Estaba mirando los periódicos de varios días. De pronto vi la imagen del presidente Santos montado en una tarima en el Caguán, alcancé a ver también al senador Eduardo Gechem Turbay. Leí uno o dos párrafos donde Santos le endilgaba a las Farc responsabilidad en el despojo de tierras. Pasé a otro diario y allí estaba un artículo que daba cuenta de la última encuesta de Gallup y traía cifras de la caída de la favorabilidad del presidente y del gran escepticismo sobre las negociaciones de paz que se adelantan en La Habana.
Me había desentendido de la prensa. Enfrascado en estudiar uno por uno los datos y las apreciaciones sobre el desarrollo del conflicto en el 2012 que publicará Arco Iris próximamente, no había dedicado tiempo a las noticias y a los debates que se ventilaban en los medios. Ahora volvía a mi obsesión de darle vueltas y vueltas a los diarios y a las revistas. No pude evitar que la imagen del Caguán y la descripción de la encuesta se juntaran en mi cabeza. Por un instante asocié la pérdida de popularidad de Santos con este tipo de presentaciones e intervenciones.
Me pregunté. ¿A quién se le ocurrió organizar el viaje del presidente al Caguán? ¿Cómo es posible que a alguien le parezca bueno que el líder que se ha propuesto culminar con éxito las negociaciones de paz se vaya al municipio símbolo del fracaso de las anteriores conversaciones y se lleve a Gechem Turbay víctima del secuestro que propició la ruptura de aquella mesa? ¿Quién le dice al presidente que es magnifico para su imagen y beneficioso para las negociaciones de paz la constante querella verbal con la guerrilla?
Me perdonan. Sé muy poco de marketing político. Pero esta manera de encarar el objetivo fundamental que se ha trazado Santos me parece desastrosa. Me dicen que este es quizás el gobierno que más y mejores comunicadores y asesores de imagen reúne. Puede ser entonces que el despiste sea un efecto negativo de la saturación. Pero estos eventos me dan licencia para apelar al sentido común e intentar unos consejos no pedidos.
El presidente Santos tendría que dejarse llevar por las convicciones que proclamó en dos momentos fecundos de su vida. En la celebración de los 100 años de El Tiempo: “Estoy convencido -como lo estaban los republicanos de 1911- que llegó la hora de enterrar odios, de sembrar concordia y de construir unidos un país digno para nuestros hijos”. Al final del discurso de posesión, palabra por palabra, lo mismo: “ ¡Llegó la hora de enterrar odios! ¡ Llegó la hora de sembrar concordia!”.
Quiero creer que estas oraciones dichas en momentos donde Santos estaba obligado a buscar en su memoria lo mejor de su tradición, lo que es más caro a su espíritu, son sinceras. Por eso le recomiendo seguir su huella. Creo que en ambas ocasiones estaba evocando los días en que se fundó El Tiempo. Cuando el país estaba cerrando las heridas dejadas por los conflictos del siglo XIX, especialmente el inmenso dolor de la guerra de los Mil Días. Eran tiempos de reconciliación y de modernización. Ahora hay que convencer al país de eso. Ese tiene que ser el discurso diario, rayado, como fue en tiempos recientes la invocación de la seguridad.
Sé que no es fácil mantenerse en esta línea. A Santos le ha tocado enfrentar algo inédito. Discutir con una feroz oposición de derecha encabezada por el expresidente más popular que ha tenido el país en la historia contemporánea y negociar con una guerrilla tan dura en sus acciones como incierta en sus propósitos de paz. Pero... ¿En quién debe pensar Santos a la hora de sus discursos y presentaciones? ¿En Uribe? ¿En las Farc? o en la mayoría del país que refleja en las encuestas dos cosas contradictorias: anhela un acuerdo de paz, pero desconfía de las negociaciones de La Habana.
El objetivo debe ser la gente. Santos tiene que convencer al país de que será el líder que firmará la paz. No lo logrará si duda en el acuerdo y se postula a la vez como un posible continuador de la guerra.