OPINIÓN

Tres mil cadáveres

Hay que mirar también la responsabilidad de los ministros de Defensa. Y en particular la de Camilo Ospina, que en 2005 ordenó la política del conteo de cadáveres y les puso precio: 3.800.000 pesos.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
27 de junio de 2015

El presidente Juan Manuel Santos salta a defender “a capa y espada” a los altos oficiales en activo señalados por Human Rights Watch como posibles ordenadores o amparadores de los más de tres mil “falsos positivos” cometidos por los hombres bajo su mando en los años aciagos de los gobiernos de Álvaro Uribe. “¡Que no vengan a mancharlos!”, exige Santos. Pero si están manchados es porque

se mancharon ellos, no porque alguien se haya dado cuenta. “¡Sin ninguna documentación de soporte!”, se indigna Santos. No hay documentos, pero hay tres mil cadáveres. Tres mil asesinados disfrazados con uniforme guerrillero después de muertos. Tres mil asesinatos que a los asesinos les valieron premios, días de permiso, condecoraciones, ascensos. Que yo recuerde, fue sin soporte documental, por simple sentido común, como hace siete años el mismo Juan Manuel Santos, por entonces ministro de Defensa, destituyó de un tacazo a 17 coroneles, mayores y generales por las primeras denuncias de estos mismos terribles y vergonzosos “falsos positivos”. Lo que hace ahora HRW es simplemente pedir que se prosiga la tarea que entonces emprendió Santos.

Añade el presidente que los oficiales mencionados por la ONG de derechos humanos “solicitaron a la Fiscalía y a la Procuraduría el registro de sus antecedentes, que demuestran que no hay ni una sola investigación en su contra”. Lo cual no prueba nada; y en cambio habla muy mal de la Procuraduría y de la Fiscalía: ante la macabra y abrumadora evidencia de esos tres mil cadáveres de civiles, el 20 por ciento de los muertos reportados como bajas en combate entre 2002 y 2008, han debido iniciar de oficio investigaciones contra los posibles responsables, tanto por acción como por omisión. El nuevo ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, va más lejos en el sofisma: “Colombia –alega– lleva mucho tiempo sin poder ser acusada de violadora de derechos humanos”.

Ese no es un argumento para rebatir las acusaciones que se hacen ahora, y por añadidura no es cierto: la acusan casi a diario, y desde hace decenios. Los primeros casos de detenidos desaparecidos datan de 1977. La Corte Suprema acaba de condenar a 31 años de cárcel a los militares que asesinaron en 1993 a los negociadores de paz de la Corriente de Renovación Socialista y fingieron que habían caído en combate. Un juez acaba de condenar a 18 años al guerrillero de las Farc que asesinó a su jefe y a su compañera por la promesa de una recompensa multimillonaria que, por lo visto, no le han pagado las Fuerzas Armadas. La Fiscalía acaba de llamar a declarar a cuatro generales retirados de alto nivel de los años de plomo de Uribe, incluyendo a uno que llegó a la comandancia de las Fuerzas Militares. Pues tampoco es verdad, como afirma el presidente, que solamente se hayan “cometido errores” en materia de abusos castrenses. Son demasiados “errores”. Las habitualmente desdeñadas “manzanas podridas” dentro de la institución han acabado por pudrir el barril.

Y si el fiscal Eduardo Montealegre algo investiga, aunque lenta y tardíamente, el procurador Alejandro Ordóñez se empecina en la negativa a hacerlo. Por el contrario: acusa al acusador, siguiendo la habitual táctica de los uribistas, y sentencia campanudo:

–“La actitud del Estado colombiano debe ser de condena frente a esas acusaciones (las de HRW) ligeras y envenenadas por el sesgo que se le conoce”.

Parece que están otra vez como antes del sobresalto de decencia institucional provocado por la revelación de los “falsos positivos” en el primer momento. Otra vez como los tres monos sabios japoneses que se tapan los ojos para no ver, las orejas para no oír y la boca para no hablar.

Me parece, además, que la denuncia de Human Rights Watch se queda corta. Está muy bien que se señale la responsabilidad de la alta oficialidad, y no solo la de los cientos de soldados, cabos y tenientes ya condenados. Pero hay que mirar también la de los civiles que les trazaron el camino de las atrocidades. La de los ministros de Defensa, para empezar. Y en particular la de Camilo Ospina, que en 2005 ordenó la política del conteo de cadáveres y les puso precio: una recompensa de 3.800.000 pesos por cada guerrillero muerto. La de su jefe el entonces presidente Álvaro Uribe Vélez. El cual no solo justificó cínicamente los “falsos positivos”, llamando “ajusticiados” a los asesinados e insultándolos después de muertos al insinuar con sonrisita pícara que “no estarían allá cogiendo café”, sino que los promovió activamente con su exigencia a los soldados de que mostraran resultados, ciertos o falsos, de victoria. Lo puedo imaginar en sus tan elogiadas rondas telefónicas de mandos militares al amanecer:

–¡Qué, coronel! ¡Y es que su batallón no combate a la Far o qué? ¿Allá no hay terroristas muertos? ¿Me va a tocar a mí ir personalmente?

Y como por milagro empezaban de inmediato a aparecer cadáveres hasta en los más urbanos cuerpos de intendencia.

Por eso muchos no quieren que se escudriñe la historia para que se esclarezca la verdad. Puede resultar incómoda.

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