Hace dos semanas el equipo negociador de la guerrilla de las FARC reveló el ‘Programa nacional de sustitución de usos ilícitos de los cultivos de hoja de coca, amapola o marihuana’, calificándolo como “una contribución para avanzar en la solución de la problemática económica y social del campesinado que se ha visto obligado a cultivar la hoja de coca, la amapola o la marihuana”.
En cuatro puntos, la organización subversiva, que cumple este año 50 años de lucha armada, pretende poner en la mesa las condiciones sobre las cuales se debe afrontar, desde su perspectiva, el tema de los cultivos de uso ilícito. Su enfoque, en esta ocasión, está centrado en la producción y pone de presente la relevancia que deben tener las comunidades campesinas en la discusión del modelo de sustitución y de regulación que habría de aplicarse en el caso de que los acuerdos logrados en la isla de Cuba con el gobierno nacional sean refrendados por los colombianos.
Más allá del rechazo que generó la condición de desmilitarizar de manera inmediata aquellas regiones del país que sean priorizadas para aplicar “el programa” de las FARC, que fue la noticia predominante en los medios de información, observo en la propuesta varios aspectos que revelan que la guerrilla eluden su responsabilidad histórica en por lo menos tres temas: el sometimiento de las comunidades en sus áreas de influencia a cultivar hoja de coca, regulando la producción, estableciendo precios y refinando procesos de elaboración de la pasta base; la criminalización de aquellos labriegos que se niegan a sembrar hoja de coca en sus zonas de dominio armado ilegal; y la recurrencia a instalar minas antipersonal como estrategia de defensa de amplias áreas donde hay sembradíos hoja de coca bajo su control.
Son diversos los relatos de campesinos en diversas regiones del país que señalan a uno u otro frente de las FARC como el agente regulador del negocio de la hoja de coca, que impone rigurosas condiciones económicas y sociales para evitar alternaciones en los flujos de producción. En Antioquia, una de las zonas más controladas en ese sentido es el Nudo del Paramillo, en lo que corresponde al municipio de Ituango, donde hace presencia el Frente 18 de las FARC.
En su “programa” propuesto, las FARC en ningún momento admiten que han sido parte del problema al contribuir a la proliferación de los cultivos de uso ilícito y, en cambio, le echan la culpa a la falta de alternativas económicas que afrontan los campesinos. Sin embargo, el debate tiende a convertirse en un círculo vicioso, porque también podría esgrimirse que esa ausencia de posibilidades productivas se debe a la presencia y control de facciones de la guerrilla, que impide la llegada de iniciativas gubernamentales y no gubernamentales.
Esta organización subversiva tampoco reconoce que ha criminalizado a los labriegos que no cultivan hoja de coca en sus zonas de influencia donde predominan estos sembradíos. A mi juicio, la razón es simple: una reducción de las áreas sembradas implica menos ingresos para el grupo subversivo que se nutre del negocio para sostener su aparato bélico.
Y mucho menos reconocen el grave problema que se cierne sobre extensas áreas que tienen o han tenido hoja de coca: la presencia de minas antipersonal, ese enemigo silencioso que puede durar hasta 50 años bajo tierra sin que pierda su poder destructor.
Una propuesta seria de la guerrilla de las FARC, y complementaria a exigir proyectos productivos para regiones históricamente cocaleras, debería involucrar no sólo la suspensión inmediata de la siembra de minas antipersonal sino la de elaborar mapas de riesgo en los cuales se identifiquen aquellas áreas donde hay presencia de estos artefactos explosivos con el fin de proyectar un desminado efectivo para evitar afectaciones a la población civil, que es la que lleva la peor parte.
Recuerdo que en diciembre del 2012, cuando tuve la oportunidad de entrevistar a varios voceros de las FARC en La Habana, uno de ellos expuso un concepto que choca con la realidad: “las minas antipersona son usadas por la guerrilla como arma popular defensiva que busca desequilibrar la gran potencia bélica del Estado”. El problema, lo demuestran las estadísticas, es que caen más campesinos que soldados en esas trampas letales, proscritas por la legislación internacional.
Cualquier programa de sustitución de cultivos de hoja de coca, amapola y marihuana será limitado en sus alcances si no hay una efectiva erradicación de las minas antipersonal y en ello la insurgencia es la única responsable.
Además de eludir la responsabilidad en por lo menos esos tres temas, hay uno asunto en el “programa” de las FARC que proyecta un escenario complejo, se trata de la presencia de la guerrilla en instancias de discusión local y regional sobre la “definición de lineamientos” de la sustitución y regulación de los cultivos de uso ilícito.
En la “definición concertada de los territorios objeto del Programa”, se establece que “con base en los instrumentos técnicos propios de la referenciación geográfica y de la cartografía social, se procederá - con la participación directa de las FARC-EP y de las comunidades involucradas – a la definición de los territorios y áreas específicas del Programa”.
Me pregunto qué tan libre e independiente se sentiría un campesino sometido durante años al control de la guerrilla en una reunión donde sus integrantes, ya desmovilizados, continúen como líderes sociales en las zonas donde operaron como ilegales armados. ¿El labriego podrá distinguir entre la figura de poder del pasado y la condición de civil de ese posible presente?
En el tema de los cultivos de uso ilícito, la guerrilla de las FARC elude sus responsabilidades en este tema y se muestra como “autoridad moral”. Mientras persista en ello, las posibilidades de refrendación popular de eventuales acuerdos en este asunto serán mínimas. La soberbia los puede condenar en las urnas.
Periodista y docente universitario.