OPINIÓN ON-LINE

Una lección de historia

No hay duda de que el gran problema de Colombia ha sido siempre su descomunal capacidad para el olvido, un olvido endémico que raya en el alzhéimer.

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
6 de septiembre de 2016


Con voz templada, micrófono en mano y señalando con su dedo hacia la mesa donde se encontraba sentado el expresidente, Rentería enumeró una por una las razones por las cuales el país está jodido: el abandono en el que el Estado ha mantenido a la gran mayoría de las regiones alejadas del centro de poder, a la violencia desatada como consecuencia de ese abandono, al aumento progresivo del desempleo que es aprovechado por los grupos violentos para incorporar a sus fijas a los hijos de los pobres, porque la guerra, recuerda el joven, “solo la pelean los pobres”.

Recuerda también que la muerte de muchos de sus compañeros fue producto de las bandas criminales, los mismos paramilitares que no se acogieron a la Ley de Justicia y Paz y que arrasaron, según sus palabras, “la vida de docenas de jóvenes” de los barrios populares de Buenaventura que nada tenían que ver con la guerra, pero que fueron “víctimas de ese sistema”. Recuerda que las negociaciones del gobierno Uribe con los jefes paramilitares tuvieron todos los reparos posibles y le dieron todas las gabelas que sus negociadores consideraron necesarias.

“No voy a profundizar en ese tema, pero le recuerdo que los muertos en esta guerra los ponemos nosotros. Usted vive en Bogotá, tiene una escolta, vive tranquilo, pero cuando se vaya de aquí, nosotros nos quedamos […]. Seguiremos viviendo en nuestras casas de madera, en zonas de baja mar, sufriendo […] porque ustedes desde el poder han acabado con nosotros”.

No hay duda de que el gran problema de Colombia ha sido siempre su descomunal capacidad para el olvido, un olvido endémico que raya en el alzhéimer. Olvidamos que el motor que ha alimentado la guerra ha sido desde siempre las grandes concentraciones de tierra en pocas manos, las abundantes riquezas, producto de la explotación sistemática de los recursos naturales, en un reducido grupo de colombianos cuyos hijos estudian hoy fuera de las fronteras, de esa mirada desobligante de una minoría con poder sobre una mayoría cuyo único ejercicio democrático consiste en la venta del voto en cada nueva elección popular.

Olvidamos que el campo colombiano ha sido el reflejo de un olvido histórico, de una lucha porque prevalezca el statu quo, ese orden feudal que defendió la Europa medieval donde la medición del poder de los ‘señores’ estaba cimentada en las miles de hectáreas de tierra sostenidas en la palma de la mano. Olvidemos que la geografía nacional se extiende más allá de las cinco ciudades capitales más importantes del mapa político, que la explotación minera a lo largo y ancho de la región Pacífica durante dos siglos no les ha llevado a sus habitantes el progreso esperado: ni carreteras, ni salud, ni educación, ni mucho menos trabajo. Por el contrario, la violencia desatada, como manifestación de ese olvido, ha sido en las últimas décadas para los ‘violentólogos’ la manera más exacta de definir ese infierno en el que se ha convertido el Pacífico colombiano: guerrillas, paramilitares y santuario de las bandas criminales que manejan con el dedo meñique el lucrativo y sangriento negocio de la droga.

Cuando Leonard Rentería le dice al exmandatario, en ese evento proselitista por el ‘No’, que “los hijos de los ricos no van a la guerra” le está describiendo no solo los profundos baches de desigualdad social de nuestra democracia, sino también la jerarquización del valor de la vida, donde la de los pobres, y la de aquellos que pueblan los extramuros de las ciudades, tiene menos importancia que la de los que manejan el centro de poder.

“Colombia somos todos”, dirían los villista del relato de Carlos Fuentes si Pancho Villa hubiera sido colombiano.

* Docente universitario - Twitter: @joaquinroblesza - Email: robleszabala@gmail.com

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