OPINIÓN ON-LINE
Dígame licenciado
Lleva varios meses el debate público acerca del licenciamiento ambiental, instrumento central de todo sistema de control legal de los daños potenciales que una obra de infraestructura puede conllevar.
El ejercicio técnico y jurídico que fundamenta la licencia ambiental responde a un protocolo que debe ser capaz de dar razón de la aplicación, en la práctica, de las políticas que rigen el modelo de desarrollo de un país. En ese sentido, las licencias las reflejan pero no constituyen el mecanismo directo para reformarlas: son instrumentales a ellas.
El licenciamiento ambiental es un proceso específico para evaluar proyectos que se implementan en un territorio real, no imaginado. O por lo menos, míticamente compartido. El impacto se juzga uno a uno, no de manera acumulativa o asociada, lo que hace de la definición de “proyecto” un elemento central del proceso y cuya postulación, por decirlo de alguna manera, proviene de intereses y visiones (generalmente miopes) públicas o privadas, a menudo en competencia o contradicción. El estudio de impacto, sin embargo, solo evalúa la viabilidad de lo propuesto, no su pertinencia. De ahí que los conflictos ambientales respecto a casos específicos se tramiten en un pulso entre lo global o nacional y lo local, pues es siempre la escala la que define el tipo, dimensión y patrón distributivo de los impactos o “externalidades ambientales”: el oro para exportar, el mercurio para intoxicar. Es lo que hace que el carbón que vende Colombia transfiera la responsabilidad de quemarlo al comprador y por ende, nos libere de ella frente al cambio climático global. Claro, alguien debería pagar proporcionalmente ese daño, pero esa es otra historia (justicia climática, le llaman).
El impacto ambiental siempre incluye importantes niveles de incertidumbre, la cual debería tratarse mediante procesos de educación (no adoctrinamento) y comunicación (no propaganda) de la mayor calidad, para ajustar la percepción y el manejo del riesgo compartido. Lamentablemente los intereses en conflicto no gustan de ello: requieren predicciones lineales que tranquilicen o enardezcan homogéneamente a sus colectivos, cuyos juicios de valor se oscurecen a la luz de su modelo del mundo, un proceso típicamente patafísico, pero profundamente humano. Ahí donde quedan capturados los expertos de ambas partes, malos o buenos, terrestres o marcianos.
Es imposible basar una política ambiental solo en el sistema de licenciamiento, por bueno que sea, pues este debe ajustarse a un ordenamiento previo, acordado y legítimo, de las actividades y modos de producción de un territorio, que en el caso colombiano es megadiverso, heterogéneo y está históricamente comprometido en un conflicto armado. Los conflictos asociados con el otorgamiento de licencias tienen pues dos orígenes, su calidad (basada en la transparencia) y su nivel de coherencia con el ordenamiento. En ambos casos el mejoramiento del proceso requiere un modelo acordado del territorio, reflejado en un sistema de información robusto y accesible a todos, que reduzca las dudas técnicas acerca de la implantación de un proyecto en todas las escalas consideradas. Solo así la Nación puede evaluar sus políticas sectoriales y, eventualmente, replantearlas: no se cuestiona el modelo destruyendo el sistema de licenciamiento, sino mejorándolo mediante su articulación a toda la institucionalidad. De lo contrario, acabaremos satisfechos a la manera de Chaparrón Bonaparte.
* Directora Instituto Humboldt