La OEA debe imitar al presidente socialista de Venezuela
A Rómulo Betancourt, su incansable labor le mereció en Venezuela el título de “padre de la democracia” y en el continente el honor de bautizar con su nombre a la “doctrina Betancourt”.
El presidente de Venezuela, Hugo Chávez, ha asumido una vez más poderes legislativos, pero esta vez no los utilizará para cerrar un parlamento opositor, ni para copar la Corte Suprema con sus partidarios, sino para asegurarse de que su cuenta de Twitter y sus agencias de propaganda sean las únicas que informen sobre el proceso electoral que en el 2012 lo podría reelegir, por cuarta vez, como presidente de Venezuela.
Como ocurrió durante las elecciones legislativas de septiembre, la OEA difícilmente será invitada a observar el evento, y su secretario general, José Miguel Insulza, podrá una vez más esgrimir el argumento de que él no tiene potestad para pronunciarse sobre la erosión democrática a cargo de un gobierno autoritario, al menos que sea invitado por el mismísimo gobernante autoritario (como puede verse en detalle aquí). Este argumento recurrente de Insulza contradice el texto mismo de la cláusula democrática de la OEA.
Pero esta columna no trata sobre el actual presidente socialista de Venezuela, ni sobre su exitosa labor en erosionar la democracia de su país, brindar oxígeno a la más férrea dictadura del continente, promover líderes autoritarios en toda América Latina y adormecer cualquier posibilidad de acción en favor de la democracia a cargo de la OEA.
Esta columna es más bien sobre Rómulo Betancourt, el presidente socialista de Venezuela de los años sesenta, y sobre su incansable labor para consolidar la democracia de su país, aislar diplomáticamente a todas las dictaduras del continente, y despertar a la OEA de su indiferencia frente a las víctimas tanto de las dictaduras militares anticomunistas respaldadas por Estados Unidos, como de los gobiernos comunistas y movimientos guerrilleros auspiciados desde Cuba y la Unión Soviética.
En su primer mensaje al Congreso en 1959, Betancourt no dejó dudas sobre lo que sería su legendaria política internacional:
“Regímenes que no respeten los derechos humanos, que conculquen las libertades de sus ciudadanos y los tiranicen con respaldo de policías políticas totalitarias, deben ser sometidos a [un] riguroso cordón sanitario y erradicados mediante acción pacífica colectiva de la comunidad jurídica interamericana.”
Al igual que muchos líderes e intelectuales latinoamericanos, el presidente Betancourt fue de inicio un declarado admirador de la revolución cubana. Sin embargo, no dudó en condenar a Castro cuando quedó claro que su intención no era crear una alternativa democrática a la tiranía de Batista, sino liderar su propia dictadura al estilo soviético. En 1962, después de pedirle a Castro que “pusiera un alto a las ejecuciones en masa y a la falta de respeto a las libertades y la dignidad humana”, Betancourt rompió relaciones diplomáticas con Cuba.
Durante su segundo periodo presidencial, Betancourt también rompió relaciones diplomáticas con la España de Franco, la República Dominicana de Trujillo, y los gobiernos autoritarios de Argentina, Perú, Ecuador, Guatemala, Honduras y Haití.
En honor a su liderazgo continental, el término “Doctrina Betancourt” fue acuñado para referirse a la política de relaciones exteriores consistente en negar reconocimiento y romper relaciones diplomáticas con cualquier líder que llegase al poder usando métodos antidemocráticos, o que independientemente de sus métodos, optase por instalar una dictadura.
Su actitud consecuente contra toda forma de dictadura, casi le cuesta la vida. Betancourt sobrevivió un intento de asesinato ordenado por Rafael Trujillo, en 1960, y derrotó dos intentonas golpistas patrocinadas por Fidel Castro.
Para Betancourt, las dictaduras de derecha tanto como las de izquierda no eran más que eso, dictaduras, y la OEA tenía el mandato de condenarlas y aislarlas, pero jamás admitirlas en su seno.
El 11 de septiembre de 2001, la Doctrina Betancourt se convirtió finalmente en obligación jurídica gracias a la aprobación de la Carta Democrática Interamericana. Bajo este nuevo estándar democrático, no solamente aquellos gobernantes que acceden al poder a través de golpes de Estado deben ser impedidos de participar en la OEA, sino también los que son electos democráticamente pero escogen erosionar la democracia desde adentro.
Ya para el año 2001, los golpes militares eran considerados una cosa del pasado, y los regímenes autoritarios democráticamente electos o “autoritarismos competitivos”, al estilo del de Alberto Fujimori en Perú, eran considerados como la gran amenaza contra la democracia en el continente.
Una vez electo, Fujimori se dedicó a erosionar la democracia de su país: cerró el parlamento opositor, eliminó la independencia del poder judicial, persiguió judicialmente a sus adversarios políticos, y censuró a la prensa independiente.
La historia de Fujimori inevitablemente nos trae a la mente el padecimiento actual del pueblo venezolano bajo Hugo Chávez.
Por enésima vez a lo largo de sus más de 50 años de vida, la impasividad de la OEA ante Fujimori una vez más fue atribuida a la falta de un instrumento jurídico internacional que permitiera lidiar con esta nueva forma de autoritarismo.
Sin embargo, con la Carta Democrática de 2001 se acabaron las excusas para la inacción. De acuerdo a la “cláusula democrática” establecida en la Carta Democrática (arts. 3, 18-21), la OEA debe actuar de manera preventiva o correctiva, en casos de “amenaza”, “alteración” o “ruptura” del orden democrático por parte de cualquier líder, haya sido o no electo democráticamente.
La aplicación “preventiva” de la cláusula debe producirse ante las primeras fases de erosión democrática con la finalidad de presionar al gobierno en cuestión para que cese o revierta sus acciones antidemocráticas. Así es como debió haber actuado el anterior secretario general de la OEA, César Gaviria, ante las primeras acciones antidemocráticas de Chávez en el 2001. Quizá en ese caso se habría podido revertir las circunstancias que dieron lugar al golpe de 2002, y la consecuente radicalización de Chávez ante la mirada indolente de Insulza.
Cuando se produce un golpe de Estado o cuando la erosión democrática deja de ser simplemente una amenaza aislada o gradual a la democracia, para convertirse en una acción sostenida y sistemática que ha provocado la ruptura o alteración que afecta gravemente el orden democrático, la OEA debe actuar de manera “correctiva”. Y esto es lo que debe ocurrir hoy en relación a Venezuela.
La OEA debe activar el procedimiento para suspender al gobierno antidemocrático de Venezuela de la OEA, con la misma firmeza que suspendió al gobierno de Roberto Micheletti en Honduras, que fue producto del golpe de Estado de 28 de junio de 2009. La Human Rights Foundation fue la primera organización de derechos humanos en pedir la suspensión de la Honduras de Micheletti de la OEA además de reconocer que el presidente Manuel Zelaya había incurrido en graves acciones inconstitucionales, y que Insulza, en vez de persuadirlo para que rectifique su conducta, le había prestado asistencia contra los repetidos llamados a cargo del Congreso democrático de Honduras
Los antecedentes mediocres de la OEA bajo los dos últimos secretarios generales, no tienen por qué ser un signo de pesimismo. Los líderes de América aún pueden cumplir su deber de aislar al gobierno de Chávez de la comunidad de democracias. La negligencia que ha mostrado hasta ahora la OEA en relación a Venezuela, podría revertirse rápidamente si gobiernos como los de Perú, Uruguay, México, Estados Unidos, Canadá, Brasil, Chile o los demás gobiernos democráticos de América Latina decidieran activar la cláusula democrática.
De acuerdo a la Carta Democrática, cualquier Estado miembro de la OEA puede traer el caso frente al Consejo Permanente y el voto de dos tercios de los 34 Estados miembros sería suficiente para suspender a Venezuela. Esta acción es posible aún sin contar con los ocho países del ALBA que, lamentablemente, parecen considerar que el autoritarismo es una alternativa válida a la democracia.
No olvidemos que aún sin las herramientas y las disposiciones específicas otorgadas por la Carta Democrática de 2001, una OEA debilitada a causa de la Guerra Fría entre 1948 y 1990, fue capaz de condenar a los gobiernos antidemocráticos de Trujillo en 1960, de Castro en 1962, de Somoza en 1979, y de Noriega en 1989. La OEA incluso fue capaz de actuar en contra de Cedras en 1994 y de Fujimori en 1999, aunque tímidamente.
Si el estándar democrático estipulado en la Carta Democrática Interamericana hubiera estado vigente desde la fundación de la OEA en 1948, a Batista, Pinochet, Banzer, Videla, Stroessner, Noriega, y Cedras se les hubiera negado el privilegio de participar en la OEA. Y lo mismo habría ocurrido con Trujillo, Somoza, Perón, Castro, Torres, Velasco, Torrijo, Allende, Ortega, Aristide, y Fujimori.
Sin lugar a dudas, esta admirable tarea sería mucho más fácil y probable hoy, que en el tiempo en que el presidente Betancourt trató de promover una agenda de principios en el hemisferio.
En 1948, Betancourt había sido uno de los redactores de la Carta de la OEA, y dieciséis años después, todavía encontraba “incomprensible” que la OEA “haya pospuesto por tantos años […] la cuestión inescapable […] de la actitud que deben adoptar los gobiernos de América frente a las subversiones de derecha o de izquierda, comunistas o caudillistas”.
A Rómulo Betancourt, su incansable labor le mereció en Venezuela el título de “padre de la democracia” y en el continente el honor de bautizar con su nombre a la “doctrina Betancourt”.
A la OEA, su impasividad ante los dictadores de la Guerra Fría le mereció un desprestigio casi mortal.
La OEA está hoy ante la disyuntiva de imitar al gran presidente socialista venezolano de los años sesenta, o de sentarse a esperar que su negligencia frente a Hugo Chávez le termine pasando la factura final.
*Thor Halvorssen Mendoza es presidente y Javier El-Hage director legal de la Human Rights Foundation.