OPINIÓN
La extraña y perversa lógica uribista
No hay duda de que el hombre sigue teniendo un enorme poder e influencia en la política nacional, capaz no solo de hacer trizas los acuerdos de paz entre el Gobierno y las Farc, sino también de infiltrar las instituciones del Estado y desafiar las decisiones del máximo tribunal de justicia cuando un fallo de este no le gusta.
Suponer es un verbo transitivo cuyo significado, en su primera acepción, es definido como “considerar una cosa verdadera o real a partir de ciertos indicios o señales, sin tener certeza completa de ella”. Un antiguo profesor de español y literatura del colegio La Salle de Cartagena, solía decir que esa palabra encerraba una pesada carga de imaginación, algo así como un iceberg del cual solo alcanzamos a ver la puntica, pues el resto hay que imaginárselo. La literatura es imaginación en dos aspectos: los hechos recreados por el escritor y los mismos hechos reinventados por el lector.
Supongamos entonces (aquí el significado de la palabra está más cercano a la imaginación, por lo que debí escribir “imaginémonos entonces”) que un día llega un señor de Israel, un excoronel del Ejército de ese país (un mercenario, según los diarios), contratado por un grupo de hacendados colombianos para entrenar en la defensa de contrainsurgencia a unos campesinos que están siendo secuestrados y extorsionados por la guerrilla. El excoronel les enseña de todo: cómo disparar, cómo lanzar granadas de fragmentación, cómo preparar emboscadas y cómo dar golpes de mano, entre otras tácticas de combate. Pero como preparar y armar civiles para la guerra no está en la Constitución, pues el monopolio de las armas debe estar en manos del Estado, todo el entramado creado para la defensa de los hacendados contra la guerrilla es ilegal bajo la luz de las leyes colombianas.
Más tarde, cuando el ejército entrenado por el excoronel se transformó en las Autodefensa Unidas de Colombia, este entra, necesariamente, en el abanico de la justicia, que, en cumplimiento de su deber constitucional, expide una tarjeta roja de la Interpol en su contra. El excoronel, por supuesto, huye. Luego, desde la clandestinidad, asegura para un medio de comunicación que el hacendado que lo contrató, por intermedio de otros hacendados, se convirtió en 2002 en presidente de Colombia. “Fue el expresidente Álvaro Uribe Vélez quien me contrató por intermedio de un grupo de personas cercanas a él”, afirmó. Así mismo, dijo que ingresó al país con todas las credenciales y que fue recibido por personal autorizado tanto del DAS como del Ejército.
Imaginemos entonces que ese señor que menciona el mercenario israelí no es Uribe, es más, imaginemos que el exmilitar miente con el único propósito de manchar el buen nombre de una persona pulcra, y ese personal que asegura lo recibió en el aeropuerto internacional El Dorado y más tarde en una gran hacienda no eran miembros ni del DAS ni del Ejército colombiano, sino unos tipos disfrazados para la ocasión.
Como estamos en el ejercicio de imaginar y suponer, supongamos entonces que el exmandatario del que hace referencia el excoronel es inocente de todo de lo que se le señala: no sabía que en una enorme hacienda de Antioquia (quizá Urabá) se estaba llevando a cabo semejante ejercicio ilegal que él reprocharía. El resultado de ese entrenamiento militar a grupos de campesinos quedó reflejado en un sinnúmero de masacres de trabajadores rurales, sindicalistas y maestros de escuelas a lo largo y ancho de la geografía nacional. Curiosamente, cada vez que había un avance de los campesinos armados, testigos decían haber vista primero columnas de soldados del Ejército colombiano marchando, abriéndoles el camino a los campesinos armados para que llevaran a cabo su misión sangrienta.
Un general en particular, comandante de la Brigada 17, con sede en la zona del río Cacarica, al noroccidente del país, fue destituido en 1999 por el entonces presidente Andrés Pastrana Arango. Las razones estaban, desde hacía varios años, en boca de medio país, pero el gobernador de Antioquia (1995-1997), que luego sería presidente de la república, no sabía nada de que ese general era el abanderado de realizar, en colaboración con un numeroso grupo de sus oficiales y soldados, verdaderos hechos de terror.
Estos hechos fueron consignados en varios informes elaborados por Human Rigths Watch, en los que se alcanzan a ver los resultados de la barbarie desplegada en suelo colombiano: una larga cadena de masacres en las que se destacaban las de Segovia, Mapiripán, El Aro y La Gabarra, entendidas apenas como la punta de un gigantesco iceberg.
Supongamos otra vez que el entonces gobernador no sabía nada de lo que ocurría en el departamento bajo su jurisdicción, que el general en mención le ocultaba todo, aun cuando el mandatario departamental se daba sus paseos por la Brigada 17, que según el coronel Vásquez Romero eran regulares, y que todos esos muertos que bajaban por los ríos eran, en realidad, guerrilleros heridos que luego morían cuando intentaban cruzar el cauce. Lo anterior, dentro de la lógica de la distorsión, podría explicar por qué el gobernador, un día, en una ostentosa reunión en la brigada en mención, le otorgó una medalla al mérito al oficial y le dio el rimbombante, pero efectivo título de ‘El Pacificador de Urabá’. Podría explicar también la inocencia del expresidente ante todos aquellos hechos delictivos de los que se le señala, pero dejaría claro su profunda bobera, la misma que manifestó, siendo ya presidente, ante el inmolado alcalde del municipio de El Robles, Eudaldo León Díaz Salgado, quien le informó en un consejo comunitario en Corozal, Sucre, que el gobernador Arana, que estaba sentado a la derecha del entonces mandatario, lo iba a matar.
Esa bobera replicante la puso en marcha cuando un delincuente que fungía de oficial de Policía, pero que además era su jefe de seguridad, tenía lazos comunicantes con los miembros de los carteles de la droga del país, y que hoy, después de un corto juicio en suelo gringo, paga una significativa condena intramural. La misma bobera que salió a flote cuando un narcotraficante y sicario de baja ralea de Medellín, llegó de manera misteriosa a la Casa de Nariño y tomó asiento en el salón oval. El entonces presidente no se enteró, a pesar de que, durante sus ocho años de gobierno, nada se movió entre esas cuatro paredes sin su visto bueno.
Esa bobera se puso de manifiesto igualmente cuando un buen muchacho que dirigía el Departamento Administrativo de Seguridad, DAS, organizó el asesinato del profesor e investigador universitario Alfredo Correa de Andreis, y se repitió cuando otro buen muchacho (hoy detenido en una cárcel de Miami, a la espera de su extradición a Colombia) se inventó un programa que tenía como único objetivo real pagar los favoreces políticos y económicos que llevaron a su jefe a ocupar el cargo más importante de la Nación.
Hoy, a ocho años de haber abandonado el palacio de gobierno, los mismos señalamientos, pero sazonados con otros hechos, muestran que el hombre sigue teniendo un enorme poder y una enorme influencia en la política nacional, capaz no solo de hacer trizas los acuerdos de paz entre el Gobierno y las Farc, sino también de infiltrar las instituciones del Estado y desafiar las decisiones del máximo tribunal de justicia cuando un fallo de este le es adverso. Fabricar testigos, como lo dejó ver el fallo de la corte, no solo nos habla de la capacidad de este señor para salirse con la suya cuando lo desea, sino también la de meterle miedo a unos sanguinarios y despiadados exparamilitares como don Berna y Mancuso, hasta el punto de hacerlos retractarse de sus declaraciones ante la justicia.
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