OPINIÓN

Una guerra de pancoger

El ELN no es un ejército. no es una estructura jerárquica, disciplinada y homogénea, como eran las Farc. Es una montonera.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
13 de enero de 2018

El presidente Juan Manuel Santos acaba de ordenar la interrupción de las conversaciones de paz con el ELN que se adelantaban en Quito desde hace largos meses, y antes en Caracas desde hace largos años, y antes… etc. Me parece muy bien.

Porque me parece que el ELN no tiene la menor intención de hacer la paz. Lo acaba de demostrar con su alegría por los atentados con que recibió el fin del cese al fuego acordado con el gobierno y saludó el inicio de la quinta ronda de conversaciones. Y ya lo había advertido con su desdeñoso rechazo a las cartas que pedían su mantenimiento. Hablando de esas cartas comenta en esta revista Víctor de Currea-Lugo, buen conocedor del tema: “¿Acaso no son sino siete cartas de sectores puntuales? Sí. Pero es que no hay más. El resto de la sociedad o rechaza la paz o no le interesa. Quien firma las cartas es el público que tiene la mesa de Quito”. Eso es lo grave de este proceso de paz con el ELN: que se desarrolla ante una sociedad hostil o indiferente.

Y me parece que el ELN no tiene la intención de hacer la paz porque sus jefes saben que no pueden hacerla: no mandan sobre sus propias fuerzas, divididas en un sinnúmero de organizaciones dispersas y heteróclitas que ni siquiera mandan sobre sí mismas y que actúan cada cual por su cuenta. Frentes armados, sindicatos, asociaciones campesinas, milicianos urbanos que no se conocen entre sí, estudiantes encapuchados, simpatizantes en el extranjero, algunos curas, unos cuantos jefes que no parecen ser capaces de ponerse de acuerdo. Autodenominados jefes que en realidad no lo son porque, repito, no mandan. Aunque se llame Ejército de Liberación Nacional, el ELN no es un ejército. No es una estructura jerárquica, disciplinada y homogénea, como sí lo eran las Farc. Es una montonera. Ni siquiera puede disolverse, porque ya está disuelta. Por eso los meses y los años de las conversaciones se le van en fútiles consultas con esa entidad nebulosa que llaman “la sociedad”, a la que ellos mismos representan.

Entre tanto, no pudiendo hacer la paz, hacen lo único que pueden: la guerra. O eso que llaman guerra: poner unas bombas, pegar unos tiros, secuestrar a alguien para pedir rescate para tener con qué comprar fusiles para pegar unos tiros. Aunque ¿es eso la guerra? Me parece que la guerra, para serlo, debe tener un objetivo más allá de la pura mecánica del combate armado. La toma del poder, por ejemplo, como lo soñó el propio ELN hace 50 años, o la defensa de una comunidad, como era el propósito de las Farc en ese entonces. Pero ¿es un objetivo de guerra en sí mismo volar un oleoducto, o matar a un soldado, o cobrar un rescate? Y por lo que venimos viendo desde hace ya bastantes años esos son los objetivos del ELN.

Y esos han sido sus logros. ¿De liberación? No me parece. No está muy claro de qué o de quién es la liberación que campea en su nombre. Y sus actividades no han conducido ni un ápice hacia liberaciones verdaderas que serían deseables en Colombia: liberación nacional del imperio norteamericano, liberación local del poderío de los políticos corruptos, liberación social del control de la oligarquía económica. ¿Liberación de la teología, o teología de la liberación, como la que propugnaban en sus tiempos algunos de los santos patrones eclesiásticos del ELN, como Camilo Torres y el cura Pérez y el cura Laín? Por el contrario: han fortalecido todas esas opresiones.

Hace 25 años firmé una carta de “intelectuales” en la que les decíamos a los revolucionarios armados de este país que lo suyo había sido trágicamente contraproducente. Comentando esa carta abierta en esta misma revista (SEMANA, 14/12/92) la resumía en una frase: “Los resultados obtenidos en treinta años por la guerrilla colombiana no son solo nulos, sino además perversos”. Sigo pensándolo así. La lucha armada en Colombia no ha traído sino frustración y muerte, y así debería verlo cualquiera que tenga los ojos abiertos.

Como receta para abrirlos recomiendo la lectura del nuevo libro de Alonso Salazar, autor de No nacimos pa’ semilla y de La parábola de Pablo, y exalcalde de Medellín. Este se titula No hubo fiesta (crónicas de la revolución y la contrarrevolución).

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