OPINIÓN

Jaime Bateman Cayón y el M-19: treinta años

Bateman dijo que en Colombia la única forma de que a la gente le paren bolas era echando tiros. Estamos ante una oportunidad única para romper esa lógica.

Yezid Arteta
25 de abril de 2013

“Abra la puerta, señora, somos del ejército”. Con estas palabras comenzaría el primer allanamiento registrado en la ciudad de Barranquilla durante el gobierno de Turbay Ayala. Era el 1ro. de julio de 1980. No había Internet y al día siguiente la edición del periódico El Heraldo traía una fotografía a dos columnas de la casa donde vivía con mis padres acompañada del titular: “Allanan y detienen sospechosos del M-19”. Eran tiempos en los que los organismos de inteligencia militar asociaban a cualquier militante de izquierda con armas y fugas.

Este 27 de abril se cumplen 30 años de la muerte de Jaime Bateman Cayón. No lo conocí pero sí a mucha de su gente y su organización. Tres cosas tuvimos en común: nacimos en el Caribe, hicimos parte de la Juventud Comunista y recibimos formación ideológica en los extramuros de Moscú. “Flaco y un poco escuálido, con una camisa de mezclilla azul y una gorra de capitán de barco, era el hombre más buscado de Colombia desde hacía 5 años”. Así describía Gabriel García Márquez al jefe del M-19 en una formidable crónica publicada en Colombia por la revista Semana y el periódico El País de España en la que relata los pormenores de lo que fue la increíble muerte de Jaime Bateman Cayón y el rescate de sus restos en las marismas del Darién panameño.

No había teléfonos celulares y Juan Gossaín, que por ese entonces hacía carrera en una emisora de Barranquilla, llamó a la casa de mis viejos para averiguar qué era lo que había pasado. Los kafkianos tentáculos del Estatuto de Seguridad que se inventó el gabinete de Turbay Ayala no habían llegado hasta el Caribe y nadie se explicaba las razones para que un pelotón del ejército madrugara a allanar una residencia en el barrio El Carmen, un vecindario cuya única fama provenía del hecho de que allí residían Roberto “El Flaco”  Meléndez, el mejor futbolista colombiano de su época, y el “Negro Ray”, el más versátil bailarín de salsa que ha tenido Barranquilla.   

Le conté a Gossaín que un mayor del ejército había tocado la puerta de la casa a las cinco de la mañana con un dudoso y escueto papel firmado por un juez militar.  Eran las cinco de la mañana y ni siquiera los voceadores de periódicos se habían levantado. En cambio la tropa había madrugado a buscar armas en nuestra casa. El registro demoró unas cinco horas y dio pie a los chismosos y chismosas del barrio para especular sobre una posible caleta de whisky contrabandeado. Excavaron el patio. Un soldado peleó contra las telarañas del cielo raso sin éxito y otro más metió la mano dentro del inodoro. Nada. Estaba limpio. Sin embargo me llevaron junto con algunos ejemplares del periódico Voz Proletaria, varios carnés sin rellenar de la JUCO y una agenda en la que tomaba notas de las extenuantes reuniones del Comité Ejecutivo de la Juventud Comunista.  

En aquel entonces yo cursaba cuarto año de derecho en la Universidad Libre y había sido elegido por los estudiantes al Consejo Directivo. Nadie se creía el cuento de que yo perteneciera al M-19, tanto así que el decano de la facultad, un liberal hecho a la cecina, pidió que me liberaran porque no veía razones para que me arrestaran. “Arteta jode con el cuento de las alzas de las matrículas y sus mítines pero no me lo imagino metido en conspiraciones armadas”, dijo el decano a la prensa. Esta declaración, sumada a las protestas de los estudiantes, forzó al Brigadier General Carlos Narváez Casallas, comandante de la Segunda Brigada del ejército, a tomar la decisión de liberarme, no sin antes hacerme firmar un documento en el que dejaba constancia de que no había sido torturado. “Váyase para su casa, -me dijo el oficial-, si otro día lo necesitamos vamos por usted”. Esa fue una de las razones para que un tiempo después me fuera para la guerrilla: no iba a esperar en mi casa a que volvieran por mí.

El estilo carnavalero que Jaime Bateman imprimió al M-19 hizo que mucha gente se montara en el cuento de la guerrilla. Una buena parte de los analistas que hoy escriben y opinan descaradamente en favor de las ideas más antediluvianas pasaron por allí. Pero la guerra no es un carnaval y cuando empezó a sonar bala las cosas se pusieron color de hormiga, y Turbay con sus muchachos empezaron a agarrar gente. El dulce se puso a mordiscos y en pleno auge del M-19 la condición de estudiante, profesor, artista…en fin… era razón suficiente para ser llevado hasta el cepo. El célebre poeta Luis Vidales, autor de Suenan Timbres –considerada la única obra poética de corte vanguardista de la literatura colombiana- estaba cerca de cumplir ochenta años cuando su casa fue asaltada y luego conducido hasta la Brigada de Institutos Militares (BIM) donde un juez de instrucción penal militar lo acusó de subversivo y lo trató como enemigo. En marzo de 1981, el Nobel García Márquez, pidió asilo en la embajada de México en Colombia, para no correr la misma suerte del maestro Vidales.

Nadie me lo ha contado. Lo viví en primera persona. En la sede de la Segunda Brigada de Barranquilla no me dieron una paliza como sucedía en Bogotá con otros y otras detenidas pero me sometieron a plantones y largos interrogatorios con los ojos vendados con una toalla. No recibí descargas eléctricas como pasó con mucha gente acusada de “subversión” pero nadie me asistió legalmente ni nadie me formuló cargos. Era un militante comunista sin capuchas y sin armas. Las armas llegaron después cuando quería continuar con mis ideales y no encontré más salida que “puyar el burro”. Otros, que pensaban como yo, se quedaron echando la lata en ese estrecho y oscuro callejón, hasta que se toparon contra un muro en el que fueron ejecutados como perros. Como en la novela de Kafka.

Bateman y su combo volvieron el M-19 una idea urbana. Hasta entonces, las FARC, el ELN y el EPL eran básicamente unas guerrillas rurales con un campo de acción periférico. Lejos de las muchedumbres y de las fábricas. Cuando hubo acciones de propaganda armada y operativos guerrilleros en Bogotá, Medellín o Cali, el Estado sintió que le estaban tocando los cojones, y esta puede ser una de las razones para que reaccionara tan violentamente cruel, como escribiría un tal Cortázar, y se llevaran por delante a los que no tenían velas en ese entierro.

Represión pura y dura, como si estuvieran compitiendo con las dictaduras del Cono Sur, pero formalmente no eran dictadores, se reclamaban demócratas. A veces no necesitaban disfrazarse de abuelitas y se mostraban como lobos muertos de hambre y se les iba la mano, y alguien se les moría como pasó con Marcos Zambrano. La tal dictadura del General Rojas Pinilla fue un juego de infantes con relación a las travesuras que hicieron los demócratas colombianos durante largos años de Estado de Sitio. No había necesidad de ir a cine y ver cómo se torturaba en las películas de Costa Gavras porque una situación similar se podía vivir en casa de un sindicalista que de repente era cogido por las orejas y llevado como un conejo hasta un calabozo y luego se volvía a saber de él hasta dos semanas después.

Cuando me volví guerrillero de las FARC compartí momentos con algún destacamento del M-19 en las montañas del Cauca. Juntábamos fuerzas para seguir la lucha armada. Se pensaba entonces que la guerrilla colombiana llegaría a un proceso de unidad similar al salvadoreño o guatemalteco. Nada de eso sucedió. El ánimo de unión se fue apagando con el tiempo y cada grupo hizo con su gente lo quiso.

A comienzos de los noventa el destino me fue llevando del departamento de Nariño hasta las selvas del Caquetá. Partí con un puñado de guerrilleros desde la llanura Pacifica y luego de pasar el Valle del Patía y encaramarnos sobre la cordillera central tomamos la ruta que hizo Agustín Codazzi - terminada la Guerra de Independencia en el siglo XIX-, y siguiendo las cabeceras del río Caquetá llegamos hasta los límites con el Putumayo. Unas semanas después tomamos una canoa hasta Mayoyoque y cruzamos hasta la otra ribera con la intención de llegar al rió Orteguaza. Había una operación militar en el área y un campesino que antes había servido de baquiano al M-19 en la región nos fue guiando de noche hasta un poco más arriba de la base de Tres Esquinas. Allí, dijo señalando hacia el río, fue donde un comando del Eme hizo llegar de barriga un avión cargado con armas.

Bateman y otros líderes del M-19 desaparecieron. Unos cayeron batallando como Iván Marino y Álvaro Fayad. Otros murieron en rocambolescas persecuciones. La muerte de Carlos Pizarro fue mediante una planeada escena surrealista. Los que quedaron del M-19 buscaron una salida política y la encontraron a su manera. Ninguno de los sobrevivientes del M-19 debe mostrarse avergonzado de los ideales que persiguieron. Los métodos son discutibles pero las ideas son buenas. Porqué hay que echarles tierra si son buenas y tienen plena vigencia. Porqué hay que seguir la andadura con opiniones prestadas. Las armas quedaron atrás pero no se dejen quitar los símbolos. No permitan que sus ideas sean pulverizadas.   

Llevaba más de nueve años preso cuando escuché una voz que ordenaba: abran la celda de Arteta. Estaba recluido en la celda número 29 del pabellón de aislamiento de la Penitenciaria de Alta Seguridad de La Dorada. El guardián abrió y detrás de él venían dos hombres sesentones luciendo ropas civiles. “¿No se acuerda de mí?”, me dijo el que aparentaba más edad. “No, no tengo ni idea de quién es usted”, le contesté. Lo invito a tomar un café, replicó. Habían pasado veinticinco años y estaba hablando con uno de los oficiales que participó en el allanamiento de la casa de mis padres y ocupaba por esos días un cargo en la dirección de prisiones. Fue una conversación serena, sin odio, sin rencor, entre dos hombres que habían pasado un cuarto de siglo por los más inquietantes vericuetos de un país en guerra. Recordando el pasado pero sin restregar heridas. Un conflicto cerrado en falso es una bomba de relojería. La verdad histórica hay que hacerla a varias manos para que la película sea entendible por los de ahora y por los que vienen.  

Jaime Bateman dijo en alguna de sus entrevistas que en Colombia la única forma de que a la gente le paren bolas era echando tiros. Eso lo enseñaron e hicieron los liberales y conservadores desde la creación de la República y no ahorraron gente para matarse entre ellos y matar a los demás. Estamos ante una oportunidad única para romper esa lógica. El foro sobre participación política acordado por el gobierno y las FARC es un buen momento para concertar las claves de lo que debe ser un Estado democrático. Para que ningún colombiano se sienta perseguido o se vea obligado a morir por sus ideas.

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