El verdadero malhechor
ESTE CARDENAL PERNICIOSO ES EL MISMO CRIMINAL QUE PROHÍBE USAR EL CONDÓN INCLUSO A LOS ENFERMOS DE SIDA
El abominable cardenal vaticano, Alfonso López Trujillo, llamó malhechores a quienes le hicieron el aborto a una niña de 11 años violada. En Italia, donde tiene su domicilio el cardenal, se practican abortos todos los días y los jerarcas de la Iglesia no salen a excomulgar por radio y por televisión a médicos y hospitales. En Alemania, donde nació el sumo pontífice, se hacen cientos de abortos diarios, y el Papa alemán
Ratzinger no excomulga desde su púlpito a las mujeres que han optado por esta solución ni a los médicos que la practican. En Colombia tenemos los prelados que merecemos, y este cardenal, a quien conozco bien, pues fue un nefasto arzobispo de mi ciudad, ha sido siempre, en el sentido etimológico de la palabra, el verdadero malhechor, es decir, aquel que hace el mal.
Alfonso López Trujillo es uno de los responsables de la degradación sin nombre que vivió Medellín. Suya fue la idea, por ejemplo, de convertir el seminario (el que quedaba detrás de la catedral) en un centro comercial. Por su sed de riquezas (este pecado se llama codicia), donde los curas estudiaban teología, hoy venden calzoncillos. La capilla es una pizzería de segunda clase; el oratorio se adorna con la Feria del brassier y sólo cucos; en las aulas donde se discutía sobre san Agustín, hoy se ofrecen masajes y otros servicios; en la celda del padre superior, tiñen, cortan, alisan o rizan el pelo; y donde despachaba el prefecto, hoy hay una casa de cambio de dudosa reputación.
Lo anterior es lo de menos. Lo más grave es que el pernicioso cardenal, en los años 70 y 80, sacó de las parroquias populares a los curas más comprometidos con la gente de su barrio. Porque no usaban sotana, o porque en los sermones hablaban con el lenguaje del pueblo, o porque apoyaban a los parroquianos en sus solicitudes de escuelas, agua potable, vivienda digna y alcantarillado, los consideraba peligrosos, y si no los excomulgaba y condenaba al infierno, al menos los confinaba en el limbo de ninguna parte. Los mejores curas de Medellín, por las persecuciones de este arzobispo despiadado, terminaron en África o en islas del Caribe, o convertidos a la iglesia episcopal. Abandonados a su suerte, sin esa rienda que había sido tradicionalmente en Antioquia la Iglesia, las muchachas se dedicaron al sexo fácil y al embarazo precoz, y los muchachos se fueron a las bandas, a la mano de obra de mafiosos, guerrilleros o paracos. Y por ese camino en Medellín llegamos a tener 6.500 asesinatos al año.
Recuerdo cómo el obispo perseguía al padre Gabriel Díaz, cómo mortificó al cura René García, cómo no dejaba en paz al buen padre claretiano Luis Alberto Álvarez, porque nos enseñaba a ver cine a todos los medellinenses. Los curas protegidos por el arzobispo, en cambio, en vez de luchar por las condiciones mínimas de vida de sus parroquias, eran aliados de mafiosos, y con ellos se los veía en medio de bendiciones y misas campales, para recibir las limosnas que López Trujillo tanto codiciaba, aunque vinieran del dinero más sucio de Medellín, aunque fuera plata untada de sangre. ¿Será con esa plata que paga hoy el palacio vaticano donde vive en medio de los lujos de un príncipe del Renacimiento? Esta niña de 11 años, que en un acto de piedad, en un hospital del Estado, ha recibido una droga para precipitar un sangrado, no merece este escándalo del cardenal malhechor. El crimen con esa niña habría sido obligarla a tragarse el veneno que le inoculó su padrastro al violarla. El verdadero asesinato habría sido obligarla a tener un hijo que ni podía ni debía crecer dentro de su cuerpo, que ni podía ni quería criar. No le sacaron un niño. Le sacaron un aglomerado de células que ni siquiera los padres de la Iglesia (cuando eran menos brutos) consideraban persona, ni ser humano, ni alma. Pero son los cardenales como López Trujillo quienes se inventaron que la mórula ya es una persona.
Los criminales son los que obligan a las mujeres a traer al mundo niños con enfermedades terribles, o los que las condenan, so pena de excomunión, a que tengan todos los hijos que el cielo les quiera mandar. Este cardenal pernicioso es el mismo criminal que prohíbe usar el condón incluso a los enfermos de sida. El mismo que prohíbe el uso de la píldora anticonceptiva, el mismo que (quizá porque tiene rabo de paja) defiende a los curas y prelados que han tocado y escandalizado a niños y a jóvenes en seminarios e internados. Por algo no habrá excomulgado al violador, y sí a los médicos.
Si hubiera un cielo, y un juicio justo en las alturas, el condenado por sus infamias y barbaridades sería este cardenal malhechor, no los médicos que hicieron su deber: devolverle a una niña su futuro, después de haber sido violada por un tipo sin escrúpulos que seguramente (pregúntenle y verán) será uno de los que consideran que el aborto es un asesinato. Lo típico de ellos es ser así. Tocar y violar niños, cometer la infamia de embarazar a una niña, y luego decir que el crimen no es el estupro que ellos cometieron, sino el aborto, que en este caso es una bendición. El aborto era la única salida sensata para esa niña violada de 11 años.