Recuerdo al Hugo Chávez que conocí ese día como un hombre extremadamente delgado, envuelto en un liquilique entre gris y azul que le daba cierto aire clerical. No se parecía al Rambo paracaidista que pintaban las crónicas de la época. Hablaba con cierta timidez, en tono bajo y se ponía la mano debajo de la barbilla cada vez que tomaba un sorbo de café, como si temiera mancharse el traje típico.
Clamaba la necesidad de un nuevo gobierno para ponerle coto a la corrupción y al clientelismo político.
Ya desde entonces se hablaba de su cercanía con las Farc. Unos meses antes, el Ejército de Colombia había encontrado, en un campamento guerrillero, un video en el que Chávez y su compañero de golpe Francisco Arias Cárdenas –hoy gobernador del estado Zulia– enviaban desde la prisión un “fraternal y revolucionario saludo” a las Farc (ver
noticiero de 1992).
El video lo había publicado el noticiero que yo dirigía y, quizás por eso, al coronel Chávez le interesaba dar su versión sobre los hechos. Desde entonces decía que no era un aliado de las Farc sino un hombre de paz que quería una salida negociada al conflicto. Una declaración en ese sentido le entregó –hace 19 años, cuando aún no era ni candidato– a la periodista Patricia Uribe (ver
Chávez y los diálogos).
Al despedirse me contó que iría al Puente de Boyacá. Quería ver el lugar de la histórica batalla y conocer Tunja, la ciudad donde décadas atrás había estado preso –por guerrillero– un bisabuelo suyo.
Volví a ver a Chávez ocho años después. Para entonces ya había sido elegido presidente dos veces, había cambiado la Constitución de Venezuela –entre otras cosas para permitir su reelección– y acababa de sobrevivir y volver a la Presidencia tras la autoderrota de un tragicómico golpe de Estado que llevó por unas horas al poder a Pedro Carmona Estanga.
El Chávez que me encontré esa vez, en mayo de 2002, en el Palacio de Miraflores, era un hombre muy diferente. El poder lo había transformado. Sus hombros parecían haberse movido hacia atrás y su barbilla adelante. La voz era la misma, pero el tono diferente. Más imperativo, sin espacio para las dudas.
Llevaba un fino reloj en la muñeca, un traje bien cortado y una corbata italiana. Pero más allá del vestuario, Chávez parecía perfectamente convencido de que era un ser providencial y de que Venezuela no podría sobrevivir sin él.
En la entrevista que le concedió a María Cristina Uribe, salió a flote la olvidada sencillez de Chávez, cuando habló de Maisanta, su bisabuelo, y de su estadía en el panóptico de Tunja (ver
Chávez y Maisanta).
Unos meses después, en diciembre del mismo año del golpe, nos concedió otra entrevista. Chávez no soportó las preguntas de María Cristina sobre denuncias de corrupción en su gobierno: la financiación con fondos secretos de un banco español a su campaña, la desaparición de 4.000 millones de dólares de un fondo oficial y la fortuna cada vez más evidente de sus familiares. Se levantó antes de terminar la entrevista y nos despachó con una mirada de odio (ver
Chávez y donación banco).
Pensé que era la última vez que lo vería. Sin embargo, seis años después, en diciembre de 2008, mientras cubría lo que fue la fallida liberación de Emmanuel, el hijo de Clara Rojas, volví a encontrármelo.
Yo estaba parado al lado del helicóptero naranja y blanco que nunca trajo al niño a la libertad, pero que inspiró la Operación Jaque. Chávez, de uniforme y boina roja, venía caminando con el expresidente argentino Néstor Kirchner y el exministro ecuatoriano Gustavo Larrea, cuando gritó: “¡Epa, epa, colombiano!”.
Frente a un enorme mapa que siempre cargaba un edecán suyo, empezó a preguntarme de geografía. Una sombra de nostalgia pasó por sus ojos: “¿Dónde queda Tunja? Ahí estuvo preso un abuelo mío” (ver
¿Dónde está Tunja?).
Luego narró entre bromas que, siendo joven oficial, también había estado detenido en Colombia. Ese risueño Chávez fue el último que vi. Se parecía más al flaco de liquilique que 14 años atrás me había visitado en Bogotá, pero de sus sueños de entonces no quedaba casi nada.
Noticiero de 1992