Hay en el lenguaje de los toros un aforismo que dice: corrida de expectación, corrida de decepción. Así pasó este miércoles con el anunciadísimo debate del senador del Polo Iván Cepeda sobre paramilitarismo que iba a poner en la picota al también senador (del Centro Democrático) y expresidente de la República Álvaro Uribe, por sus amistades sospechosas y sus nexos nefandos. Horrorizada de miedo, la plenaria del Senado había rechazado el peligroso debate. La comisión segunda lo había aceptado, pero adobándolo de cautelosas salvedades dictadas por la comisión de ética (asombrosamente, tal cosa existe en el Congreso colombiano): así, el senador citante no podría dar nombres propios, cuando de todo el mundo era sabido que el debate llevaba el nombre propio del expresidente. Hasta el último instante no se sabía si este asistiría o no. Su Centro Democrático tachaba el debate de ilegal, y así lo sostuvo, incluso hasta después de realizado, una de sus senadoras, la combativa y terca Paloma Valencia. A la hora señalada no había quórum en la comisión. El canal de televisión del Congreso, que iba a transmitirlo en vivo y en directo, mataba el tiempo con anuncios publicitarios multicolores sobre la felicidad universal que le ha traído al país la “prosperidad para todos” del actual gobierno.
Pero el debate se dio por fin. Y no hubo nada. Mero bochinche. Iván Cepeda resumió y repitió en una hora y media viejas acusaciones contra Uribe a lo largo de toda su carrera: como joven director de la Aeronáutica Civil que dio licencias de vuelo a mafiosos del narcotráfico; como efímero alcalde de Medellín, destituido por sospechas de malas amistades; como dueño de haciendas en dudosos vecindarios; como hijo mentiroso de un culebrero paisa y hermano de otros dos; como ambiguo y mañoso congresista; como gobernador atravesado que les dio impulso en Antioquia a las criminales organizaciones ‘Convivir’; como presidente despótico y tramposo elegido con apoyos del paramilitarismo. Nada nuevo. Todo eso se sabía, desde lo del helicóptero paterno en la Tranquilandia de Pablo Escobar hasta lo de alias Job en los sótanos del Palacio de Nariño. Y lo que es sorprendente y grave, aunque explicable, es que nada de todo eso haya tenido nunca consecuencias judiciales. La excusa ha sido siempre la de que no hay “prueba reina”, y la de que los testimonios no son de fiar: vienen de narcotraficantes y paramilitares presos, y Uribe siempre ha dicho –sin dar pruebas él tampoco– que han sido testimonios comprados.
La única novedad que trajo el denunciante fue la de que Uribe había formado parte de la junta directiva de una empresa del pagador del cartel de Medellín, condenado por el asesinato de Guillermo Cano, director de El Espectador. Y el acusado la rebatió (pues por lo visto no era una novedad para él) mostrando la carta en que, hace treinta años, rechazaba la “honrosa designación” para participar en esa junta.
No fue un debate. Fue una lista de señalamientos y denuncias mutuas, desde el lado de Uribe salpicadas de denuncias a terceros. El expresidente, fiel a sí mismo, exhibió una vez más su grosería, que tanto gusta entre sus partidarios. Una vez no: dos. Al comienzo, y al final del debate. Al comienzo cuando, tras lanzar una primera ronda de acusaciones, se largó del recinto del Senado para, según dijo, ir a radicar sus pruebas ante la Corte Suprema. Mostraba así no solo su desprecio por sus contradictores sino por las instituciones: por el Congreso esta vez, como hace pocos meses por la Fiscalía, y durante todo su gobierno por las altas cortes. Se fue orondo, rodeado de sus fieles. Cuando volvió, Cepeda terminaba su alegato. Y tomó Uribe largamente la palabra para contestar cosas que no se le habían preguntado, y no aclarar ninguna de las que sí –salvo, como ya dije, la de la participación–, “honrosa” para él pero en ese momento inconveniente, en la empresa de un mafioso. Habló de su padre, pantalonudo finquero y caballista antioqueño amigo del tiple. De sus hermanos, sanos bebedores de aguardiente. De su madre, destacada dirigente cívica. De sus hermanas, incansables trabajadoras. De su señora, de una austeridad admirable en el manejo de los bienes públicos (austeridad que, dijo, “este país ha perdido en los últimos cuatro años”). No mencionó a sus controvertidos hijos. Y cerró su discurso atacando al vicepresidente Vargas Lleras por paramilitar, al exministro Serpa por lo mismo, al ministro Cristo por politiquero, al presidente Santos por conspirador, al presidente de la comisión Chamorro por aliado del cartel de Cali y al senador Cepeda por colaborador de las Farc. “Con esto me retiro”, concluyó, tirando el micrófono y volviéndose a largar, escoltado por varios de sus dóciles parlamentarios. Otros se quedaron para cuidarle la retaguardia.
Y no hubo nada. Los montes, como siempre, parieron un ratón. Se desperdició la oportunidad de tratar en serio el problema no resuelto de la parapolítica, del dañado y punible contubernio entre los políticos y los paramilitares, que late en el corazón del uribismo desde antes de la doble presidencia de su jefe y tiene a este convertido en el jefe de la oposición a que por fin se haga la paz en este país. Porque la parapolítica es el alma del uribismo. Y la parapolítica es la guerra perpetua.