OPINIÓN
La justicia de los indignados
¿La amenaza de una condena a cadena perpetua es suficientemente disuasiva para otros potenciales violadores? Lo dudo. La solución pasa porque aumenten las probabilidades de que el delincuente será detenido y condenado. Ese es el quid del asunto.
Son preguntas existenciales para cualquier sociedad: ¿qué castigo es suficiente para el responsable de un crimen abominable? ¿En qué momento podemos declarar y aceptar que se hizo justicia? Y, quizás más importante, ¿cómo evitar que no vuelvan a ocurrir esos crímenes?
Tres noticias revivieron ese debate esta semana: el indulto humanitario al expresidente Alberto Fujimori, la violación y asesinato de la niña Génesis Rúa en Fundación, Magdalena, y el secuestro del niño de 5 años Cristo José en Norte de Santander.
El caso de Fujimori siempre ha generado inusitado interés en Colombia. Para unos, es el héroe que derrotó a Sendero Luminoso y salvó a Perú. Para otros, es el déspota que violó descaradamente los derechos humanos y quien merece pudrirse en la prisión. Son frecuentes las comparaciones de cómo los peruanos afrontaron su posconflicto, en el que no hubo un acuerdo de paz, como en la experiencia colombiana. Por eso, la decisión de la Corte Suprema peruana de ordenar el regreso a la cárcel del octogenario mandatario no pasó desapercibida en el país. Los de la izquierda pregonaron el fallo como justo y ejemplar. Los de la derecha recordaron que hace apenas unas semanas el jefe de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán, fue condenado a cadena perpetua, mientras que en Colombia las Farc fueron premiadas con curules en el Congreso. La agitada reacción a lo de Fujimori demuestra que, dos años después de la victoria del No en el plebiscito, aún estamos lejos de un consenso sobre qué constituye justicia.
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Esa polarización también se reflejó en el secuestro del pequeño Cristo José.
En medio de la condena unánime (y obvia), no faltaron quienes, como el expresidente Álvaro Uribe, atribuyeran el plagio a la relativa impunidad de la que gozan las Farc por sus crímenes contra menores: “El mal ejemplo sigue produciendo la tragedia”, trinó. Y agregó: “La cultura política de nuestro medio se quedó corta en penas contra este flagelo”. Uribe tiene razón en lamentar que en el acuerdo de La Habana no se hubiera impuesto una mayor sanción a la guerrilla por el uso indiscriminado del secuestro a adultos y niños. Pero se equivoca en su diagnóstico: el asunto no es incrementar los años de cárcel, que ya en Colombia para ese delito son muchos, sino aumentar el riesgo al criminal de que será detenido. Los que se llevaron a Cristo José se aprovecharon de la falta de presencia de la autoridad en el Catatumbo. No se necesitan nuevas leyes draconianas, sino que se apliquen las actuales.
¿La amenaza de una condena a cadena perpetua es suficientemente disuasiva para otros potenciales violadores? Lo dudo. La solución pasa porque aumenten las probabilidades de que el delincuente será detenido y condenado. Ese es el quid del asunto.
El caso de Génesis Rúa es diferente. Ha causado un grado de indignación en el país no visto desde la muerte de Yuliana Andrea Samboní en diciembre de 2016. Y, como entonces, ha vuelto a coger vuelo la iniciativa de imponer la cadena perpetua a los violadores y asesinos de menores. El presidente Iván Duque se ha comprometido a liderar este propósito, sea mediante un acto legislativo e incluso convocando a un referendo. Difícil encontrar un asunto que genere mayor consenso que el de defender y proteger a nuestros hijos. Todos aspiramos a que personas como Rafael Uribe Noguera y Adolfo Enrique Arrieta, bautizado por los medios como “el monstruo de Fundación”, pasen el resto de sus días encarcelados.
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La pregunta, sin embargo, es otra: ¿la amenaza de una condena de cadena perpetua es suficientemente disuasiva para otros potenciales violadores? Lo dudo. Uribe Noguera sabía que se arriesgaba a varios años de cárcel si era descubierto. Finalmente, fue condenado a casi seis décadas, lo que demostró que al Código Penal colombiano no le faltan dientes.
El debate sobre su sentencia es ilustrativo sobre la dificultad de satisfacer a la comunidad: cuando le impusieron inicialmente 52 años, hubo revuelo. Se apeló y quedó en 58 años. Casi lo mismo.
Hay que ser realistas: ninguna pena es suficiente para una familia a la que le asesinen a su hijo o hija. Ni para quien sufra el flagelo del secuestro. O para quienes perdieron a sus seres queridos durante el conflicto.
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La solución no es una justicia vengativa de indignados, sino políticas que aumenten las probabilidades de que el delincuente será detenido, arrestado y condenado. Ese es el quid del asunto.