MARTA RUIZ

Breve crónica de un viaje a La Habana

En La Habana hay algo en construcción, se está tejiendo confianza y trabajando duro por llegar a unos acuerdos. Pero a los poderosos de Colombia eso les importa un bledo.

Marta Ruiz, Marta Ruiz
23 de febrero de 2013

Hace dos semanas tomé un avión y me fui para La Habana para ver de primera mano lo que está pasando allí. Madrugué para el Hotel El Palco, en cuyo centro de convenciones se producen los encuentros gobierno-guerrilla. Contrario a lo que se piensa, allí hay poca prensa colombiana. Aquel día, víspera del final de una ronda que había empezado con los ánimos caldeados por el secuestro de dos policías, no estaban sino los corresponsales de RCN y Caracol y un puñado de periodistas cubanos. 

Esa mañana Iván Márquez se paró frente al micrófono y leyó las 10 propuestas mínimas para el reconocimiento político de los campesinos. “Siempre nos salen 10”, comentó a la hora del café, refiriéndose al ritual cotidiano de presentar ideas sobre lo que su contraparte del gobierno, Humberto de la Calle, llamó “lo divino y lo humano”. Márquez aprovechó el receso para terminarse un grueso habano que ya se había fumado a medias.  Para entonces no se conocía la foto en la que el jefe guerrillero posa para la cámara en una moto Harley Davidson, y que nos confirmó, junto al tabaco, que la revolución de Márquez no se contrapone con ciertos placeres.    

Mientras las FARC hacen su ritual mañanero, la delegación del Gobierno pasa por un lado en silencio, sin mirar siquiera lo que ellos consideran un espectáculo mediático. Pero los periodistas se rompen la cabeza tratando de encontrar una noticia que realmente suscite interés en Colombia. A pesar de que el día del periodista nos pescó por allá, y de que las FARC lo celebraron con un mojito, y de que gritaron muy animados: ¡Que vivan los comunicadores sociales!, los guerrilleros piensan que el bajo perfil de las conversaciones se debe a una estrategia mediática. Uno de los delegados de la insurgencia se muestra francamente nostálgico: “Nos gustaba más el esquema del Caguán porque teníamos más cerca a los periodistas. Ahora los cambian para cada ronda”. 

Esa tarde tuve una charla informal con Sergio Jaramillo, el alto comisionado de Paz del gobierno de Santos. En esos días, según me comentó, hubo avances muy importantes en la Mesa en el tema de tierras, pero, respetando la regla de la confidencialidad, no mencionó el contenido. Me aseguró que si se sigue a ese ritmo, es posible alcanzar un acuerdo marco en un tiempo razonable. Cuando le pregunté por el mal clima que hay en el país respecto a los diálogos, no escondió su amargura: “Al país urbano parece no importarle lo que pasa en el campo”, me dijo. 

De ambas delegaciones destaco el respeto mutuo con el que se tratan y la disciplina increíble que tienen para no romper la confidencialidad de la Mesa, un signo de que ambos quieren cuidar el proceso. Lo que sí comentan es que las metodologías de acercamiento a los temas son muy diferentes. Es algo así como materialismo histórico contra Power Point. Mientras las FARC hacen largas exposiciones históricas sobre el problema de la tierra, que abruman a los miembros del Gobierno, estos a su vez sacan diapositivas con cifras muy pragmáticas para explicarles a los otros cómo funciona el mercado rural y  o el catastro. Al fin y al cabo, de eso se trata el diálogo. 

¿Dejación de armas?

Conversé largamente con Jesús Santrich, miembro del Estado Mayor de las FARC, de 46 años, la mitad de los cuales ha pasado en las filas rebeldes. La entrevista fue un pulso con sutiles ataques y contra-ataques sobre los principales temas de la agenda. Ese día me anunció lo que el pasado viernes hizo oficial Timochenko a través de un comunicado: que quieren una veeduría ciudadana e internacional para que se determine la verdad sobre el despojo.

También fue enfático en que las FARC no están esperando una expropiación a la brava del latifundio improductivo. Mucho más dura es su posición sobre la minería y el monocultivo de la agroindustria, los que rechaza de plano por razones ambientales. Argumento que el Gobierno desestima, pues considera que detrás del discurso antiminero de las FARC existe una estrategia para debilitar la economía del país.

En uno de aquellos quita y dame, le pregunté qué entienden ellos por dejación de armas. “¿Usted se imagina a las FARC entregando los fusiles sólo con la promesa de un régimen terrorista?” me contrapreguntó. Dudé un momento. Recordé que todas las guerrillas que han iniciado procesos de paz lo han hecho convencidas de que echarán los fierros al mar, o los quemarán, antes de entregarlos a su adversario. Pero todos se han tomado la foto entregándolos, quizá como un gesto de confianza en el sistema que los acoge.  

“Dejar las armas significa ponerlas más más allá del alcance de su uso”, me respondió. No entendí mucho, pero él agregó que sería un proceso de silenciamiento paulatino de los fusiles, según se vayan instrumentando los acuerdos, y me mandó a estudiar la experiencia irlandesa. Cosa que haré, sin duda.

En general, hay resistencia a enfrentar el tema de las víctimas y la justicia. Santrich, por ejemplo, considera que los secuestrados no han sido maltratados y que peor les ha ido a los presos de las FARC en las cárceles. A otro de los delegados, que me habló sobre el exterminio de la UP, le recordé que ellos también habían puesto su cuota de violencia política cuando, por ejemplo, masacraron en pleno a todos los concejales de Pueblo Rico, Caquetá, y de Rivera, Huila, hace unos años. “Nosotros habíamos dado la orden de que el Estado no podía funcionar en esa zona y ellos eran parte del Estado”, fue su fría respuesta. 

Los guerrilleros se ven a sí mismos como luchadores sociales obligados a empuñar las armas por un Estado represivo. Pero más temprano que tarde tendrán que admitir que hay una faceta muy poco heroica en su lucha. Que ellos también han cometido crímenes de guerra y de lesa humanidad terribles y que tendrán que poner su cuota en la reparación a las víctimas, si es que de verdad quieren la paz. 

El miedo

En La Habana conseguí un conductor que me transportó desde el Vedado hasta Miramar, y viceversa. Es un militar retirado que perteneció a la guardia pretoriana de Fidel Castro y que conoció muchas guerrillas a lo largo del mundo. Esa tarde me preguntó: “¿Las FARC tienen apoyo del pueblo?” No mucho, le dije. “¿Tienen de su lado a una parte del poder?” Tampoco. “¿Están en el narcotráfico?” Hasta el cuello, respondí. “Entonces es mejor que salgan de esto rápido y se conviertan en un partido político”, ipostó él.

Me tomó algunos minutos explicarle que eso no es tan fácil. Que en Colombia la violencia política es endémica y que las fuerzas oscuras persisten en muchas instituciones. Que aunque las FARC se acaben, el narcotráfico seguirá. Que ser de izquierda en nuestro país es un riesgo y una proeza, y prueba de ello es que la herida de la Unión Patriótica sigue abierta. Y que nadie sabe si el presidente Santos se la jugará a fondo por la paz porque da señales confusas todos el tiempo.

Al día siguiente tuve una charla con Rubén Zamora, uno de los jefes de las FARC en Catatumbo. Mi interés era preguntarle qué piensan los guerrilleros de base sobre este proceso, dado que él estuvo en los campamentos hasta octubre, después de que el acuerdo se hizo público. “Allá hay una mezcla de ilusión, fortaleza y desconfianza”, me dijo. Ilusión por aquello del fin de la guerra; fortaleza para seguir en el monte si este intento fracasa, y miedo a ser traicionados por el Estado, si dejan las armas. 

Justo por ese temor es que las FARC buscan que los acuerdos tengan rango constitucional y que no dependan de la voluntad del gobernante de turno. 

A varios de los delegados de la guerrilla les hablé de que en el país existe el temor contrario: de que sean ellos quienes traicionen lo pactado, como lo han hecho tantas veces. Siempre respondieron igual: que hay unidad total en su organización, que no se pararán de la Mesa hasta lograr un acuerdo y que esperan que haya una veeduría popular para la instrumentación del mismo. 

Después de la charla con Zamora me fui a almorzar a un restaurante popular donde sirven un delicioso puerco asado con moros y cristianos. Un cubano se sentó a compartir la mesa conmigo, algo frecuente en la isla. Me dijo que seguía con mucho interés las noticias sobre estos diálogos, pero que no cree que vayan a funcionar. “Veo muchos intereses en juego. No creo que los poderosos de tu país dejen que esto prospere”. 

Tomé el avión de regreso con esas palabras dándome vueltas en la cabeza. Con la sensación de que en La Habana hay algo en construcción, que Gobierno y guerrilla están trabajando duro por llegar a unos acuerdos. Pero tengo también la sensación de que a los poderosos de Colombia eso les importa un bledo. 

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