OPINIÓN

Espantapájaros

El tal Califato es una de esas ventoleras de fanatismo político-religioso que de cuando en cuando surgen en el Islam.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
4 de octubre de 2014

Ese grupo terrorista que ahora llaman el Estado Islámico, o el Califato, más crece mientras más lo bombardean. Cada bomba que cae en los territorios que se le atribuyen en el noroeste de Iraq y en Siria hace brotar cien yihadistas más, iraquíes, sirios, argelinos, libios, musulmanes fanáticos venidos de Londres o de Minnesota. Los hay de Finlandia. Hasta de Colombia, quizás.

A este paso, los Estados Unidos y sus aliados pronto conseguirán que el tal Califato exista.

Porque por ahora no existe. No es un Estado, como lo llaman, y mucho menos un Califato, que es cosa seria: nada menos que el gobierno político y espiritual de toda la comunidad de los creyentes, la umma. El Califato de ahora, con su autoproclamado Califa de utilería Abu Bakr, que usurpa el nombre del primer sucesor de Mahoma, no es nada más que un grupo terrorista. Muy sanguinario, eso sí, y de una ferocidad propagandística que lo lleva a filmar sus degüellos de rehenes occidentales y difundirlos por internet, tanto para aterrorizar como para entusiasmar. Pero son solo unos cuantos millares de hombres armados –treinta mil a lo sumo– de quienes se nos dice que controlan en Iraq y Siria un territorio del tamaño de la Gran Bretaña en el que viven ocho millones de personas, y que lo han conquistado en unos cuantos meses. No es verosímil. No lo lograron en diez años doscientos mil soldados norteamericanos con tanques y aviones, y que también utilizaban el arma del terror: se recordará que su saludo a Bagdad fue un bombardeo de alfombra que se llamó “shock and awe”, susto y terror. El tal Califato no es otra cosa que una de esas ventoleras de fanatismo religioso-político que surgen de tiempo en tiempo en el seno del Islam: esos Mahdies, esos Imanes ocultos en el fondo de la tierra, tal como “subterráneamente”, según aseguró el presidente Obama, esperaron diez años las huestes de Abu Bakr para entrar en acción en las circunstancias propicias generadas por la guerra civil siria. Tales fenómenos de fanatismo, a veces homicida, son también recurrentes en otras religiones monoteístas: falsos Mesías del judaísmo, falsos profetas del cristianismo, en todas sus ramas.

El Califato actual es, si acaso, comparable al legendario emirato del “Viejo de la Montaña” que apareció en el siglo XI en el norte de Irán a la cabeza de la secta fanática de los haschischins, o fumadores de haschisch, de cuyo nombre se deriva la palabra “asesinos”. Con su sistema de terror alimentado por el asesinato político-religioso, los haschischins se mantuvieron durante siglo y medio, y solo fueron deshechos a mediados del XIII por las hordas mongolas. De paso, dichas hordas arrasaron toda el Asia, desde Bagdad hasta Pekín y desde Kiev hasta Delhi.

Los norteamericanos parecen estar siguiendo el ejemplo de esas hordas, cambiando solo los medievales arqueros a caballo por modernos cazabombarderos y cohetes teledirigidos. Así, con la excusa de espantapájaros de invención mediática como el Califato de hoy o el Al Qaeda de ayer, han emprendido lo que llaman una guerra universal contra el terror, tan abstracto, pero que tiene blancos concretos. La empezaron en Afganistán, donde decían que se escondía en una caverna, protegido por los talibanes, fanáticos estudiantes de teología islámica, Osama bin Laden, el millonario saudí adiestrado por la CIA para combatir a los soviéticos que luego fundó el grupo terrorista responsable del ataque contra las Torres Gemelas de Nueva York en el 2001. La ampliaron luego a Iraq, cuyo dictador Sadam Hussein tenía, decían, “armas de destrucción masiva” que tras la destrucción del país nunca aparecieron. De ahí siguieron a Libia, a la que bombardearon con respaldo de sus aliados de la Otan por motivos, dijeron, altruistas y humanitarios: para liberar a los libios de la tiranía de Muhammad Gadafi. Y ahora, con el pretexto de detener la expansión del terrible Califato asesino, están bombardeando el Kurdistán y Siria.

Países todos ellos ricos en reservas de petróleo y gas. Detalle que los agresores norteamericanos nunca mencionan, pero que ha estado desde el principio en el trasfondo de la llamada guerra contra el terror. Pues si la justificación humanitaria que alegan fuera cierta, habría que bombardear medio mundo, o quizás el mundo entero. Empezando, claro está, por los propios Estados Unidos, que son una mucho mayor amenaza para la paz mundial que el caricaturesco Califato de Abu Bakr. E incluyendo, por supuesto, a los aliados de los Estados Unidos en su ofensiva contra el tal Califato: Arabia Saudí y los Emiratos del Golfo, que a la vez son los principales financiadores bajo cuerda no solo del mismo Califato, sino de todos los grupos terroristas musulmanes sunnitas del Oriente Medio, que aspiran a aniquilar por fin, al cabo de doce siglos, a los minoritarios chiitas del Islam. Los cuales también se las traen.

YO NO SOY CAPAZ. No comparto la campaña publicitaria en favor de la paz lanzada por la Andi, que me parece oportunista y mendaz. La respaldan Coca Cola y Bavaria, y Fenalco y los banqueros y otros importantes anunciantes en los medios radiales, televisivos y periodísticos de los más grandes grupos económicos del país. Por lo visto son capaces de pagar y de cobrar anuncios, pero ni los anunciantes ni los anunciadores son capaces de aceptar que los pongan a pagar impuestos. Que no se inquieten: el gobierno de Santos no lo hará. Es tan anunciante como ellos, y tampoco es capaz.

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