OPINIÓN

Amor, religión y política: cuando se deja de creer

Son básicamente tres los campos en los cuales una persona que conservaba una fe ciega hacia algo o alguien, se ve de pronto obligada a dejar de creer: la religión, el amor y la política.

Jorge Gómez Pinilla, Jorge Gómez Pinilla
21 de octubre de 2014

Para el caso de la religión, el columnista Giuseppe Caputo cuenta en El Heraldo el caso de una mujer cuyo momento más triste de la vida fue cuando descubrió que estaba equivocada en sus creencias religiosas. Hay otros a quienes ese descubrimiento les produce más bien la felicidad de haber salido de un error. En mi caso particular, por cuenta de las enseñanzas de mis mayores viví una infancia casi mística y estudié el bachillerato en un seminario de jesuitas. Luego llegué a una universidad donde aprendí lo que muchos años después, frente al poder del convencimiento, habría de explicar con epifánica lucidez el científico Rodolfo Llinás: “Dios es un invento del hombre y, como todos los inventos humanos, se parece a él. Dios tiene tres razones de ser: a los inteligentes les sirve para gobernar a los demás, a los menos inteligentes para pedirle favores, y a todos para explicar lo que no entendemos de la naturaleza”. Esta revelación produjo en mí el efecto de un cataclismo, pues se me derrumbó la creencia en ese “ser  superior” y tuve la impresión de haber sido víctima de un engaño. Pero me recuperé, a Dios gracias.
 
Hablando de engaños, estos se presentan con mayor frecuencia en el terreno amoroso, por cuenta de que se cae solito (o solita) de su pedestal esa persona a la que habíamos idealizado, o por una traición que nos obliga a dejar de creer en los pajaritos que nos habían pintado. Si hay algo de donde salimos con la sensación de haber sido ‘apaleados’, es de una desilusión amorosa.
 
Pero donde más se puede hablar de pajaritos pintados es en la actividad política, y no hace falta ser activista para declararse víctima de más de un desengaño, que es lo que ocurre cuando ese dirigente en quien habíamos puesto nuestros mejores votos y complacencias termina por decepcionarnos. En Colombia es casi imposible encontrar a un político que nunca haya 'desinflado' a alguien, porque la política en gran parte se construye sobre la base de promesas rotas. Es como en el amor, que mentimos con tal de obtener lo que queremos.
 
Volviendo al suscrito, mi mayor decepción política lleva el nombre de Belisario Betancur Cuartas: sobre sus hombros el país puso la esperanza de una paz pintada con palomas y pajaritos en la Plaza de Bolívar, pero terminó en ese mismo lugar, estrellada contra la brutal toma y retoma del Palacio de Justicia, una orgía de sangre y destrucción durante la cual el presidente en ejercicio fue relevado de su mando y volvió como monigote después del golpe de Estado que le propinaron las Fuerzas Armadas entre el 6 y el 7 de noviembre de 1985.
 
Sigo creyendo que Belisario Betancur actuó de buena fe, solo que fue avasallado por los “enemigos agazapados de la paz” de los que habló Otto Morales Benítez. Ahora bien, frente a lo ocurrido en el Palacio de Justicia le faltó actuar con grandeza histórica. Fueron dos días en los que no estuvo al mando, porque se lo arrebataron y lo enviaron a la trastienda mientras duró la barbarie, y al término de esta actuó con cobardía para no perder el puesto, el cual de todos modos habría perdido si hubiera ordenado el alto al fuego que tanto suplicaba el presidente de la Corte Suprema, Alfonso Reyes Echandía, antes de perecer bajo las balas asesinas.
 
Betancur no hizo lo que sí hizo por ejemplo Salvador Allende, quien prefirió inmolarse antes que permitir semejante ultraje, en el caso de Chile a la majestad de la Presidencia y en el caso de Colombia a la dignidad de la más alta esfera de la justicia, que fue arrasada sin compasión bajo el silencio cómplice del (supuesto) Presidente.
 
Un caso más reciente de un líder en el que también mucha gente ha dejado de creer, lleva por nombre Álvaro Uribe Vélez. Contrario a su coterráneo Belisario, llegó a la presidencia prometiendo aplastar a las FARC, organización de la que el país se había cansado hasta límites indecibles durante el gobierno de Andrés Pastrana. Colombia dejó de creer en la paz y comenzó a creer en la guerra, pero en lugar de haber sido la solución el problema se acrecentó a límites inimaginables, pues Uribe no fue capaz de derrotar a las FARC y el país cayó bajo el influjo de un hechizo mediático muy parecido al que vivió Alemania durante el régimen de Adolfo Hitler, cuyo Holocausto tuvo su propia versión en los ‘falsos positivos’: a falta de judíos, se dedicaron a asesinar jóvenes indefensos por toda la geografía nacional para hacerlos ver como bajas propinadas a la guerrilla. (Por cierto, a sus autores el expresidente sigue defendiéndolos como “héroes de la patria” y “perseguidos por la Fiscalía”. ¿Será que algún día habrá castigo para semejante genocidio?).
 
Sea como fuere, el lado positivo de la moneda es que por primera vez en más de una década dos encuestas independientes realizadas por las firmas Cifras y Conceptos e Invamer Gallup mostraron una imagen desfavorable de Uribe superior a la favorable, la primera con una diferencia de 15 puntos y la segunda de cuatro, según informe presentado por La Silla Vacía y titulado 'Se le rayó el teflón a Uribe'.
 
Esto indica que el país comienza a dejar de creer en quien nunca debió haber creído, y que se vislumbran aires positivos para una nación que ahora, bajo el sano influjo de la paz, podría terminar por derrotar a los violentos de ambas extremas: la izquierda de la guerrilla, y la derecha de Álvaro Uribe y sus conmilitones.
 
DE REMATE: Hay un cuarto elemento –también extremo- en el que es posible dejar de creer. Hablamos de la familia o de algún miembro de esta, un hermano por ejemplo, o incluso la propia madre. En este caso tendríamos que emparentarlo más con la literatura que con la vida real, pero casos se han visto.
 
En Twitter: @Jorgomezpinilla

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