OPINIÓN
En la junta de copropietarios...
Resolví abandonar el recinto en medio de los gritos. En este país no tiene sentido enloquecer porque el país está loco.
Supe que la realidad nacional había calado en mí de manera profunda cuando, durante la reciente junta de copropietarios del edificio, me autoproclamé como presidente.
No se había terminado de leer el orden del día. Aún no estaba lleno el salón comunal. El revisor fiscal se preparaba apenas para leer el informe. Pero en un impulso súbito por primera vez creí en mí, y me lancé de frente: si Iván Duque fue coronado como presidente, me dije, no veo por qué yo no.
–Queridos vecinos: antes de que avance el orden del día, me declaro presidente interino de esta junta –les anuncié.
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Los que ya habían llegado se miraron atónitos, en especial el señor del 403: el más antiguo del edificio, a la sazón presidente eterno de los copropietarios, quien fue el único que, después de un largo silencio, se atrevió a reaccionar:
–Gracias, vecino: si quiere ahora, en el punto cuarto del orden del día, postula su nombre, en caso de que los vecinos no quieran que yo continúe; pero permitamos que el revisor rinda su informe.
–Señor López –le dije vehemente–: es usted un usurpador. Los vecinos estamos cansados de que sigan los mismos con las mismas. ¡Llegó el momento de que una nueva generación de copropietarios retome el rumbo del edificio! ¡Llegó el momento de la unidad! –imprequé a la espera de un aplauso cerrado–: ¡viva Colombia!
Pero nadie aplaudió: los gobernados generalmente carecen de la visión que tenemos los gobernantes.
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Detestaba las reuniones de copropietarios, aquel encuentro obligatorio que generalmente coincide con la transmisión de algún partido de fútbol importante; al cual asisten los vecinos a regañadientes, con el secreto deseo de que todo se surta en media hora, como asunto de trámite; y en el que, increíblemente, en el punto de “varios”, la reunión se prolonga al menos por dos horas, porque esos mismos vecinos, cansados y presurosos, se enfrascan en discusiones eternas sobre asuntos como la instalación de una cadena para el parqueadero de visitantes.
Pero en esta ocasión el asunto era distinto. Por primera vez me sentía preparado para portar las riendas de un edificio que merece tener un destino grande, o por lo menos tapete en el ascensor.
–Queridos vecinos –les dije–: quiero ser el presidente al que recuerden por haber solucionado el manejo del carrito de mercado en el ascensor.
Y levanté los brazos como alguna vez lo hizo Juan Guaidó, y me lancé a abrazar a la vecina del 301, como Petro cuando visitó a los indígenas del Cauca.
Pero nadie me abrazó: al revés. Todos me reprobaron con la mirada salvo el revisor fiscal, que se estaba sirviendo un vaso de agua, dios mediante no saborizada.
–En adelante –continué sin amilanarme– será expulsado del edificio quien abandone el carrito en el ascensor, en lugar de dejarlo en su puesto; los ‘rappitenderos’ podrán subir hasta la puerta de cada apartamento; el volumen de la música será regulado, salvo que se trate de música de Joaquín Sabina; y se instalará en la recepción un sofá…
–Objeto la medida del sofá –dijo el yuppie del 402– porque el celador aprovecha para dormirse.
– Si el celador es Velandia –anotó la señora del 503– ni siquiera necesita el sofá.
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Velandia es un celador que duerme como congresista colombiano, pero que, a diferencia de congresista colombiano, al menos asiste al trabajo.
–Y yo no solo objeto el sofá, sino que pido se le quite el televisor a Velandia –pidió el dueño del penthouse, un señor idéntico en cuerpo y alma al ministro de Defensa: por poco pide rociarlo de glifosato.
–El señor Velandia –dijo la vecina joven y medio hippie del 202: una vecina humana– lleva muchos años con nosotros y lo mínimo es que pueda tener su televisor…
–Pero las cámaras de seguridad están dañadas desde hace tres años, y si lo dejamos ver televisión, termina durmiéndose –contraatacó el ministro de Defensa, más facho que nunca.
–Sometámoslo entonces a un plebiscito –terció el señor López, con lo cual desconoció del todo las funciones que yo mismo me había atribuido.
La polarización se hizo evidente. Se armaron dos bandos. La discusión se volvió estridente y brutal, y absorbió del todo mi voz cada vez que procuré, como presidente interino, retomar el orden.
Resolví abandonar el recinto en medio de los gritos. En este país no tiene sentido enloquecer porque el país está loco.
Pensé entonces en bajarme los pantalones en señal de protesta, pero tuve miedo de que, tal y como lo hicieron con el profesor Mockus, los amigos de Oneida Pinto ingresaran al salón comunal y me demandaran a mí también. Dirían de manera amañada que mi voto fue nulo. Y yo les mostraría con lo que rima su demanda.
Resolví abandonar el recinto en medio de los gritos. En este país no tiene sentido enloquecer porque el país está loco. Que se queden con su edificio llevado por el diablo, me dije. Mientras llegaba el ascensor, le dediqué una mirada compasiva al honorable celador Velandia, que, bajo la luz titilante de su televisor, roncaba como congresista colombiano.