preguntas distintas. ¿Y si muchos no votaron no porque no quisieron, sino porque no pudieron? ¿Y si buena parte de estos son víctimas del conflicto, que tenían razones y ganas de sobra para votar? Y si pasa lo mismo en cada votación, ¿qué nos dice todo esto sobre la democracia en Colombia?
En cuanto al plebiscito, la historia de Bojayá redobla la paradoja de los resultados. Es cierto: habló la democracia, prevaleció el No y hay que revisar los acuerdos. Pero los mapas del día muestran que el triunfo fue también el de las ciudades sobre el campo, el de quienes no han vivido de cerca la violencia sobre los que han sido sus mayores víctimas. Como en Bojayá, votó Sí la mayor parte del país rural, y en especial los municipios más afectados por el conflicto.
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La historia de Leiner Palacios y los ciudadanos indígenas y afros que se quedaron esperando una panga para llegar al puesto de votación de Bojayá, refuerza el sabor de injusticia que llevan muchas comunidades de víctimas desde entonces. Su desventaja no es sólo numérica sino geográfica. Mientras que los citadinos tenían a la mano un puesto de votación, los habitantes de las regiones más apartadas y golpeadas –los ribereños del Pacífico, la Orinoquia o la Amazonia; los habitantes de la Sierra Nevada o los Montes de María- lo tenían a varias horas en lancha o en bus, a varios cientos de miles de pesos de distancia.
La injusticia es doble, porque el voto no funciona para quienes más lo necesitan. Al fin y al cabo, los que sí pueden votar ya tienen otras formas de influir, desde las redes sociales hasta los medios. La distancia entre el centro y la periferia –entre los centros de poder y lo que la antropóloga Margarita Serje llamó el “otro lado de la nación”- no es tanto geográfica como política.
Sus efectos también son jurídicos. Como lo ha dicho el Comité de Derechos Humanos de la ONU, el derecho a la participación y el voto consagrado en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos implica que “los Estados deben adoptar medidas eficaces para asegurar que todas las personas que tengan derecho a votar puedan ejercerlo.” Esto implica que el Estado colombiano tienen la obligación elemental de facilitar que los votantes puedan acudir a los puestos de votación. Es el Estado –no los políticos que ponen los buses y las lanchas el día de las elecciones y esta vez no lo hicieron—quien debe suministrar medios de transporte para quienes no puedan costearlos por su cuenta.
Por eso, habrá que examinar la responsabilidad legal que le cabe al Estado colombiano por lo que pasó en Bojayá. Por eso también es esencial que en cualquier revisión del acuerdo de La Habana se mantengan los avances de su segundo capítulo, que busca facilitar la participación efectiva de los ciudadanos en las votaciones, los movimientos sociales, los partidos, las emisoras comunitarias y la vida política en general.
Frente a los resultados del 2 de octubre, algunos observadores concluyeron, exasperados y desilusionados, que “la democracia no funciona”, como lo hizo el cronista argentino Martín Caparrós en el New York Times. Para las víctimas de Bojayá, y para quienes creemos que no hay otro sistema menos imperfecto, la alternativa es seguir trabajando para que funcione mejor.
*Director de Dejusticia.