OPINIÓN
El Vargas Lleras de 2016
Me alivia conocer que su caso no reviste gravedad, y que la única enfermedad que sigue padeciendo es la de las malas compañías.
Quizás no sea el momento más oportuno para lanzar este desahogo, pero permítanme expresar mi más triste decepción por el reciente desmayo del exvicepresidente Vargas Lleras. Quiero decir: la única responsabilidad constitucional que se le exige a un vicepresidente es que tenga buena salud, nada más, únicamente eso, para que el día que, dios no lo quiera, deba reemplazar al presidente, esté disponible.
No es necesario que se pasee por medio país disfrazado de vendedor de Homecenter, con casco y chaleco de bolsillos, inaugurando cuanta obra construya el Estado; ni que maneje con vehemencia y al detalle dos ministerios; ni que asista a foros de infraestructura en Villavo o Barrancabermeja: mucho menos que monte un partido político y haga alianzas con personajes deplorables para perfilarse en el poder: no, nada de eso. Solo se le pide que descanse en la banca, ojalá en estado vegetativo, tal y como lo hizo Pachito Santos, vicepresidente ejemplar.
Pero ni este, que es un señorito al que le priva disfrazarse de obrero, ni el exzarrapastroso anterior, que, por el contrario, provenía de la clase obrera pero le encantaba disfrazarse de señorito, han sido capaces de cumplir con el mandato que les encarga la Carta Magna, y la única constitución que parecen respetar es la suya propia, voluminosa y excedida. Por ley se les ordena que únicamente hagan las veces de llantas de repuesto. Pero ellos, a su turno, cada vez lucen más repuestos. Y cada vez tienen más llantas. Y han obligado a que el país marche durante todo el gobierno de Santos con el neumático de reserva pinchado.
Casi no salgo de mi desconcierto cuando observé las imágenes en los nada amarillistas noticieros nacionales. En la repetición en cámara lenta se detallaba cuadro a cuadro el suceso. El hombre sale del atril, camina unos pasos sobre la tarima, se lleva la mano al pecho. Y, como si se tratara de Millonarios al final del torneo, súbitamente se va de bruces. Paradójicamente, el evento sucede en el único momento del año en que no llevaba el casco puesto. Así es la vida.
Entonces se forma en torno a él un tumulto de funcionarios y agentes de la Defensa Civil que se muestran dispuestos a salvarlo a como dé lugar: incluso ofreciéndole respiración boca a boca, aprovechando, por demás, que el vicepresidente no es el exregistrador Carlos Ariel Sánchez, porque en tal caso otra historia estaríamos contando.
Pero con Vargas Lleras nadie escatimó esfuerzos: le abrieron la camisa, le sobaron el pecho, lo afiliaron a Cafesalud, pese a que no provenía de SaludCoop, y entre todos lo sacaron adelante. Los ministros que son de su dominio, y que caminan tras él como pollitos, lo ayudaron a ponerse de pie. E incluso Pacho Santos ofreció darle choques eléctricos para reanimarlo.
De ahí que, cuando el vicepresidente se repuso, tronara un aplauso cerrado que se inició en la tarima de Floridablanca, pero recorrió todo el país, desde Leticia hasta La Guajira, donde lo recogieron, entusiastas, sus copartidarios Oneida Pinto y Kiko Gómez.
Me alegra de corazón que no haya pasado a mayores. Pero insto a las autoridades a que lo destituyan en caso de que no adquiera un estilo de vida sano, acorde con las necesidades de la Constitución. Él se lo buscó. Ha procurado el poder de manera tan voraz, que se merece adquirir los hábitos de una vida saludable como castigo.
Quiero verlo, pues, entregado a los batidos de Herbalife; masticando chicles Nicorette mientras camina en el parque El Virrey en sudadera un lunes cualquiera; observando filminas de pulmones destrozados en un grupo de autoayuda. Exijo que arme crucigramas con sus escoltas, recoja en persona a su hija en la universidad y acompañe a su esposa Luz María a depilación en Bellísima.
Aquellos tiempos, en que era un vicepresidente de tripa creciente y desabrochada que se paseaba de obra en obra por todo el país, deben dar paso ahora a unas rutinas aciagas, en las que el doctor Vargas Lleras haga yoga en trusa y se reúna con sus antiguos contertulios del colegio José Joaquín Casas para repasar los días felices en que eran biyis.
Ese es el Vargas Lleras que exigimos para 2016. Un vicepresidente que cumpla con su deber de no enfermarse; que no vuelva a gritar como gamín; que no hable de nuevo con la boca llena; ni fume y coma al mismo tiempo; ni bote el humo por la nariz mientras chasquea. Un vicepresidente, en fin, que no haga alianzas con parapolíticos, al menos no mientras come alimentos altos en grasa; ni pesque –la media mano dentro del bolsillo del pantalón– mientras se dirige al respetable; ni se gaste la chequera estatal en su propia promoción, al menos no si a la vez consume bebidas oscuras.
Víctima de sus propios excesos, el doctor Vargas Lleras es el Amy Winehouse de la política nacional. Me alivia conocer que su caso no reviste gravedad, y que la única enfermedad que sigue padeciendo es la de las malas compañías.
Si sus subalternos pensaban que era bravo, que se esperen a que deje el cigarrillo. Pero es el sacrificio al que se deben someter quienes suponen que el vice está para grandes cosas: incluso para igualar a Pachito.