OPINIÓN
Las campanas de Grecia
La rigidez de la postura alemana contrasta con la flexibilidad generosa que mostraron en 1953, en el Acuerdo de Londres, los acreedores de Alemania ante sus ingentes deudas de guerra.
En su referendo del otro domingo rechazaron los griegos las exigencias de austeridad que pretendían sus socios europeos con un rotundo ‘No’. Pero al cabo de ocho días el primer ministro Alexis Tsipras aceptó un plan todavía más duro, y ante el estupor y el rechazo de un tercio de su propio partido pero con el apoyo de la oposición de derechas, lo hizo aprobar en el Parlamento.“Intimidado para aceptar un acuerdo que contraviene su mandato”, como vaticinó la víspera Joseph Stiglitz, viejo enfant terrible del Fondo Monetario Internacional y hoy economista independiente. Comprometiendo a Grecia a unas condiciones incumplibles y a unos pagos impagables, como lo reconocen la totalidad de los economistas que han opinado al respecto (y son legión). Condiciones que solo agravarán la situación de la economía griega (como han venido haciéndolo desde que empezó la ronda de austeridad, hace ya ocho años), hundiéndola en una situación de vasallaje ante el Eurogrupo, como la describe el renunciado (por dignidad) ministro de Finanzas Yanis Varoufakis, derrotado en la batalla por la independencia. Reduciendo a Grecia a la esclavitud por deudas. Condiciones incumplibles e impagables porque, como señala el filósofo Slavoj Žižek, “el fracaso de Grecia (en el cumplimiento de lo exigido) forma parte del juego”. Del juego cruel de gato con ratón al que juega Alemania, cabeza de los intratables acreedores de Grecia. Y en la descripción de ese juego están de acuerdo Stiglitz, Žižek y Varoufakis: no es cuestión de dinero, sino de poder; no es cosa de economía, sino de política. Se trata de saber quién manda.
La rigidez de la postura alemana que arrastró a los demás europeos (contra las tímidas protestas de Italia y Francia) contrasta con la flexibilidad generosa (aunque también interesada) que mostraron en 1953, en el Acuerdo de Londres, los acreedores de Alemania ante sus ingentes deudas de guerra. Le perdonaron más del 60 por ciento de la deuda (pública y privada), y le dieron amplios plazos para pagar el remanente, que fue finalmente cancelado en octubre de 2010, 57 años después. Entre esos acreedores generosos figuraba Grecia, que ahora calcula que Alemania le quedó debiendo (por las destrucciones de la guerra, sin contar las matanzas, y los préstamos forzosos que los nazis le extorsionaron al Banco Central del país ocupado) el equivalente a 278.900 mil millones de euros de hoy. Un poco más de lo que ahora les debe Grecia a todos sus acreedores. Gracias a esa reducción de la deuda (sumada al Plan Marshall de ayuda norteamericana) Alemania pudo salir de la austeridad forzosa a que la habían obligado en los primeros años de la posguerra los Aliados vencedores.
¿Y por qué hicieron esa quita generosa de la deuda alemana los Aliados vencedores? ¿Ese recorte drástico que los alemanes no quieren recordar, pero que les permitió su recuperación, su prosperidad, su pujanza, su poderío actual? Por temor a llevar de nuevo a la desesperación y a la revancha al país humillado, como había sucedido en la posguerra anterior con la deuda impagable que reclamaron inflexibles los Aliados triunfantes. No era entonces tampoco cosa de economía, sino de política.
Grecia no es Alemania, por supuesto. Es un pequeño país cuyo rencor no puede desatar otra guerra mundial; no alcanza para eso. Pero si ahora se lo castiga, bajo la égida cuasiimperial de la de nuevo poderosa Alemania, es para sentar un ejemplo ante otros más que quisieran rebelarse contra la tiranía neoliberal –España, Irlanda, Portugal, tal vez Italia– porque solo están sufriendo sus consecuencias sin disfrutar sus mieles. Para que aprendan que a la fuerza ahorcan. Grecia eligió, en enero pasado, un gobierno que quiso escapar a las imposiciones catastróficas de la llamada ‘troika’ –el Fondo Monetario Internacional, el Banco Central Europeo, la Comisión Europea–; y rechazó, en el referendo el domingo pasado, la reiteración de esas imposiciones. Era pues necesario castigar a ese pueblo rebelde y a ese gobierno insolente, para evitar el contagio. Es cosa hecha.
Una pregunta: ¿para qué se va a poner uno a opinar desde aquí sobre asuntos tan lejanos como la quiebra y el castigo de Grecia, en los que uno no tiene ni voz, ni voto, ni perrito que le ladre? La contesta Žižek, filósofo esloveno que vive en Londres, citando al viejo poeta latino Horacio: de esto tiene que ocuparse uno porque “de te fabula narratur”: esta historia habla de ti. O, como lo decía de más ominoso modo John Donne en un poema metafísico sobre la relación entre cada individuo y toda la humanidad, “No preguntes por quién doblan las campanas: Doblan por ti”.