OPINIÓN
Perdió el país
En Colombia lo único verdaderamente democrático, en el sentido en que usa la palabra el Ministro del Interior, es la corrupción.
Todos ganaron las elecciones de hace ocho días, o eso dijeron todos: el Polo porque no se hundió, La U porque quedó de primera, Uribe porque logró un decoroso segundo puesto, los liberales porque quedaron de terceros, los conservadores porque, según aseguraron, mostraron su “vocación de poder” (sin abandonar la vocación de mermelada: todas las formas de lucha), el turbio
Mira (aunque todos son turbios) porque conservó su personería jurídica, el misterioso movimiento que combina el chance con el paramilitarismo porque se adueñó de la costa, y la Unión Patriótica porque, aunque los derrotaron, por lo menos no mataron a sus candidatos. Todos ganaron: el ministro del Interior Aurelio Iragorri, hijo y nieto y primo y bisnieto de múltiples candidatos ganadores de diversos partidos, resumió la victoria colectiva diciendo con campanuda voz:
–Yo creo que es muy importante señalar que el gran ganador es la democracia, y el gran protagonista es el pueblo colombiano.
Con perdón del ministro, yo pienso lo contrario. Creo que en las elecciones del domingo pasado perdió la democracia, convertida en una feria, en una puja, en una subasta al mejor postor, y en la que en la mayoría de los casos ganaron, efectivamente, los mejores postores: los que más plata pusieron. Y creo que si el protagonista es el pueblo colombiano, la suya fue una actuación lamentable: se vendió, se dejó comprar. Y en el más inocente de los casos –“la puntita nada más, que soy doncella”– bendijo con su casta abstención o con su mojigato voto en blanco la victoria de los peores, facilitándola al hacerla menos onerosa.
No quiero posar de indignado, ahora que tantos lo hacen por moda o lo son de manera, digamos, profesional. Pero es verdad que me indigna la corrupción que veo en torno. En Colombia lo único verdaderamente democrático, en el sentido en que usa la palabra el ministro del Interior, es la corrupción. Los despreciados y reelegidos políticos corruptos no hacen nada distinto de aprovechar la corrupción generalizada de la sociedad: la de los ricos, la de las clases medias, la de los pobres. La de ese pueblo colombiano ‘protagonista’ del que hace unos renglones dije que lo es porque vende su conciencia y su voto, o se los deja comprar, por una bendición cristiana o una teja de eternit o una botella de ron. Y la corrupción, en primerísimo lugar, de sus jefes.
Desde sus jefes locales, alcaldes de pueblos perdidos y cabecillas de bandas criminales, pastores de iglesias de garajes y rectores de universidades de lo mismo, presidentes de asociaciones de vecinos y de sindicatos de empresa, hasta los más encumbrados: los jefes de los partidos, los dirigentes de los gremios, los obispos de la iglesia, los directores de los medios, los generales de las Fuerzas Armadas. Que no sigan saliendo con el cuento de las “manzanas podridas”, los “subalternos descorregidos”, los “mandos medios” y los “politiqueros de provincia”. Quien en fin de cuentas reparte en este país la mermelada –y esa expresión obscenamente cínica no la inventó un crítico, sino un ministro de Hacienda de este gobierno–, no es un simple gamonal de pueblo: es el señor presidente de la República.
No solo el de ahora, Juan Manuel Santos. Sino también los anteriores. Sin duda Álvaro Uribe está en lo cierto cuando denuncia compras de votos, robos de votos, intercambio de votos por contratos. Pero él hizo en sus años de gobierno exactamente lo mismo. Si el Partido de la U, hoy de Santos, ganó las elecciones del domingo pasado, es porque es el partido del poder. Lo fundó ese mismo desprejuiciado Santos por mandato de su entonces jefe Uribe y para la reelección de ese mismo jefe. Si este se queja ahora es porque no tiene vergüenza.
Tampoco la tiene Santos, que acaba de presentar en sociedad los símbolos y los lemas de su propia campaña reelectoral. Ya no el megalomaníaco monograma JMS con las iniciales de su propio nombre para un país “justo, moderno y seguro”: una abreviatura que quería rivalizar con la milenaria JHS del nombre de Jesús. Ahora es un confianzudo ‘Juan Manuel’ a secas, aconsejado por quién sabe cuál de sus contradictorios asesores de imagen. Y ya no es la chompa anaranjada de su campaña anterior, sino el abanico de todos los colores del arco iris, robado a la comunidad LGB…etcétera, e ilustrado con frases halagüeñas para todos. Prosperidad para todos. Paz para todos. Mermelada para todos. El estilo de buscapleitos de esquina de que hacía gala Uribe no era agradable, pero la pluripolaridad de Santos, el plurisexualismo, la multifaceticidad o variopintadez o como se llame esa ansia por quedar bien con todo el mundo tampoco es convincente. Lo decía la Escritura: “No se puede servir a un tiempo a Dios y a las riquezas”.
Aunque hay que reconocerle a Santos que, a diferencia de su hipócrita antecesor, no ha fingido nunca, que yo sepa, servir también a un Dios.