OPINIÓN

Supremacía de la estupidez

Tienen razón quienes opinan que los brotes de racismo que hoy en día se ven en muchos rincones del planeta no son nuevos porque en realidad, argumentan, el racismo nunca se ha erradicado.

Ana María Ruiz Perea
28 de agosto de 2017

Tienen razón quienes opinan que los brotes de racismo que hoy en día se ven en muchos rincones del planeta no son nuevos porque en realidad, argumentan, el racismo nunca se ha erradicado. Pero solo tienen la razón en parte, porque admitir que lo de hoy no es nada nuevo, equivale a asegurar que las luchas por los derechos y la igualdad han sido en vano, y mi optimismo en la humanidad me obliga a pensar con obstinación que esto no es cierto.

No creo que las políticas que abolieron desde la esclavitud hasta la segregación, que impusieron la igualdad entre los seres humanos como valor primordial para la sociedad, hayan sido inocuas. Sin embargo, qué difícil es entender que después de atravesar las luchas más arduas, de pronto aparezcan aquí y allá hasta volverse casi un fenómeno masivo, las expresiones de racismo; violentas como la del tipo que arrolló con un carro a un grupo de personas que se manifestaban en contra de los supremacistas blancos en Charlottesville; simbólicas como el orgullo que expresa un habitante de Carolina del Sur que cuelga la bandera del Ku Klux Klan en la fachada de su casa; mediáticas, como la pareja que recibe a la cadena Univisión en su casa para contarle por qué, por orden de la biblia, se niegan a compartir el pan ni el espacio físico con una persona negra. “Deberíamos quemarte” le dijeron a Ilia Calderón, la valiente periodista colombiana, chocoana para más datos, que se atrevió a entrar en su casa a entrevistarlos.

Pero no se trata únicamente de un fenómeno de “retoma” de los racistas en los Estados Unidos. En Bogotá unos tipos, criollos como todos los que habitamos estas tierras, se rapan la cabeza, se hacen llamar neonazis, se reúnen como secta y atacan de vez en cuando a quien se les antoja. El Alcalde de Cali, deslenguado como el que más, dijo esta semana en una entrevista que “Cali es una ciudad muy explosiva donde tenemos un millón de negros, convivimos con ellos en paz, los queremos mucho, pero tenemos que tener cuidado, sobre todo con este tipo de violencia”; aunque los comunicadores de la alcaldía han hecho hasta lo indecible por remediar semejante metida de pata, queda el mal sabor en la boca de que el problema no es que el alcalde hable sin pensar, sino que piense lo que suelta al hablar.

Y de remate, un bobo que dice que ser transgresor al escribir para ganar lectores, y cuenta con un espacio en los blogs de El Tiempo, hace un texto en el que denigra absolutamente del Festival Petronio Álvarez, y remata con un tuit en el que relaciona al más importante festival de música del pacífico con el olor de la mierda; el periódico, en cuya página web este tipo publica sus estupideces, bajó el texto pero le mantiene el espacio.

No entiendo por qué, ante esta clara expresión de racismo, el periódico no le cierra el espacio. Y que no venga ahora a decir que se trata de libertad de expresión, porque antes que la libertad de cualquiera está la dignidad de una comunidad entera que no tiene por qué soportar que se refieran a ella de esa manera.

Tal vez ahí justamente radica el origen de este racismo que ahora campea. En sus declaraciones por los hechos ocurridos en Charlottesville, el presidente Donald Trump equiparó la culpa de los supremacistas blancos en los hechos ocurridos (una mujer muerta y 19 personas heridas) con la actitud de quienes se les oponían; esto es tanto como decir que un discurso de odio es equivalente a un discurso en pro de la igualdad. Tal barbaridad solo la puede decir sin sonrojarse quien desde su alma cree que hay una raza superior a la otra.

Todas estas expresiones de odio, segregación y discriminación producen una tremenda desazón; es como cargar con el peso de tener que vivir un coletazo de lo peor de la historia humana. Supremacía blanca, ¡hágame el favor la estupidez!, cuando la vida demuestra que la única supremacía real es la de los que se hacen llamar blancos sobre las otras razas, por gozar del privilegio de vivir en una nación racista que le garantiza educación, techo y alimentos 3 veces al día a quien tiene la cara pálida. Los demás, los de otro color, otra religión, otro país, otro género ¡a esforzarse para poderse garantizar, con las uñas, el derecho al bienestar!

Quisiera pensar que tanta estupidez obedece al coletazo retrógrado de un mundo que lleva medio siglo inventándose formas de abrirse a la inclusión. Pero es difícil mantener el optimismo.