OPINIÓN

Extradición

Después de 35 años seguimos en las mismas. Se reflejó en el debate de Jesús Santrich que explotó el miércoles. Extraditar o no extraditar, esa es la pregunta.

Alfonso Cuéllar
18 de mayo de 2019

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Hace casi 40 años, la extradición llegó para quedarse en Colombia. Apareció en un tratado firmado por los gobiernos colombiano y estadounidense. En su texto abría las posibilidades de que un colombiano fuera capturado y luego enviado a Estados Unidos para ser juzgado. También se practicaba a la inversa –un estadounidense a Colombia– pero era excepcional. Son contados los casos de gringos enviados acá. 

El origen del tratado era la lucha contra el narcotráfico. El objetivo era incrementar el riesgo a quien se involucrara en el negocio. Y, sin duda, el mayor castigo proviene de la justicia estadounidense. Eso lo identificaron de inmediato los narcos colombianos y declararon de frente la guerra contra la extradición.

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Al principio, trabajaron con el arma de la corrupción: el soborno se volvió común y empezó el desmoronamiento del sistema judicial. Pero al pasar los años fueron apareciendo hombres y mujeres insobornables. Y entonces nació la disyuntiva: plata o plomo.

El antes y el después ocurrió el 30 de abril de 1984 con el asesinato de Rodrigo Lara Bonilla, ministro de Justicia. Ese día se cruzó una línea. Los narcos del momento decidieron que la extradición era demasiado importante; había que pararla a cualquier precio. 

Después de 35 años seguimos en las mismas. Se reflejó en el debate de Jesús Santrich que explotó el miércoles. Extraditar o no extraditar, esa es la pregunta. 

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Los mafiosos de antaño hicieron su lucha con armas y bombas. Todo lo que olía a facilitar el envío de colombianos a Estados Unidos era declaración de guerra. Hasta se inventaron un nombre -Los extraditables- y un eslogan: “Preferimos una tumba en Colombia que una cárcel en EE.UU.”.

Fue una historia de barbarie. Miles de colombianos perdieron la vida. La estrategia no les funcionó, fue más una prolongación que una negociación y casi todos terminaron muertos (Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha) o en Estados Unidos (Fabio Ochoa, los hermanos Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela).

Paradójicamente, hoy sigue la batalla. Sus sucesores consideran que la extradición es un riesgo y buscan torpedearla. 

Cuando los paramilitares de los primeros años del siglo XXI intentaron negociar su desarme, la extradición fue tema principal. Y les funcionó al principio. Miles de hombres dejaron las armas. Sin embargo, en 2008 Álvaro Uribe extraditó a 12 jefes paramilitares alegando un incumplimiento de lo pactado. Fue un golpe vital a la confianza del proceso.  

Así, las Farc optaron por una alternativa para el caso de ellos. Es curioso que todo lo que alegaron de los paramilitares, en lo esencial los hace iguales. Ninguno quiere pasar los últimos años en una cárcel del norte.  

Fue un factor clave de la Jurisdicción Especial para la Paz. Las Farc no iban a permitir que los trataran igual. A la extradición le pusieron obstáculos y lo lograron. Las Farc no van a permitir que los tachen de narcotraficantes. Creen que 50 años de sublevación no pueden reducirse al tráfico de drogas ilícitas, que la entrega de las armas debe significar algo. 

Jesús Santrich es el peor ejemplo. De todos los comandantes de las Farc, es el que genera menos simpatía. Su desconfianza al proceso es evidente. Es fácil imaginarlo traficando y burlándose del acuerdo. Sabía que iba a ser vigilado. Era un congresista electo. La pregunta es otra: ¿por qué no se cuidó?

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Desde su nacimiento, la JEP fue blanco de críticas. Yo incluso califiqué a su comité seleccionador de “mamertos”. Dos años después, mis dudas se mantienen. Pero ya es tarde. Es lo que hay y hay que trabajar con ellos. Dilatar no le hace bien a las víctimas.

El caso de Santrich no era fácil. Cualquier resultado generaría un tsunami del otro lado. Pero Santrich es coyuntural. No es el verdadero quid del asunto: ¿Qué hacer con la extradición? 

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