Hace diez años, cuando acababa de terminar el experimento fallido del Caguán, publiqué en la revista Diners una crónica de la reunión de dos días que seis meses antes había tenido con Manuel Marulanda, Tirofijo , en su “Casa Roja” de comandante de las Farc. Cito un fragmento de nuestro diálogo:
“- Pero están perdiendo cada día más el respaldo y la simpatía popular, ¿No se dan cuenta?
- Eso no es así. Nosotros no somos una organización de beneficencia, sino un grupo revolucionario armado. ¿Y usted cree que un grupo armado puede crecer como hemos crecido si no tiene el apoyo de la gente? La gente nos quiere.
- ¡Ay, don Manuel...! La gente les teme. También el general Bonett, cuando era comandante del Ejército hace tres o cuatro años, me decía: “La gente quiere a su Ejército”. No:la gente le tiene miedo al que llega armado, y sale a lambonearle. Pregúnteles a los paras, a ver si no”.
Eso sigue siendo así hoy, y aún más que entonces. La gente teme a las Farc, y además las detesta en casi todo el país. Salvo, supongo, en sus zonas de presencia histórica, zonas de colonización de campesinos desplazados por las sucesivas violencias y que son a la vez zonas de cultivos en donde los cocaleros se siente protegidos por ellas de la insensata política oficial de fumigaciones aéreas ordenada por el gobierno norteamericano y aplicada por pilotos mercenarios norteamericanos.
La otra noche, en el programa Las Claves que transmite los martes Canal Capital, repetía lo mismo el hoy retirado general Bonett, y sus contertulios estábamos de acuerdo: la inmensa mayoría del país detesta a las Farc por la brutalidad de sus métodos: las criminales minas quiebrapatas, la destrucción de pueblos, y, por encima de todo, la infamia del secuestro, que hoy dicen haber dejado de practicar, pero sin devolver a los muchos “retenidos” que tienen en sus manos ni dar siquiera razón de su vida o de su muerte. Marulanda, al menos, me decía: “Se cometen errores...”
Pero hoy en sus discursos semanales desde La Habana las Farc no aceptan ni siquiera que se cometan errores. Se comportan, he dicho aquí varias veces, como si hubieran ganado la guerra. Pero si así fuera no estarían en La Habana negociando con el gobierno.
Sin embargo, no es solo con el gobierno con quien tienen que hacer las Farc la paz, si a eso se llega. Tienen que hacer la paz con el país. Reconciliarse con Colombia, no por haberse alzado en armas contra el Estado y combatido contra sus fuerzas institucionales, sino por haber acompañado esa insurgencia con horrores –o errores– cometidos contra la gente, contra el pueblo, contra la ciudadanía: como quieran llamar a los colombianos en general. Y en primer lugar por el secuestro. No porque sea un delito, sino porque es una abominación.
Del otro lado, igual, claro. Otro tanto tiene que hacer el gobierno en nombre del Estado, que tanto tiempo lleva comportándose como un enemigo de los colombianos, y sigue haciéndolo. No solo por el abandono de sus deberes –el primero de ellos, la Justicia–, sino por su agresión declarada: desde las desapariciones y los falsos positivos hasta las fumigaciones que mencioné más arriba. También el Estado tiene que reconciliarse con Colombia.
Después vendrán las acomodaciones para la vida política y cotidiana en un país en paz (es decir, no sin violencia, pues tal cosa es imposible, pero sí sin guerra). Las amnistías, los indultos. Necesarios, y que por ser necesarios serán criticados, pero no impedidos, por la llamada comunidad internacional: cada país hace su paz como puede. Ahora: también esos indultos y amnistías tendrán que jugar en los dos sentidos, lo mismo que la reconciliación.
Tendrán que ser recíprocos y mutuos. Contaba la otra noche en la televisión el historiador Jorge Orlando Melo una anécdota sacada de una de nuestras muchas guerras civiles del siglo XIX. Terminada la contienda, el general victorioso les concedió la amnistía por su rebelión a las tropas derrotadas; y simultáneamente el general derrotado les concedió la amnistía por sus abusos a las tropas victoriosas.