En un país en el que se le dice “doctor” a cualquiera, no es extraño que se sepa tan poco para qué sirve una persona que ha estudiado un doctorado, un doctor de verdad. Esos que han dedicado muchos años estudio, paciencia y disciplina a la investigación y a la producción de conocimiento, no para decorar sus títulos de maestría y pregrado con las letras “PhD”, sino para contribuir con el desarrollo de la nación.
El trabajo parece noble y la labor de los investigadores con doctorado es el power point favorito de los jefes cuando quieren mostrar los resultados de sus departamentos. Lo que ellos hacen es lo primero en aparecer en la página web de la institución, es la noticia más vendedora, de lo que más se habla en las acreditaciones, mientras se guarda silencio sobre las condiciones reales que hay detrás las maravillas proyectadas: hacer investigación con las uñas, pelear para que el presupuesto de los tres pesos no se rebaje a dos por los “costos administrativos”, torear los formatos ISO y las burocracias, y luchar con aquel al que hay que decirle “doctor” pero no lo es, para que respete las diez horitas de investigación a la semana y no los ponga a ir a reuniones administrativas interminables en donde se habla de la misión y la visión, y se termina con la cotización de los muslitos de pollo del próximo congreso.
En Colombia tener un doctorado todavía es una rareza. Según datos del Consejo Nacional de Acreditación en el país se gradúan aproximadamente 245 cada año, mientras en Brasil y México 12.217 y 4.665, respectivamente. Eso hace que algo fundamental para el trabajo de un científico, que es tener una masa crítica de colegas con quienes trabajar y discutir, sea un bien escaso.
A lo anterior se suma el hecho de que los doctores que llegan a trabajar en las universidades se sienten muchas veces decepcionados: han hecho una inversión económica y de calidad de vida importante que hoy no se ve reflejada ni en un mayor salario, ni en más reconocimiento. Se formaron como científicos de alto nivel y llegan a laboratorios vacíos en los que tienen que empezar por comprar lo básico. Y para colmo, su jefe les dice que deben “rebuscarse” los recursos para investigar, lo cual es quijotesco en un lugar en donde sólo se invierte el 0.2% del PIB en proyectos de investigación y desarrollo.
Los doctores son científicos que sueñan con solucionar los problemas del futuro y sin embargo, están atrapados en la dictadura de clases y los cargos administrativos de las universidades. Menos de un 1% trabaja en la administración pública y pocas empresas privadas están dispuestas a pagar su sueldo para desarrollar proyectos de innovación. De esta manera, investigar, que es su vocación natural y para lo que se formaron, se convierte en una actividad secundaria, lo cual es por demás absurdo en un país necesitado de procesos de desarrollo.
Hace poco leí el correo de un jefe ordenándole a su equipo de trabajo referirse a él como “doctor”. El remitente, que posee un titulo de pregrado de la “San Marino” y dice ser doctor sin que nadie tenga certeza de su grado, me puso a pensar como en Colombia nos hemos acostumbrado a “adular” a quienes no se lo merecen, mientras los verdaderos doctores trabajan en silencio, haciendo esfuerzos admirables con la esperanza de que el país salga algún día del subdesarrollo.
Si es verdad que el lenguaje es el principio de transformación de una sociedad, yo comenzaré por dejar de decirle doctor a cualquiera, así iremos dando pequeños pasos de reconocimiento y respeto con quienes han alcanzado la más alta formación, mientras les quitamos el regocijo a aquellos que gozan de ese estatus sin tener ni idea de lo que significa.
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