La historia siempre olvida los detalles, escribió en una oportunidad Edward Gibbon. El panorama es como un bosque que no deja ver con claridad los árboles y las generalidades están por encima de las particularidades. Lo que se dice hoy de Cartagena de Indias no dista mucho de la afirmación hecha por el historiador británico. La ciudad que fundó don Pedro de Heredia hace casi cinco siglos ha sido calificada como una urbe “fantástica”, “mágica”, de “calles estrechas y empedradas”, “colmada de historias y gente alegre” y convertida por la pluma de García Márquez en el segundo espacio literario más importante de su narrativa.
Los abuelos solían decir a manera de chiste “cría fama y acuéstate a dormir”. La Heroica ha sido tan publicitada que la han convertido en el centro de los eventos artísticos, políticos y culturales más importantes que se llevan a cabo en el país. Para algunos, la ciudad tiene características paradisiacas: islas de aguas cristalinas en cuyo lecho reposan bosques de corales, callecita estrechas y un cerco amurallado que durante la Colonia evitó su toma a sangre y fuego por hordas de sanguinarios piratas. Su encanto es posible palparlo desde la altura de un coche tirado por caballos en una noche de luna. Pero eso es solo parte de una realidad. La otra, sin duda, se olvida. O, en el mejor de los casos, se oculta porque nos muestra lo indeseable, esas imágenes negativas que producen escozor y son creadoras de nuestras más horribles pesadillas.
La Cartagena en la que vivieron nuestros abuelos, y en gran medida nuestros padres, no existe. La ciudad ha sufrido en los últimos veinte años una transformación que va más allá de la expansión física. Su marcha no es sólo poblacional sino también axiológica. El rompimiento de unos lazos comunicacionales tibios, propios de los espacios provinciales, ha dado cabida a la indiferencia, lo que quizá pueda explicar, entre otros hechos, los altos niveles de inseguridad que hoy vive La Heroica.
El cerco amurallado, en otro tiempo un remanso de tranquilidad, donde según cuentan los abuelos era posible dormir en una banca de un parque sin el temor de ser atracado, parece hoy una historia de ciencia ficción. La muerte a bala de un par de ancianos italianos en manos de un muchacho de dieciséis años en el 2008 fue quizá el primer campanazo de alerta para las autoridades distritales. Desde entonces, no ha pasado un día sin que los diarios locales publiquen noticias que hablan de asesinatos, atracos y boleteos en sectores donde antes era impensable que sucedieran estos hechos.
Su crecimiento desordenado, el surgimiento de nuevos barrios en lugares de alto riesgo, la llegada de un gran número de desplazados por la violencia que terminan alimentando los gruesos cinturones de miseria que rodean la capital de Bolívar, son apenas pequeñas muestras de los cambios axiológicos que se han incorporado al ritmo de una urbe considerada tranquila, tanto para el turismo como para los negocios.
Hoy, la ciudad “del ahumado candil y las pajuelas”, aquella que Luis Carlos López retrató con nostalgia e ironía en su afamado poema, aquella que vio nacer a Germán Espinosa y Enrique Grau, aquella por cuyas calles han transitado ilustres personajes del mundo de la política internacional, el arte y la literatura, aquella en la que cada año se llevan a cabo eventos culturales de la talla del Hay Festival, el Festival Internacional de Cine y el Festival Internacional de Música Clásica, ha visto llegar igualmente, de un tiempo para acá, personajes siniestros, jefes de algunas bandas criminales del país cuyos tentáculos han empezado penetrar el comercio local, el transporte y, peor aún, la política.
La ola de muertes violentas que ha sacudido a la ciudad en lo que va del año, ha dejado, según las autoridades locales, un saldo aproximado de 105 asesinatos, entre los que se encuentran un número considerable de comerciantes y transportistas. Entre el cruce de disparos de sicarios que cumplen el “encargo”, de fleteros en motos que abren fuego sin consideración, la muerte de inocentes es apenas vista como una estadística del daño colateral.
Hace poco, una vieja amiga bajó los dos mil seiscientos metros de la capital para tomar el sol. Se hospedó, como siempre, en un hostal de San Diego y al día siguiente caminamos el centro. A las 7.00 de la mañana la ciudad olía a orines. Nada nuevo bajo sus narices porque La Candelaria Vieja huele peor. A las 8.00 subimos en una buseta de Ternera y media hora después nos bajamos en Bazurto. El piso estaba mojado y se sentía en el aire un olor a podrido que se intensificaba en la medida en que avanzábamos hacia la Avenida del Lago. En una mesa cubierta con un mantel de florecitas verdes y rojas, atravesada casi en la mitad de un estrecho pasillo, un grupo de personas desayuna pescado frito, yuca y jugo de naranja. Una nube de moscas volaba entre los comensales. Mi amiga cometió el error de decirme algo en ese momento y un moscardón entró en su boca. La vi vomitar durante media hora. “Esta es la Cartagena que no promociona nadie”, le dije para molestarla un poco. Ella levantó la cabeza, me miró con los ojos cuajados de lágrimas e intentó sonreír. El olor a podrido era insoportable.
* Docente universitario