El exilio político está asociado a los países donde se mata, encarcela o reprime por razones ideológicas. El asesinato como una de las bellas artes - citando a Thomas de Quincey - con fines políticos se practica en Colombia desde la creación de la república.
Al mismísimo Libertador estuvieron a punto de asesinarlo unas cuadras más arriba de la plaza que hoy lleva su nombre. Josep Conrad, que parecía haberlo visto todo, quedó boquiabierto al observar la clase de demonios políticos incubados en el suelo colombiano. Así lo contó en Nostromo a propósito de la fuga de Panamá.
Durante su exilio en Nueva York, relata un biógrafo, León Trotsky adquirió unos muebles a crédito. El dueño de la mueblería tuvo dificultades para cobrar la deuda y cuando por fin localizó la vivienda de Trotsky alguien le dijo que el inquilino se había ido a toda prisa para Rusia y allí se había convertido en el jefe del Ejército Rojo, la fuerza militar más grande del mundo para su época. Usted verá si va hasta allá y le cobra los muebles, le dijo con sorna el parroquiano al acreedor.
No todos, pero si una parte de los exiliados políticos colombianos, están pensando en regresar al país donde nacieron. Quieren volver al suelo colombiano para seguir batallando por sus ideas. No a comandar un ejército, como lo hizo Trotsky. No están locos. Son gente sencilla que no aspira a misiones trascendentales. El exilio no les ha hecho perder la cabeza y tienen muy claro que cualquier proyecto asociado a la violencia es un disparate en la Colombia del siglo veintiuno.
Observan con expectativa las conversaciones entre el gobierno y la guerrilla en la capital cubana. Creen que un acuerdo de paz puede crear un ambiente favorable para el ejercicio de la actividad política. Piensan que la terminación del conflicto puede contribuir al aminoramiento del asesinato político. Piensan con el deseo.
A muchos exiliados les quedan aún fuerzas para meterse en eso que los delegados del gobierno llaman “transición” y las FARC, en uno de sus comunicados, designan “postconflicto”. “Terminación de la violencia armada”, escribió un académico. A la hora del té es lo mismo vociferaba un viejo cascarrabias.
No hay que echar mentiras. La mayoría de colombianos que se fueron del país lo hicieron para rebuscarse la comida en otra parte. Otros se vieron forzados a salir porque el panorama en sus comarcas pasó de Castaño a oscuro y para salvar el pellejo les tocó salir corriendo con lo que tenían puesto, más una gallina, una cucharada de sal y una olla para preparar el almuerzo por el camino.
Otro combo se fue del país porque se los iban a cargar por sus ideas políticas y desecharon la posibilidad de enguerrillarse para defenderse porque estaban muy viejos para esos trotes o simplemente porque eran y siguen siendo pacifistas y no querían saber nada de fierros y otras vainas.
Según las cifras, variables según la fuente, cerca de seis millones de colombianos viven en el exterior. Una población similar a la sumatoria de los habitantes de Medellín, Cali y Barranquilla. Como si fueran una obra de beneficencia o un gobierno en el exilio esta gente ha sostenido a sus familias radicadas en Colombia enviándoles billete. Miles de millones en divisas que han entrado a la extraña economía del país.
¿Qué va a pasar con toda esa gente? Muchos de estos colombianos ni se acuerdan de Colombia porque otros Estados les han resuelto sus necesidades básicas y la idea de volver les aterra, más aún cuando relacionan al país con el pasado de miseria y violencia que les tocó vivir.
Otros, en cambio, están malvendiendo los muebles para regresar al territorio colombiano porque los bancos europeos se quedaron con sus casas y los ahorros de toda su vida. Hacen parte de los “desahuciados”, una nueva categoría socioeconómica incorporada al mundo de los desesperados.
Una masa considerable, en su mayoría madres solteras, está recluida en las cárceles porque se cayeron en los aeropuertos con un kilo de cocaína en los intestinos. Entre Colombia y España, por ejemplo, hay acuerdos de repatriación de presos y - penosa ironía - son pocas los que quieren volver al país.
El argumento para no retornar es de que en las cárceles españolas les dan buena comida con postre al final, formación profesional gratuita, seguridad social y dinero por trabajo. Ni loca, dijo una compatriota en una entrevista, me voy a una cárcel colombiana donde se vive peor que en el infierno. Además, continuó, los vecinos me van a señalar con el dedo cuando regrese o dirán cuando les dé las espaldas: ojo, que esa vieja era una "mula" y estuvo pagando cana o puteando en las calles de Madrid.
Hay otra clase de exiliados que cuando están borrachos sueñan con retornos apoteósicos y cargos ministeriales. Cuando despiertan al día siguiente y con dolor de cabeza se olvidan de todo y se van resignados a recoger aceitunas en las plantaciones o se dirigen a las casas de sus vecinos para ocuparse de sus mascotas o de los abuelitos y abuelitas a cambio de una miserable paga en negro.
Otro caso es el de los activistas políticos que vieron morir acribillados a sus amigos y lograron salvarse por un pelo. Los asesinatos pasaban con tanta velocidad que no alcanzaban a verlos. Esta categoría de exiliados pasaron muchos días en las funerarias y los cementerios de Colombia de tal modo que no les quedó tiempo para hacer el duelo o adquirir conciencia de lo que estaba pasando. Cuando encontraron la tranquilidad en otros mundos se les partió el alma y empezaron a llorar a sus amigos muertos y hubo casos de exiliados de esta índole que terminaron en el manicomio.
A los que venían con esquizofrenia o creían ver enemigos por los cuatro costados, el exilio los fue calmando y con el tiempo se volvieron mansos y tolerantes. Estos paisanos educan a sus hijitos en el respeto hacia los demás, no botan basuras a la calle, comen muchas verduras, aprenden idiomas y siguen por Internet las frivolidades de la patria. Para este grupo de exiliados la nacionalidad colombiana fue un mero accidente.
Llaman la atención los exiliados que, apenas desempacaron en otro país, continuaron haciendo lo que hacían en Colombia: activismo político. Se insertaron en las organizaciones locales y algunos pertenecen a instancias de elección popular. Saben administrar recursos públicos y entienden que el arte de gobernar es distinto al oficio de agitar. Esta gente no pierde de vista a la realidad colombiana y pueden ser útiles para los proyectos políticos que se ven en el horizonte.
El presidente Mújica les ha pedido a todos los uruguayos represaliados durante la dictadura para que vuelvan del exilio, si lo desean. El Presidente Correa creo la Secretaría Nacional del Migrante y ha comenzado un ambicioso plan de repatriación llamado “Bienvenidos a casa” que ofrece trabajo seguro a sus compatriotas y que cuenta con recursos y ayudas para volver a Ecuador, un país en el que prosperan las oportunidades, la inversión social crece y la tasa de desempleo se reduce considerablemente.
Aún es prematuro vaticinar quién gobernará a Colombia en los próximos años. Aún es prematuro asegurar que el fin del conflicto armado está a la vuelta de la esquina. Pero no es prematuro decir que hay millones de exiliados colombianos deambulando por los rincones del planeta y en ellos hay que pensar de cara a un eventual país en transición o como lo quieran llamar.