OPINIÓN

El fantasma del comunismo

¿Y por qué iba a ser comunista Santos, oligarca donde los haya y derechista más que probado?

Antonio Caballero, Antonio Caballero
12 de marzo de 2016

Para dinamitar el proceso de paz con la guerrilla de las Farc, los enemigos de la paz acusan al presidente Santos de estar buscando, no la paz, sino “la entrega del país al castrochavismo”. Como si semejante engendro existiera, o fuera apetitoso para alguien. El castrismo cubano, que no es otra cosa que ineptitud burocrática

y control policial, el chavismo venezolano, que no es otra cosa que populismo corrupto, respaldados uno y otro por la militarización forzada de la sociedad, y responsables uno y otro de la pauperización de su países respectivos. Y mantenidos ambos por el petróleo venezolano, cuando el petróleo valía.

Para corruptos, y para burocráticos, y para ineptos y para populistas, nos basta con los anticomunistas de aquí.

¿Y por qué iba a ser comunista Juan Manuel Santos, oligarca donde los haya y derechista más que probado? Oligarca histórico: la palabra fue popularizada en Colombia por Jorge Eliécer Gaitán para atacar al tío abuelo de los Santos actuales (el presidente Juan Manuel, su hermano Enrique, su primo Pacho), que era a la vez presidente de la República, multimillonario, y propietario de El Tiempo y de varios futuros presidentes liberales y conservadores: todos los del Frente Nacional. Juan Manuel es además derechista probado: ministro de Comercio Exterior en la apertura neoliberal de Gaviria, ministro de Hacienda del regresivo gobierno de Pastrana, ministro de Defensa para la guerra sin cuartel de Uribe (después de haber fundado el Partido de la U para su reelección). Ante semejante currículum, quienes lo tachan de comunista tienen que recurrir a una teoría de novela: Santos siempre fue un tipo camuflado en el establecimiento. Comunista clandestino desde su adolescencia en la Armada Nacional y en la Universidad de Kansas, solo vino a desenmascararse al llegar al poder.

Podría ser. Casos se han visto. Álvaro Uribe Vélez, por ejemplo, militó disciplinadamente en el Partido Liberal (ala samperista) para ser nombrado y elegido en todos los cargos que ocupó en su vida política, desde la Aeronáutica hasta la Gobernación de Antioquia y su primera Presidencia (liberal independiente). Para destaparse entonces como el godo más retrógrado que en este país de godos retrógrados se haya visto desde Laureano Gómez.

Pero una cosa es el oportunismo de volverse de derechas cuando las derechas triunfan, como hizo Uribe, y otra muy distinta el sacrificio suicida que se atribuye a Santos: volverse de izquierdas cuando las izquierdas se hunden. Entregarse al comunismo cuando el comunismo ya no existe en ninguna parte –salvo, de nombre apenas, en Cuba y en Corea del Norte, países cuya importancia es solo mediática. Ni siquiera en esta fortaleza de sordera que es Colombia subsiste el comunismo. Ni las Farc son comunistas, si es que lo han sido alguna vez. Lo suyo no es manifestación armada de la lucha de clases, sino resistencia armada de un grupo que solo se representa a sí mismo y solo combate para autoperpetuarse.

Desaparecido el comunismo, como esperanza o como amenaza, también en todas partes ha desaparecido el anticomunismo. Hasta en los Estados Unidos, donde llegó a ser casi una religión de Estado por encima de todas las sectas: el presidente se dispone a visitar Cuba, un candidato presidencial se atreve a presentarse como “socialista”, y tiene éxito. Solo en Colombia, último reducto de la enterrada Guerra Fría, el anticomunismo sigue siendo una doctrina militante. Este país es como aquellas islas perdidas del Pacífico en donde unos puñados de soldados japoneses no se enteraron nunca de que la Segunda Guerra Mundial había terminado.

Y es porque aquí el anticomunismo nunca fue respuesta a una amenaza, sino solo un pretexto para la represión. Existió desde antes de que a estas tierras llegara el comunismo, como justificación preventiva contra una revolución imaginaria. Aquí se ha matado mucho en nombre de la lucha contra el comunismo, de acuerdo con la teoría del basilisco enunciada por Laureano Gómez, según la cual el Partido Liberal era como el basilisco mitológico: un cuerpo enorme e informe gobernado por una cabeza diminuta y maligna, que era el comunismo. La política oficial de expulsión y exterminio del campesinado colombiano, desde los pájaros y los chulavitas hasta los paramilitares y las bacrim, empezó por ahí. Así empezó la Violencia, para citar la amenaza que acaba de lanzar la senadora Paloma Valencia, que es demasiado joven para haberle oído contar a su abuelo “el presidente de la paz” anécdotas ilustrativas al respecto. Una violencia que todavía no ha cesado, pero a la que el muy oligárquico y derechista pero también muy sensato presidente Juan Manuel Santos quiere poner fin. Por las buenas. Resolviendo por la negociación el conflicto armado con las Farc, que por las malas, a tiros, no ha podido resolverse en medio siglo.

Por eso resulta rentable en Colombia, para los enemigos de la paz, resucitar el mito del basilisco. Propagar el infundio de que lo que se negocia en La Habana no es el desarme de una organización bastante modesta –10.000 combatientes–, sino algo de proporciones gigantescas: la entrega de Colombia a algo que literalmente no existe: el fantasma del comunismo.

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