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El gran fallo

En Colombia, la potencial instrumentalización de la Fiscalía y las superintendencias debería prender todas las alertas por su contribución a la destrucción democrática de la nación. 

Luis Carlos Vélez
20 de abril de 2024

“No me aplaudan antes de empezar a hablar. Eso significa que tienen grandes expectativas y las grandes expectativas pocas veces se logran alcanzar”. Con esta frase arrancó Michelle Bachelet el jueves pasado el conversatorio que tuve el privilegio de sostener con la expresidenta de Chile en la Universidad de Princeton y muy probablemente próxima secretaria general de la ONU. Lo lamento, Juan Manuel Santos. “No hard feelings”.

La frase, aunque se refería al diálogo que tendríamos a continuación, definió también el centro de la conversación. Este fue cómo la democracia les ha fallado a los pueblos en la región, y la razón por la cual los regímenes autocráticos, según ella de extrema derecha, están regresando al poder.

Según Bachelet, es evidente que los pueblos están cada vez más dispuestos a tolerar violaciones a las instituciones, los derechos humanos y las leyes por la posibilidad de lograr beneficios individuales. Mejor dicho, corrieron la línea ética.

Por ejemplo, dijo la expresidenta, en El Salvador la gente le perdona a Bukele presuntas violaciones de DD. HH. y la ruptura de las instituciones democráticas porque se siente más segura y puede salir a la calle, algo que antes no podía hacer.

Este nuevo escenario utilitario de minimización de la importancia de las formas, cuando las formas mismas son la Constitución, se debe principalmente a que en América Latina la democracia parecería estar fallando en cumplir sus promesas de justicia, igualdad y progreso.

Uno de los principales desafíos que enfrentan las democracias latinoamericanas es la persistencia de altos niveles de corrupción. La corrupción mina la confianza en las instituciones democráticas, socava el Estado de derecho y distorsiona la asignación de recursos públicos, perpetuando así la desigualdad y la exclusión social. Es la realidad.

Además, las instituciones democráticas en muchos países latinoamericanos son débiles y están sujetas a la manipulación política, lo que impide el funcionamiento efectivo de los sistemas de pesos y contrapesos. Esto socava la democracia. En Colombia, la potencial instrumentalización de la Fiscalía y las superintendencias debería prender todas las alertas por su contribución a la destrucción democrática de la nación.

Otro desafío importante es la persistencia de la desigualdad social y económica en la región. A pesar de los avances en la reducción de la pobreza en algunos países, la desigualdad sigue siendo endémica.

Todo esto, sin mencionar la polarización y aparición de un sinnúmero de voces en el mundo digital que distorsionan la realidad y potencian narrativas negativas sobre la realidad; exageran en las posibles soluciones de los problemas.

En resumen, la democracia está fallando en América Latina y la pandemia funcionó como acelerador cuántico. La incapacidad de los Gobiernos de solucionar la crisis y la generación de mayores problemas, como el inflacionario y la explosión de sistemas como el de la salud en Colombia, generaron un descontento que fue exacerbado por los populistas autocráticos de la región, incluido Gustavo Petro.

La presidenta Bachelet tiene razón. La promesa incumplida de la democracia está siendo aprovechada por los regímenes autocráticos de extrema derecha, a lo que yo le adicionaría: también de extrema izquierda. Los populistas han capitalizado la incapacidad de los líderes que, electos democráticamente, han naufragado en cumplir las expectativas de sus discursos de campaña. Los políticos en nuestra región no solamente no pudieron estar a la altura de las expectativas, sino que en el camino enterraron gran parte de la credibilidad del único del menos malo de los modelos de gobierno: la democracia. Gustavo Petro está haciendo lo propio en nuestro patio.

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