OPINIÓN
Los infiltrados
¿Y quién sembró esta vez la desconfianza que saboteó los acuerdos entre blancos e indios en el pueblo de Caldono, en el Cauca? Un especialista en sabotajes: el fiscal general de la nación, Néstor Humberto Martínez Neira.
Otra silla vacía. Esta vez, la del presidente Iván Duque en su anunciada reunión con la minga de los indígenas del Cauca. La primera fue, hace veinte años, la que dejó el jefe de las Farc Manuel Marulanda en su anunciada reunión de paz con el entonces presidente Andrés Pastrana. El guerrillero temía que lo matara un francotirador del Ejército infiltrado en la comitiva del presidente. Esta vez fue al revés: fue el presidente quien temió que lo matara un francotirador de las disidencias guerrilleras infiltrado en la minga indígena. En los dos casos, la frustración de la esperada reunión vino de la desconfianza en el “otro”, visto como un enemigo engañador y falso. Que, para ser francos, muchas veces lo ha sido. La desconfianza mutua ha regido las relaciones entre blancos e indios desde la Conquista de hace cinco siglos. Y, también desde entonces, las relaciones entre gobernantes y gobernados, que no son más que la expansión de las que ha habido entre blancos e indios (y negros).
¿Y quién sembró esta vez la desconfianza que saboteó los acuerdos entre blancos e indios en el pueblo de Caldono, en el Cauca? Un especialista en sabotajes: el fiscal general de la nación, Néstor Humberto Martínez Neira.
¿Para quién trabaja el fiscal? ¿Para la DEA norteamericana, como sugiero yo mismo en un artículo de la revista Arcadia que se publica en estos días? ¿Para Luis Carlos Sarmiento Angulo, como parece mostrarlo su turbio comportamiento en el caso de los sobornos de Odebrecht? O para sí mismo, desde luego. Pero no cabe duda de que en esos trabajos, sea quien sea su beneficiario, quien sale perdiendo es la paz en Colombia. La paz política, en el caso de su sabotaje a la Justicia Especial para la Paz, JEP, con las seis objeciones que le dictó al presidente Duque. Y la paz social, en el caso de la protesta de los indios del Cauca despojados desde hace cinco siglos por los terratenientes con el apoyo de todos los gobiernos regionales y nacionales.
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Conducidos por sus cabildos y defendidos por los bastones de palo de la Guardia Indígena, veinte mil miembros de distintas etnias se reunieron en una gran minga, una empresa de trabajo colectivo, para bloquear la carretera Panamericana en llamamiento de defensa de su derecho a la tierra expoliada, a la consulta previa irrespetada para proyectos mineros, y a su derecho reducido a promesa vacía de gobiernos locales propios a través de las Entidades Territoriales Indígenas (las ETI) creadas en el papel de la Constitución de 1991. Lo hicieron para reclamar por siglos de incumplimiento.
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Y se estrellaron contra la desconfianza. El fiscal Martínez la sembró sibilinamente,insinuando –como es su estilo– que la tal minga no podía ser creación de los propios indígenas, sino que tenía que deberse a la infiltración maligna de los grupos guerrilleros armados o incluso del Gobierno venezolano de Nicolás Maduro y sus asesores cubanos. Y a la perversidad del fiscal se sumó la bobería del alto comisionado para la paz Miguel Ceballos, que explicó que la reunión del presidente y los indígenas no podía darse en un lugar abierto como la plaza del pueblo de Caldono, como era lo acordado, porque ahí “había muchos árboles”. Lo cual recuerda una anécdota sobre la paranoia del doctor Gaspar Rodríguez de Francia, dictador supremo y vitalicio del Paraguay a principios del siglo XIX, que hizo talar todos los árboles de la ciudad de Asunción arguyendo que detrás de cada uno podía esconderse un enemigo.
En realidad los infiltrados son el fiscal Martínez y el comisionado Ceballos. El peligro está ahí.