OPINIÓN
Las Farc sin la a
De eso se trataba, desde el principio. De que los guerrilleros pudieran volverse senadores para no seguir siendo guerrilleros. De que los excluidos del 57 pudieran ser incluidos.
Suscribo el sensato consejo que da Héctor Riveros en La Silla Vacía: no lean el acuerdo, por favor. Los va a enredar. No es necesario leer una por una (yo he leído unas cuantas) esas fatigosas 297 páginas de una verborreica prosa jurídico-político-técnico-incluyente (“todos y todas” a cada frase). ¿Quién necesita, y para qué, leerse
entero y línea a línea el Código de lo Contencioso Administrativo? Porque el fondo del acuerdo es muy sencillo: que se acaban las Farc como organización armada a cambio de que las dejen hacer política sin armas. Es decir, que se elimina la a de su nombre, la a de la palabra ‘armadas’, y su guerrilla se convierte en una organización política civil como cualquier otra: Fuerzas Revolucionarias de Colombia, por ejemplo.
Pero es justamente eso lo que los partidarios del No en el plebiscito no quieren que suceda. No quieren que las Farc dejen de existir en tanto que organización armada: quieren que dejen de existir.
Porque no son las armas de las Farc lo que rechazan ellos, los partidarios del No; sino la posibilidad de que lo que la guerrilla representa o pretende representar socialmente pueda participar en política. Por eso exterminaron hace 30 años a los integrantes de la Unión Patriótica, desde sus candidatos presidenciales hasta sus últimos votantes desarmados: 5.000 asesinados. Porque los doctrinarios del No en el plebiscito, que son los mismos “enemigos agazapados de la paz” de quienes se ha venido hablando desde hace tres décadas, quieren que aquí no exista nada distinto del Frente Nacional de toda la vida: quieren que se mantenga la exclusión del demonio del comunismo (hoy llamado por ellos castrochavismo), la misma exclusión que después de la hecatombe de la Violencia se pactó hace 60 años entre las elites conservadoras y liberales, y se votó en aquel otro plebiscito. Cuando empezó esta guerra, que empezó por eso.
Ese viejo y cómodo pacto de exclusión es el que defienden cuando se niegan escandalizados a aceptar que un antiguo guerrillero pueda ser senador, o que un exjefe de guerrillas aspire a la Presidencia. Como si nuestra historia entera (nuestra Historia Patria) no estuviera repleta de exguerrilleros senadores (el caso más reciente es el de Everth Bustamante, que ocupa una curul por el uribismo), y de exjefes de guerrillas que han llegado a sentarse en el mismísimo solio de Bolívar (empezando por el mismo Bolívar).
Pero es que de eso se trataba, desde el principio. De que los guerrilleros pudieran volverse senadores para no seguir siendo guerrilleros. De que los excluidos del plebiscito del 57 pudieran ser incluidos. De eso se trataba desde que empezaron las primeras y repetitivas conversaciones, las mismas de los últimos 30, 20, 10 años. Las del ahora satisfecho, y con razón, Belisario Betancur, y también las de los ahora indignados Andrés Pastrana y Álvaro Uribe, quienes con esa indignación muestran retrospectivamente su mala fe de entonces. Si cuando negociaban no era para llegar a un acuerdo ¿para qué era? Se trataba de eso, de que los alzados en armas dejaran las armas para participar pacíficamente en política. De eso se ha tratado siempre, desde el principio. Y si desde el principio no se los hubiera excluido por consideraciones mundiales (de comunistas y capitalistas) y locales (de ricos y pobres), no habría empezado esa guerra que unos todavía niegan y otros tratan de terminar con un acuerdo de paz. El mejor posible, como dice el negociador Humberto de la Calle: porque es el único posible.
Y deseable. Significa que los guerrilleros de las Farc renuncian a la guerra. Significa que no van a volver a matar soldados ni civiles. Que no van a volver a extorsionar. Que no van a volver a reclutar. Que no van a volver a secuestrar. Que se van a apartar del negocio de las drogas ilícitas. ¿Y a cambio de qué? De que los dejen, ya dije, hacer política en paz, y sin asesinarlos. Ese es el primer punto. Y de que empiecen a implementarse cambios en el agro que hubieran debido darse hace medio siglo, para reparar lo que dejó la Violencia, pero que han venido postergándose con la excusa de la nueva violencia. Las Farc dejan el chantaje de las armas, o el recurso final a las armas, a cambio de transformaciones que el país de todos modos necesita, con Farc o sin Farc. Que necesita para que no vuelva a empezar una guerra por las mismas razones y motivos por los cuales empezó la de las Farc.
El punto de la droga me parece el más flojo. El más iluso. Que las Farc se retiren del negocio no elimina el negocio: otros lo recogerán. Y el negocio existirá mientras la prohibición exista. Pero ese, que ha sido tema de centenares de columnas mías, será tema de otra columna.
Porque con que se acaben las Farc no se acaban los temas. Salvo, claro está, para los eternos enemigos de la paz, que por eso no quieren que se acaben las Farc.